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Morfina
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Текст книги "Morfina"


Автор книги: Mijaíl Bulgákov



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«... ¿Y si trajeran a una mujer con complicaciones de parto? ¿O, supongamos, a un enfermo con la hernia estrangulada? ¿Qué haría yo en ese caso? Aconsejadme, por favor. Hace cuarenta y ocho días que terminé la facultad con sobresaliente, pero el sobresaliente es una cosa y la hernia otra. En una ocasión vi cómo un profesor realizaba una operación de hernia estrangulada. El operaba y yo estaba sentado en el anfiteatro. Eso fue todo...»

Cada vez que pensaba en la hernia, un escalofrío me recorría la columna vertebral. Cada noche, después de tomar el té, me sentaba en una misma postura: bajo mi brazo izquierdo, estaban todos los manuales de cirugía obstétrica, y encima de ellos, el pequeño Doderlein. A la derecha, unos diez tomos diversos de cirugía práctica, ilustrados. Yo me lamentaba, fumaba, tomaba un té negro y frío...

Me quedé dormido; recuerdo perfectamente esa noche, la del 29 de noviembre. Me despertó un estruendo en la puerta. Cinco minutos más tarde, mientras me ponía los pantalones, no lograba apartar mis ojos implorantes de los divinos libros de cirugía práctica. Oí el crujir de los patines de un trineo en el patio: mis oídos se habían vuelto extremadamente sensibles. Resultó, quizá, algo peor aún que una hernia o que la posición transversal de un bebé: al hospital de Nikólskoie, a las once de la noche, trajeron a una niña. La enfermera dijo con voz sorda:

—Es una niña débil, se está muriendo... Doctor, venga al hospital...

Recuerdo que atravesé el patio y me dirigí hacia la lámpara de petróleo que estaba junto a la entrada del hospital y, como hechizado, no conseguía apartar la vista de la luz parpadeante. La recepción ya estaba iluminada y toda la plantilla de ayudantes me esperaba con las batas puestas. Eran: el enfermero Demián Lukich, un hombre todavía joven pero muy eficiente, y dos experimentadas comadronas, Ana Nikoláievna y Pelagueia Ivánovna. Yo no era más que un médico de veinticuatro años que se había graduado dos meses atrás y que había sido designado para dirigir el hospital de Nikólskoie.

El enfermero abrió solemnemente la puerta y apareció la madre. Entró apresuradamente, patinando sobre sus botas de fieltro; la nieve aún no se había derretido en su pañuelo. Llevaba en sus brazos un envoltorio que acompasadamente emitía silbidos y respiraba produciendo un sonido sordo. El rostro de la madre, que lloraba en silencio, estaba demudado. Cuando la mujer se quitó la pelliza y el pañuelo y abrió el envoltorio, vi a una niña de unos tres años. La observé y por un momento me olvidé de la cirugía, la soledad, el inútil bagaje universitario; me olvidé definitivamente de todo a causa de la belleza de la niña. ¿Con qué se podía comparar? Sólo en las cajas de bombones dibujan niños así, con rizos naturales en el cabello, formando grandes bucles del color del trigo maduro. Los ojos azules, enormes; las mejillas como las de una muñeca. Así dibujaban a los ángeles. Pero una extraña turbación anidaba en el fondo de sus ojos y comprendí que era miedo: la niña se asfixiaba. «Morirá dentro de una hora», pensé con absoluta convicción, y mi corazón se contrajo dolorosamente...

Cada vez que la niña respiraba, en su garganta se formaban pequeños hoyuelos, las venas se hinchaban y el rostro pasaba de un tono rosado a uno ligeramente liláceo. De inmediato comprendí y valoré ese cambio de color. Enseguida me di cuenta de lo que se trataba; mi primer diagnóstico fue exacto y, lo más importante, coincidió con el de las comadronas, que tenían mucha experiencia: «La niña tiene garrotillo diftérico, la garganta ya está cubierta de falsas membranas y pronto se cerrará completamente...»

—¿Cuántos días lleva enferma la niña? —pregunté en medio del atento silencio de mi personal.

—Es el quinto día, el quinto —dijo la madre, y me miró profundamente con sus ojos secos.

—Garrotillo diftérico —dije entre dientes al enfermero, y a la madre le dije—: ¿En qué estabas pensando? ¿Eh? ¿En qué estabas pensando?

En ese momento se oyó detrás de mí una voz llorona:

—¡El quinto, padrecito, el quinto!

Me volví y vi a la abuela de cara redonda, con la cabeza cubierta por un pañuelo. «Sería magnífico que estas abuelas no existieran en el mundo», pensé con un lóbrego presentimiento del peligro, y dije:

—Tú, abuela, cállate; estorbas. —A la madre le repetí—: ¿En qué pensabas? ¡El quinto día! ¿Eh?

De pronto la madre, con un movimiento de autómata, entregó la niña a la abuela y se arrodilló delante de mí.

—Dale unas gotas a la niña —dijo, y golpeó el suelo con su frente—, me ahorcaré si se muere.

