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El ojo
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 11:40

Текст книги "El ojo"


Автор книги: Владимир Набоков



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Con qué persistencia, sin embargo, y con qué minuciosidad —como si hubiera estado echando de menos su antigua actividad– mi pensamiento se ocupaba en inventar la apariencia de un hospital, y la apariencia de formas humanas vestidas de blanco moviéndose entre las camas, de una de las cuales provenía la apariencia de gemidos humanos. Yo me sometía afablemente a estas ilusiones, las estimulaba, las incitaba, hasta que conseguía crear una imagen completa, natural, el simple caso de una herida leve causada por una bala inexacta que pasó limpiamente por el serratus; en esto apareció un médico (a quien yo había creado), y se apresuró a confirmar mi despreocupada conjetura. Luego, mientras yo juraba, riendo, que había estado descargando torpemente el revólver, apareció también mi diminuta anciana, con un sombrero de paja negro adornado con cerezas. Se sentó junto a mi cama, me preguntó cómo me encontraba y, agitando maliciosamente el dedo, mencionó una vasija hecha pedazos por la bala... ¡oh, con cuánta astucia, con qué términos tan sencillos y corrientes explicaba mi pensamiento el zumbido y el gorgoteo que me habían acompañado a la inexistencia!

Supuse que el ímpetu postumo de mi pensamiento se agotaría pronto, pero al parecer, mientras todavía estaba vivo, mi imaginación había sido tan fértil que todavía quedaba bastante de ella para rato: siguió desarrollando el tema de la recuperación y pronto consiguió que me dieran de alta. La restauración de una calle de Berlín parecía un gran éxito, y mientras me deslizaba por la acera, probando delicadamente mis pies todavía débiles, prácticamente incorpóreos, pensaba en cuestiones cotidianas: que tenía que reparar el reloj, y comprar cigarrillos; y que no tenía dinero. Al sorprenderme con estos pensamientos —no demasiado alarmantes, ésa es la verdad– evoqué vivamente el billete de veinte marcos, de color carne con un sombreado castaño, que yo había hecho pedazos antes de mi suicidio, y mi sensación de libertad e impunidad en aquel momento. Ahora, sin embargo, mi acción adquiría cierto significado vengativo, y me alegraba haberme limitado a un capricho melancólico y no haber salido a la calle a hacer travesuras. Porque ahora sabía que después de la muerte el pensamiento humano, liberado del cuerpo, continúa moviéndose en una esfera donde todo está interconectado como antes y tiene un grado relativo de sentido, y que el tormento de un pecador en el otro mundo consiste precisamente en que su mente tenaz no puede encontrar sosiego hasta que no consigue desenmarañar las complejas consecuencias de sus imprudentes acciones terrestres.

Caminé por calles recordadas; todo se parecía muchísimo a la realidad, y, sin embargo, no había nada para probar que no estaba muerto y que la Passauer Strasse no era una quimera postexistente. Me veía desde fuera, pisando agua, como si dijéramos, y me sentía al mismo tiempo conmovido y asustado como un fantasma inexperto que observa la existencia de una persona de la que conoce, tanto como la figura de dicha persona, su revestimiento interno, la noche interna, la boca y el sabor-en-la-boca.

Mi flotante movimiento mecánico me llevó a la tienda de Weinstock. Inmediatamente aparecieron en el escaparate libros rusos impresos al instante para complacerme. Por una fracción de segundo algunos de los títulos parecieron todavía brumosos; fijé la mirada en ellos y la bruma se despejó. Cuando entré, la librería estaba vacía y en un rincón ardía una estufa de hierro forjado con la llama sombría de los infiernos medievales. De alguna parte detrás del mostrador oí la respiración sibilante de Weinstock:

—Ha caído por aquí —refunfuñó con voz forzada—, tiene que haber caído por aquí.