—Levántate inmediatamente —le contesté—, de lo contrario no hablaré contigo.

La madre se levantó rápidamente, recibió a la niña que le entregaba la abuela y comenzó a mecerla en sus brazos. La abuela se puso a rezar en dirección a la puerta, mientras la niña continuaba respirando con un silbido de serpiente. El enfermero dijo:

—Siempre hacen lo mismo. El pueblo. —Y al decir esto sus bigotes se torcieron hacia un costado.

—¿Quiere decir que la niña morirá? —preguntó la madre mirándome con negra furia, o al menos así lo percibí yo entonces...

—Morirá —dije en voz baja y con firmeza.

La abuela inmediatamente cogió el borde de su falda y comenzó a secarse con él los ojos. La madre me suplicó con voz abatida:

—¡Dale algo, ayúdala! ¡Dale unas gotas!

Ya veía con claridad lo que me esperaba. Me mantuve firme.

—¿Qué gotas le voy a dar? Aconséjame tú. La niña se está asfixiando, la garganta se ha cerrado. Durante cinco días seguidos has descuidado a tu hija a quince verstas de donde yo estoy. Ahora, ¿qué quieres que haga?

—Tú lo sabrás mejor, padrecito —comenzó a lloriquear la abuela en mi hombro izquierdo, con voz afectada. ¡Cómo la odié en ese momento!

—¡Cállate! —le dije. Me dirigí al enfermero y le ordené que cogiera a la niña. La madre entregó la niña a la comadrona. La niña comenzó a agitarse y quería, por lo visto, gritar, pero la voz ya no salía de su garganta. La madre quiso defenderla, pero la apartamos; entonces pude examinar, a la luz de la lámpara de petróleo, la garganta de la niña. Nunca hasta entonces me había enfrentado con la difteria, salvo en algunos casos leves que había aliviado rápidamente. En la garganta había algo que bullía, algo blanco, desgarrado. La niña de pronto espiró y me escupió en la cara, pero yo, ocupado como estaba por mis pensamientos, no me preocupé por mis ojos.

—Mira —dije, sorprendiéndome por mi tranquilidad—, el asunto es el siguiente. Ya es demasiado tarde. La niña se está muriendo. Sólo hay una cosa que podría ayudarla: una operación.

Yo mismo me horroricé. ¿Para qué lo habría dicho? Pero no podía dejar de decirlo. «¿Y si aceptan?», pasó fugazmente por mi cabeza.

—¿Cómo una operación? —preguntó la madre.

—Es necesario hacerle un corte en la parte inferior de la garganta e introducir un tubito de plata, para dar a la niña la posibilidad de respirar; así quizá podamos salvarla —le expliqué.

La madre me miró como a un loco y protegió a la niña con sus brazos mientras la abuela se ponía a refunfuñar de nuevo:

—¡No! ¡No dejes que la operen! ¡No! ¡¿Cortarle la garganta?!

—¡Lárgate, abuela! —le dije con odio—. ¡Inyéctele alcanfor! —ordené al enfermero.

La madre no quiso entregar a la niña cuando vio la jeringuilla, pero le explicamos que la inyección no era nada terrible.

—¿Quizá eso la ayudará? —preguntó la madre.

—No, no la ayudará en absoluto.

Entonces la madre se echó a llorar.

—Basta —le dije. Saqué mi reloj y añadí—: Os doy cinco minutos para pensarlo. Si no estáis de acuerdo dentro de cinco minutos, yo ya no haré nada.

—¡No estoy de acuerdo! —dijo tajantemente la madre.

—¡No damos nuestro consentimiento! —añadió la abuela.

—Bueno, como queráis —añadí con voz sorda, y pensé: «¡Bien, esto es todo! Mejor para mí. Yo lo he dicho, lo he propuesto; los ojos asombrados de las comadronas son testigos. Ellas no han aceptado y yo estoy salvado.» No acababa de pensarlo cuando una voz ajena salió de mi interior:

—¿Os habéis vuelto locas? ¿Cómo que no estáis de acuerdo? Mataréis a la niña. Aceptad. ¿No os da lástima?

—¡No! —gritó nuevamente la madre.

En mi interior pensaba: «¿Qué estoy haciendo? Voy a degollar a la niña.» Pero decía otra cosa.

—¡Pronto, pronto, aceptad! ¡Aceptad! Ya se le están poniendo azules las uñas.

—¡No! ¡No!

—Está bien, acompáñenlas a la sala; que se queden allí.

Las llevaron por el corredor casi a oscuras. Yo oía el llanto de las mujeres y el silbido de la niña. El enfermero regresó enseguida y dijo:

—¡Aceptan!

En mi interior todo se petrificó, pero dije con claridad:

—¡Esterilicen de inmediato el bisturí, las tijeras, las grapas, la sonda!