Luego se puso de pie, y en este momento sorprendí a mi imaginación (la cual, es cierto, estaba obligada a trabajar muy deprisa) en una inexactitud: Weinstock llevaba bigote, pero ahora no lo tenía. Mi fantasía no lo había terminado a tiempo y el pálido espacio donde debería haber estado el bigote no mostraba más que un punteado azulado.

—Tienes un aspecto horrible —dijo, a modo de saludo—. Lastimoso, muy lastimoso. ¿Qué te pasa? ¿Has estado enfermo?

Le contesté que, en efecto, había estado enfermo.

—Hay mucha gripe —dijo Weinstock—. Hace mucho que no te veo —prosiguió—. Dime, ¿encontraste trabajo?

Respondí que durante algún tiempo había trabajado como preceptor, pero que ahora había perdido ese empleo y que tenía unas ganas tremendas de fumar.

Entró un cliente y pidió un diccionario de ruso y español.

—Creo que tengo uno —dijo Weinstock, volviéndose hacia los estantes y pasando un dedo por el lomo de varios volúmenes pequeños y gruesos—. Ah, aquí hay uno de ruso y portugués: casi lo mismo.

—Me lo llevo —dijo el cliente, y se marchó con su inútil adquisición.

Mientras tanto, me llamó la atención un profundo suspiro, procedente del fondo de la tienda. Alguien, ocultado por los libros, pasó arrastrando los pies con un «och - och - och» ruso.

—¿Tienes un dependiente? —le pregunté a Weinstock.

—Voy a despedirlo pronto —contestó en voz baja—. Es un viejo completamente inútil. Necesito a alguien joven.

—¿Y qué tal le va a la Mano Negra, Vikentiy Lvovich?

—Si no fueras el escéptico rencoroso que eres —dijo Vikentiy Lvovich Weinstock con solemne desaprobación—, podría contarte muchas cosas interesantes.

Estaba algo ofendido, y esto era inoportuno: mi condición fantasmal, indigente e ingrávida, tenía que resolverse de una manera u otra, pero en lugar de eso mi fantasía estaba produciendo banalidades más bien insípidas.

—No, no, Vikentiy Lvovich, ¿por qué me llamas escéptico? Por el contrario, ¿no te acuerdas?, este asunto, hace tiempo, me costó su buen dinero.

En efecto, cuando conocí a Weinstock, descubrí inmediatamente en él un rasgo afín, una propensión a las ideas obsesivas. Estaba convencido de que ciertas personas a las que él se refería, con un laconismo misterioso, como «agentes», lo vigilaban constantemente. Hacía alusión a la existencia de una «lista negra» en la que, según cabía suponer, aparecía su nombre. Yo solía tomarle el pelo, pero por dentro temblaba. Un día, me pareció extraño tropezar de nuevo con un hombre en el que había reparado por casualidad aquella misma mañana en el tranvía, un desagradable tipo rubio de mirada furtiva: y, ahora, allí estaba él, de pie en la esquina de mi calle y fingiendo leer el periódico. A partir de aquel momento empecé a sentirme intranquilo. Podía reprenderme a mí mismo y ridículizar mentalmente a Weinstock, pero no podía hacer nada con mi imaginación. Por la noche fantaseaba que alguien trepaba por la ventana. Finalmente me compré un revólver y me tranquilicé del todo. Era a este gasto (tanto más ridículo, ya que me habían revocado la licencia de armas de fuego) al que me refería.

—¿Para qué te va a servir un arma? —replicó—. Son astutos como el diablo. Sólo hay una defensa posible contra ellos: inteligencia. Mi organización...

De pronto me lanzó una mirada recelosa, como si hubiese hablado demasiado. En este instante tomé una decisión y expliqué, tratando de mantener un aire burlón, que me encontraba en una situación singular: no me quedaba nadie a quien pedir prestado, y, sin embargo, tenía que seguir viviendo y fumando; y mientras decía todo esto, no dejaba de recordar a un desconocido de mucha labia, al que le faltaba un incisivo, que en una ocasión se presentó a la madre de mis alumnos y, exactamente en el mismo tono burlón, contó que tenía que ir a Wiesbaden esa noche y que le faltaban exactamente noventa pfennigs.

—Bueno —dijo ella con calma—, puede usted guardarse su historia de Wiesbaden, pero quizás le dé veinte pfennigs. Más no puedo, puramente por una cuestión de principios.

Sin embargo, ahora, mientras me permitía esta yuxtaposición, no me sentía nada humillado. Desde el disparo —aquel disparo que, a mi juicio, había sido mortal– me había observado a mí mismo no tanto con simpatía como con curiosidad, y mi doloroso pasado —anterior al disparo– ahora me era ajeno. Esta conversación con Weinstock resultó ser el principio de una nueva vida para mí. Con respecto a mí mismo, ahora era un observador. Mi creencia en la naturaleza fantasmagórica de mi existencia me daba el derecho a ciertas diversiones.

Es tonto buscar una ley básica; todavía más tonto encontrarla. Un hombrecillo mezquino decide que todo el curso de la humanidad puede explicarse en términos de los signos del zodíaco, que giran insidiosamente, o como una lucha entre una barriga vacía y otra llena; contrata a un filisteo puntilloso para que actúe como secretario de Clío, e inicia un comercio al por mayor de épocas y masas; y, entonces, ay del individuum particular, con sus dos pobres ues, que grita desesperadamente en medio de la densa vegetación de causas económicas. Por suerte tales leyes no existen: un dolor de muelas puede costar una batalla, una llovizna cancelar una insurrección. Todo es fluido, todo depende del azar, y fueron en vano todos los esfuerzos de aquel burgués avinagrado con pantalones Victorianos a cuadros, autor de Das Kapital, fruto del insomnio y de la jaqueca. Hay un placer estimulante en mirar hacia el pasado y preguntarse: ¿Qué hubiera ocurrido si...? y sustituir un acontecimiento fortuito por otro, observando cómo de un momento gris, estéril, mediocre de nuestras vidas surge un acontecimiento maravilloso y halagüeño que en realidad no había logrado florecer. Algo misterioso, esta estructura ramificada de la vida: en cada instante pasado percibimos una bifurcación, un «así» y un «de otro modo», con innumerables zigzags deslumbrantes que se bifurcan contra el fondo oscuro del pasado.

Todas estas consideraciones simples sobre la naturaleza vacilante de la vida se me ocurren cuando pienso en la facilidad con que podría no haber alquilado nunca una habitación en la casa del número 5 de Peacock Street, o no haber conocido a Vanya y a su hermana, o a Román Bogdanovich, o a muchas otras personas con las que me encontré de repente, que empezaron a vivir al mismo tiempo, tan inesperada e insólitamente, a mi alrededor. Y, por otra parte, si después de mi salida espectral del hospital me hubiese instalado en una casa distinta, tal vez una felicidad inimaginable se hubiera convertido en mi interlocutor familiar... quién sabe... quién sabe...

Arriba, en el último piso, vivía una familia rusa. La conocí a través de Weinstock, de quien obtenían libros: otra estratagema fascinante por parte de la fantasía que gobierna la vida. Antes de realmente conocernos, solíamos encontrarnos en la escalera y nos cruzábamos miradas un tanto cautelosas, como suelen hacerlo los rusos en el extranjero. Reparé en Vanya inmediatamente e inmediatamente me dio un brinco el corazón; como cuando, en un sueño, entramos en una habitación a prueba de sueños y encontramos allí dentro, a disposición de nuestro sueño, a nuestra presa acorralada por el sueño. Tenía una hermana casada, Evgenia, una mujer joven con una preciosa cara cuadrada que hacía pensar en un bulldogbonachón y bastante hermoso. También estaba el corpulento marido de Evgenia. En una ocasión, en el vestíbulo de la planta baja, le sostuve la puerta y su mal pronunciado «gracias» en alemán ( danke) rimaba exactamente con el locativo de la palabra rusa por «banco»: donde, por cierto, trabajaba.

Con ellos vivía Marianna Nikolaevna, una parienta, y por las noches tenían invitados, casi siempre los mismos. Evgenia estaba considerada como la señora de la casa. Tenía un agradable sentido del humor; era ella quien había apodado «Vanya» a su hermana cuando ésta había pedido que la llamaran «Mona Vanna» (por la heroína de alguna obra de teatro), pues encontraba que el sonido de su verdadero nombre —Varvara– de algún modo hacía pensar en corpulencia y viruela. Tardé un poco en acostumbrarme a este diminutivo del masculino «Ivan»; pero paulatinamente adquirió para mí el matiz exacto que Vanya asociaba con los lánguidos nombres femeninos.

Las dos hermanas se parecían; la franca pesadez de bulldogde las facciones de la mayor era apenas perceptible en Vanya, pero de una manera distinta que prestaba significación y originalidad a la belleza de su rostro. Los ojos de las hermanas también eran parecidos: de un pardo negruzco, ligeramente asimétricos y un poquitín sesgados, con graciosos plieguecillos en los párpados oscuros. Los ojos de Vanya eran más opacos en el iris que los de Evgenia y, a diferencia de los de su hermana, eran algo miopes, como si su belleza los hiciera poco indicados para el uso cotidiano. Ambas muchachas eran morenas y se peinaban de la misma forma: una raya en medio y un moño grande y tirante a la altura de la nuca. Pero el cabello de la mayor no se afirmaba con la misma maravillosa suavidad y carecía de ese brillo cotizado. Quiero quitarme de encima a Evgenia, desembarazarme completamente de ella, para acabar así con la necesidad de comparar a las dos hermanas, y al mismo tiempo sé que, si no fuera por el parecido, el encanto de Vanya no sería tan completo. Sólo sus manos no eran elegantes: la palma pálida contrastaba demasiado con el dorso, que era muy rosado y de grandes nudillos, y había siempre manchitas blancas en las uñas redondas.

¿Cuánta más concentración se necesita, cuánta mayor intensidad ha de alcanzar nuestra mirada para que el cerebro pueda esclavizar la imagen visual de una persona? Allí están sentadas en el sofá; Evgenia lleva un vestido de terciopelo negro, y grandes cuentas adornan su blanco cuello; Vanya va vestida de carmesí, con pequeñas perlas en lugar de cuentas; sus ojos se entornan bajo las gruesas cejas negras; un toque de polvos no ha ocultado la ligera erupción sobre el ancho entrecejo. Las hermanas llevan idénticos zapatos nuevos y continuamente miran de reojo los pies de la otra: sin duda el mismo tipo de zapato no resulta tan bonito en el propio pie como en el de la otra. Marianna, una doctora rubia de voz autoritaria, les habla a Smurov y a Román Bogdanovich sobre los horrores de la reciente guerra civil en Rusia. Khrushchov, el marido de Evgenia, un caballero jovial con una gruesa nariz —que manipula continuamente, tirando de ella o agarrándose una aleta y tratando de retorcerla—, está de pie en la puerta que da a la otra habitación, hablando con Mukhin, un joven con quevedos. Están el uno frente al otro en el marco de la puerta, como dos atlantes.

Mukhin y el majestuoso Román Bogdanovich conocen a la familia desde hace tiempo, mientras que Smurov es relativamente un recién llegado, si bien apenas lo parece. Nadie podría percibir en él la timidez que hace que una persona se destaque tanto entre personas que se conocen bien y están ligadas por los ecos arraigados de bromas familiares y por un residuo alusivo de nombres de personas que para ellos están llenos de un significado especial, lo cual hace que el recién llegado se sienta como si el relato de la revista que ha empezado a leer en realidad hubiese empezado hacía mucho tiempo, en inasequibles números atrasados; y mientras escucha la conversación general, llena de referencias a incidentes desconocidos para él, el forastero guarda silencio y dirige la mirada al que está hablando y cuanto más rápidos son los intercambios, más móviles se vuelven sus ojos; pero pronto el mundo invisible que vive en las palabras de la gente que le rodea empieza a agobiarlo y se pregunta si no han tramado deliberadamente una conversación en la que él no entra. En el caso de Smurov, sin embargo, si bien de vez en cuando se sentía excluido, desde luego no lo mostraba. Debo decir que en aquellas primeras veladas me produjo una impresión más bien favorable. No era muy alto, pero sí bien proporcionado y apuesto. El sencillo traje negro y la negra corbata de lazo parecían insinuar, de forma reservada, un luto secreto. Su rostro, pálido y delgado, era juvenil, pero el observador perspicaz podía distinguir en él las huellas del dolor y de la experiencia. Sus modales eran excelentes. Una sonrisa tranquila, un tanto melancólica, permanecía en sus labios. Hablaba poco, pero todo lo que decía era inteligente u oportuno, y sus bromas, poco frecuentes, aunque demasiado sutiles para provocar carcajadas, parecían abrir una puerta oculta en la conversación, dejando entrar una inesperada frescura. Todo hacía pensar que a Vanya no podía dejar de gustarle inmediatamente a causa de esa noble y enigmática modestia, esa palidez de la frente y la delgadez de la mano... Ciertas cosas —por ejemplo la palabra blagodarstvuyte(«gracias»), pronunciada sin la habitual tendencia a comerse las letras, por completo, conservando así su aroma de consonantes– tenían forzosamente que revelar al observador perspicaz que Smurov pertenecía a la mejor sociedad de San Petersburgo.

Marianna se detuvo por un instante en su relato de los horrores de la guerra; finalmente se había dado cuenta de que Román Bogdanovich, un hombre solemne con barba, quería decir unas palabras, que retenía en la boca como un gran caramelo. Sin embargo, no tuvo suerte, porque Smurov fue más rápido.

—Cuando oigo hablar de «los horrores de la guerra» —dijo Smurov, citando incorrectamente con una sonrisa un famoso poema—, no lo siento «ni por el amigo, ni por la madre del amigo», sino por aquellos que nunca han estado en la guerra. Es difícil expresar en palabras el placer musical que produce el zumbido de las balas... O cuando vuelas a galope tendido para atacar...

—La guerra es siempre algo horrible —interrumpió bruscamente Marianna—. Probablemente me han educado de una forma distinta de la suya. Un ser humano que quita la vida a otro es siempre un asesino, tanto si es un verdugo como un oficial de caballería.

—Personalmente... —empezó Smurov, pero ella volvió a interrumpirle:

—El heroísmo militar es un vestigio del pasado. En mi ejercicio de la medicina he tenido muchas oportunidades de ver a personas que han sido mutiladas o que han visto sus vidas destruidas por la guerra. Hoy día la humanidad aspira a nuevos ideales. Nada hay más degradante que servir de carne de cañón. Tal vez una educación distinta...

—Personalmente... —dijo Smurov.

—Una educación distinta —prosiguió ella rápidamente– en lo que se refiere a ideas de humanitarismo e intereses de cultura general me hace mirar con ojos distintos de los suyos. Nunca he disparado furiosamente contra la gente ni he atravesado a nadie con una bayoneta. Puede estar usted completamente seguro de que encontrará más héroes entre mis colegas médicos que en el campo de batalla...

—Personalmente, yo... —dijo Smurov.

—Basta ya —dijo Marianna—. Me doy cuenta de que no vamos a convencernos el uno al otro. La discusión se ha terminado.

Siguió un breve silencio. Smurov permaneció tranquilamente sentado, removiendo el té. Sí, tiene que ser un antiguo oficial, un temerario a quien le gustaba jugar con la muerte y sólo por modestia no dice nada sobre sus aventuras.

—Lo que quería decir es esto —tronó Román Bogdanovich—: Usted, Marianna Nikolaevna, ha mencionado Constantinopla. Tenía allí un amigo íntimo entre el grupo de emigrados, un tal Kashmarin, con el que más tarde me peleé, un tipo sumamente bruto y de genio vivo, aunque se calmaba rápidamente y a su manera era amable. Por cierto, una vez le dio una paliza a un francés por celos que casi lo mata. Pues bien, me contó la siguiente anécdota. Da una idea de las costumbres turcas. Imaginen...

—¿Le dio una paliza? —interrumpió Smurov con una sonrisa—. Oh, muy bien. Eso es lo que me gusta...

—Casi lo mata —repitió Román Bogdanovich, y emprendió su narración.

Smurov asentía con la cabeza mientras escuchaba. Evidentemente era una persona que, tras su modestia y discreción, ocultaba un espíritu apasionado. Sin duda era capaz de despedazar a un tipo en un momento de ira y, en un momento de pasión, de llevar bajo su capa en una noche ventosa a una muchacha asustada y perfumada hasta una barca que espera con los escálamos enfundados, bajo una rodaja de luna de melón, como hacía alguien en la anécdota de Román Bogdanovich. Si Vanya era una conocedora de caracteres, tenía que haber advertido esto.

—Lo he escrito todo detalladamente en mi diario —concluyó complacido Román Bogdanovich, y tomó un sorbo de té.

Mukhin y Khrushchov volvieron a congelarse junto a sus respectivas jambas; Vanya y Evgenia se alisaron sus vestidos en dirección a las rodillas con un gesto idéntico; Marianna, sin ningún motivo aparente, clavó la mirada en Smurov, que estaba sentado con el perfil hacia ella y, fiel a la fórmula de tics varoniles, tensaba los músculos de la mandíbula bajo su poco amistosa mirada. El me gustaba. Sí, decididamente; y sentí que con cuanta más intensidad lo miraba Marianna, la culta doctora, más clara y armoniosa resultaba la imagen de un joven temerario con nervios de acero, pálido por las noches de insomnio pasadas en los barrancos de la estepa y en las estaciones de ferrocarril destrozadas por los proyectiles. Todo parecía ir bien.

Vikentiy Lvovich Weinstock, para quien Smurov trabajaba como dependiente (reemplazaba al inútil anciano), sabía menos de él que nadie. Había en la personalidad de Weinstock una atractiva veta de temeridad. Este es probablemente el motivo por el que empleó a alguien que no conocía bien. Sus sospechas exigían un alimento regular. Del mismo modo que hay personas normales y perfectamente decentes que inesperadamente resulta que tienen una pasión por coleccionar libélulas o grabados, Weinstock, nieto de un comerciante de chatarra e hijo de un anticuario, el ceremonioso, equilibrado Weinstock, que se había dedicado toda su vida al negocio de los libros, había construido para sí mismo un pequeño mundo separado. Allí, en la penumbra, tenían lugar misteriosos acontecimientos.

La India le despertaba un respeto mítico: era una de esas personas que, a la mención de Bombay, inevitablemente no imaginan a un funcionario británico enrojecido por el calor, sino a un faquir. Creía en los duendes y en las brujas, en los números mágicos y en el diablo, en el mal de ojo, en el poder secreto de los símbolos y los signos, y en los ídolos de bronce con el vientre desnudo. Por las noches, colocaba las manos, como un pianista petrificado, en una ligera mesita de tres patas. Esta empezaba a crujir suavemente, emitiendo chirridos como un grillo y, cobrando fuerzas, se levantaba por un lado y luego, torpe pero con energía, golpeaba una pata contra el suelo. Weinstock recitaba el alfabeto. La mesita lo seguía atentamente y golpeaba al son de las letras adecuadas. Llegaban mensajes de César, Mahoma, Pushkin, y de un primo muerto de Weinstock. A veces la mesa se portaba mal: se levantaba y permanecía suspendida en el aire, o bien atacaba a Weinstock y le daba topetadas en el estómago. Weinstock apaciguaba afablemente al espíritu, como un domador que juega con una bestia retozona; retrocedía hasta el otro extremo de la habitación, todo el tiempo con la punta de los dedos en la mesa que caminaba como un pato detrás de él. Para sus conversaciones con los muertos empleaba también una especie de platillo marcado y un artilugio extraño con un lápiz que salía por debajo. Las conversaciones eran registradas en una libreta especial. Un diálogo podía ser como sigue:

WEINSTOCK: —¿Ha encontrado el reposo?

LENIN: —Esto no es Baden-Baden.

WEINSTOCK: —¿Desea hablarme de la vida de ultratumba?

LENIN (tras una pausa): —Prefiero no hacerlo.

WEINSTOCK: —¿Por qué?

LENIN: —Tengo que esperar a que haya una reunión plenaria.

Se habían acumulado muchas de esas libretas y Weinstock solía decir que un día publicaría las conversaciones más importantes. Un fantasma muy divertido era un tal Abum, de origen desconocido, tonto y de mal gusto, que hacía de intermediario concertando entrevistas entre Weinstock y varias celebridades muertas. Trataba a Weinstock con vulgar familiaridad.

WEINSTOCK: —¿Quién sois, oh espíritu?

RESPUESTA: —Ivan Sergeyevich.

WEINSTOCK: —¿Cuál Ivan Sergeyevich?

RESPUESTA: —Turgeniev.

WEINSTOCK: —¿Sigues creando obras maestras?

RESPUESTA: —Idiota.

WEINSTOCK.: —¿Por qué insultarme?

RESPUESTA (sacudimiento de mesa): —¡Te he engañado! Soy Abum.

A veces, cuando Abum empezaba con sus payasadas, resultaba imposible desembarazarse de él durante toda la sesión de espiritismo. «Es malo como un mono», se quejaba Weinstock.

La compañera de Weinstock en estos juegos era una pequeña dama de cara sonrosada, cabello pelirrojo y manitas regordetas, que olía a goma de eucalipto y siempre estaba resfriada. Más tarde me enteré de que habían tenido una aventura amorosa durante largo tiempo, pero Weinstock, que en algunos aspectos era particularmente franco, jamás permitió que esto se le escapara. Se dirigían el uno al otro por sus nombres y patronímicos y se comportaban como si fuesen simplemente buenos amigos. Ella solía entrar de paso a la tienda y, mientras se calentaba junto a la estufa, leía una revista teosófica publicada en Riga. Alentaba a Weinstock en sus experimentos con el más allá y solía contar cómo periódicamente los muebles de su habitación empezaban a animarse, cómo una baraja volaba de un sitio a otro o se esparcía por el suelo y cómo en cierta ocasión la lámpara de cabecera brincó de la mesa y empezó a imitar a un perro que tira impaciente de su correa; finalmente saltó el enchufe, se oyó el ruido de alguien escapándose precipitadamente en la oscuridad y más tarde encontraron la lámpara en el vestíbulo, justo junto a la puerta de entrada. Weinstock solía decir que, por desgracia, no se le había concedido un «poder» real, que tenía los nervios tan flojos como tirantes viejos, mientras que los nervios de un médium eran prácticamente como las cuerdas de un arpa. Sin embargo, no creía en la materialización y era sólo como una curiosidad por lo que conservaba una foto, que le había dado un espiritista, en la que aparecía una mujer pálida y gordinflona, con los ojos cerrados, que vomitaba una masa fluida, como una nube.

Era aficionada a Edgar Poe y a Barbey d'Aurevilly, a las aventuras, los desenmascaramientos, los sueños proféticos y las sociedades secretas. La presencia de logias masónicas, clubs de suicidas, misas negras y especialmente agentes soviéticos enviados de «aquel lugar» (y qué elocuente y pavorosa era la entonación de ese «aquel lugar») para vigilar a algún infeliz emigrado, transformaban el Berlín de Weinstock en una ciudad de maravillas en medio de la cual se sentía perfectamente a sus anchas. Insinuaba que era miembro de una gran organización, supuestamente dedicada a desenmarañar y a rasgar los delicados hilos tejidos por cierta araña escarlata, que Weinstcok había hecho reproducir en una sortija de sello espantosamente llamativa que daba un no sé qué de exótico a su mano peluda.

—Están en todas partes —decía con calmada insinuación—. En todas partes. Si voy a una fiesta donde hay cinco, diez, tal vez veinte personas, entre ellas, puedes estar seguro, sí, sí, completamente seguro de que por lo menos hay un espía. Estoy hablando, pon por caso, con Ivan Ivanovich y, ¿quién puede jurar que se puede confiar en Ivan Ivanovich? O, pon por caso, tengo en mi despacho un hombre que trabaja para mí —cualquier tipo de despacho, no necesariamente esta librería (quiero evitar todo personalismo, ya me comprendes)—, y bien, ¿cómo puedo saber que no es un espía? Están en todas partes, repito, en todas partes... Voy a una fiesta, todos los invitados se conocen, y, sin embargo, no hay ninguna garantía de que este mismo modesto y educado Ivan Ivanovich no sea realmente... —Y Weinstock asintió significativamente.

Pronto empecé a sospechar que Weinstock, aunque con mucha cautela, estaba aludiendo a una persona concreta. En términos generales, cualquiera que charlara con él se iba con la impresión de que el blanco de Weinstock era bien el interlocutor de Weinstock, bien un amigo común. Lo más extraordinario de todo es que una vez —y Weinstock recordaba esta ocasión con orgullo– su instinto no lo había defraudado: una persona a la que conocía bastante bien, un tipo simpático, tranquilo, «honrado como Dios» (expresión de Weinstock), resultó ser en realidad un venenoso soplón soviético. Tengo la impresión de que sentiría menos dejar que se le escapara un espía que perder la oportunidad de insinuar al espía que él, Weinstock, lo había descubierto.

Aun cuando Smurov exhalase cierto aire de misterio, aun cuando su pasado pareciese más bien vago, ¿era posible que...? Lo veo, por ejemplo, detrás del mostrador con su pulcro traje negro, el pelo estirado, con su cara pálida y de rasgos definidos. Cuando entra un cliente, apoya cuidadosamente el cigarrillo sin acabar en el borde del cenicero y, frotándose las delgadas manos, presta cuidadosa atención a lo que necesita el comprador. A veces —sobre todo si se trata de una dama– sonríe ligeramente para expresar ya sea su condescendencia hacia los libros en general, o tal vez burlas a sí mismo en su papel de simple vendedor, y da valiosos consejos: éste vale la pena leerlo, mientras que éste es un poco pesado; aquí la eterna lucha de los sexos está descrita de forma muy entretenida y esta novela no es profunda pero sí muy chispeante, muy embriagadora, ya me entiende, como champán. Y la dama que ha comprado el libro, la dama con los labios pintados y con un abrigo de pieles negro, se lleva una imagen fascinante: aquellas manos delicadas que recogen los libros con cierta torpeza, aquella voz apagada, aquel esbozo de sonrisa, aquellos modales admirables. Sin embargo, en casa de los Khrushchov, Smurov empezaba ya a causar en alguien una impresión algo distinta.

La vida de esta familia en el número 5 de Peacock Street era excepcionalmente feliz. El padre de Evgenia y Vanya, que pasaba gran parte del año en Londres, les mandaba cheques generosos y, además, Khrushchov ganaba mucho dinero. Sin embargo, lo importante no era esto: incluso si no hubieran tenido un céntimo, nada hubiera cambiado. Las hermanas habrían estado envueltas en la misma brisa de felicidad, procedente de una dirección desconocida pero que podía sentir incluso el más melancólico y más insensible de los visitantes. Era como si hubiesen emprendido un alegre viaje: este piso alto parecía deslizarse como una aeronave. No se podía localizar exactamente el origen de aquella felicidad. Yo miraba a Vanya y empezaba a pensar que había descubierto el origen... Su felicidad no hablaba. A veces, de pronto hacía una pregunta breve y, una vez recibida la respuesta, inmediatamente callaba de nuevo, mirándoles fijamente con sus ojos asombrados, hermosos y miopes.


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