Un minuto más tarde, atravesaba a toda velocidad el patio donde la tormenta de nieve, como un demonio, volaba y chocaba contra las casas. Entré corriendo en mi gabinete y, contando los minutos, cogí un libro, lo hojeé y encontré una ilustración que representaba una traqueotomía. En ella todo era sencillo y claro: la garganta estaba abierta y el bisturí clavado en la tráquea. Me puse a leer el texto, pero no comprendía nada, las palabras parecían brincar ante mis ojos. Jamás había visto cómo se hace una traqueotomía. «¡Eh!, ahora ya es tarde», pensé, y miré con melancolía la luz azulada y la ilustración del libro; sentí que había caído sobre mí un asunto terrible y difícil y regresé al hospital sin percatarme de la tormenta.

En la recepción, una sombra con falda redonda se pegó a mí y una voz comenzó a lloriquear:

—Padrecito, ¿qué es eso de que vas a cortarle la garganta a la niña? ¿Acaso se puede pensar siquiera en algo así? Ella es una tonta, por eso ha aceptado. Pero yo no te doy mi consentimiento, no. Estoy de acuerdo en que le recetes unas gotas, pero no permitiré que le cortes la garganta.

—¡Saquen de aquí a esta mujer! —grité, y en mi acaloramiento añadí—: ¡La tonta eres tú! ¡Tú! ¡Ella no, ella es inteligente! ¡Además, a ti nadie te ha preguntado nada! ¡Sáquenla de aquí!

La comadrona abrazó firmemente a la abuela y la empujó fuera de la sala.

—¡Listo! —dijo de pronto el enfermero.

Entramos en la pequeña sala de operaciones y yo, como a través de una cortina, observé los brillantes instrumentos, la cegadora luz de la lámpara, el hule... Salí por última vez a donde estaba la madre, de cuyos brazos apenas lograron arrancar a la niña. Oí una voz ronca que decía: «Mi marido no está. Está en la ciudad. ¡Cuando regrese y se entere de lo que he hecho, me matará!»

—La matará —repitió la abuela, mirándome horrorizada.

—¡No las dejen entrar en la sala de operaciones! —ordené.

Nos quedamos solos en la sala de operaciones. El personal, Lidka (la niña) y yo. La niña estaba desnuda. La habían sentado sobre la mesa. Lloraba en silencio.

Luego la acostaron, la sujetaron, le limpiaron la garganta y la untaron con yodo. Yo tomé con decisión el bisturí, pero pensaba: «¿Qué estoy haciendo?» Había un profundo silencio en la sala de operaciones. Tomé el bisturí e hice una línea vertical por la regordeta garganta blanca. No salió ni una gota de sangre. Por segunda vez pasé el bisturí por la franja blanca que había aparecido en la piel, que se había separado. Ni una gota nuevamente. Despacio, intentando recordar ciertos dibujos de los atlas, comencé con ayuda de una sonda roma a separar los delgados tejidos. Entonces, de la parte inferior del corte brotó una sangre oscura que inundó de inmediato la herida y comenzó a correr por el cuello. El enfermero la secaba con tampones, pero la sangre no dejaba de correr. Recordando todo lo que había visto en la universidad, comencé a apretar con pinzas los bordes de la herida, pero no obtuve ningún resultado. Sentí frío y mi frente se humedeció. Me arrepentí profundamente de haber ingresado en la facultad de medicina, de haber aceptado venir a este remoto lugar. Con furiosa desesperación metí una pinza al azar en alguna parte próxima a la herida, la cerré y la sangre inmediatamente dejó de correr. Absorbimos la sangre de la herida con bolas de gasa y sólo entonces la herida se me presentó limpia, pero completamente incomprensible. La tráquea no estaba en ninguna parte. Mi herida no tenía nada que ver con ninguna de las ilustraciones de los libros. Pasaron todavía dos o tres minutos durante los cuales, de un modo mecánico y totalmente incoherente, estuve hurgando en la herida, unas veces con el bisturí y otras con la sonda, en busca de la tráquea. Al final del segundo minuto comencé a desesperarme. «Es el fin —pensé—, ¿para qué habré hecho esto? Podía no haber propuesto la operación y Lidka habría muerto tranquilamente en su habitación, mientras que ahora morirá con la garganta desgarrada y nunca, jamás, podré demostrar que de todas formas habría muerto, que yo no podía perjudicarla...» La comadrona secó en silencio mi frente. «Dejar el bisturí y decir: no sé qué hacer ahora», pensé, e inmediatamente me imaginé los ojos de la madre. De nuevo levanté el bisturí y, sin sentido alguno, corté profunda y bruscamente a Lidka. Los tejidos se separaron e inesperadamente apareció ante mis ojos la tráquea.

—¡Los ganchos! —dije con voz ronca.

El enfermero me los dio. Introduje un gancho en un lado de la herida y el segundo en el otro y le di uno de ellos al enfermero. En ese momento sólo veía una cosa: los anillos grisáceos de la tráquea. Hundí el afilado bisturí en la tráquea y me quedé inmóvil. La tráquea comenzó a salirse de la herida: el enfermero, pensé, se ha vuelto loco, ha comenzado a extraer la tráquea. Las dos comadronas gritaron detrás de mí. Levanté los ojos y comprendí lo que ocurría: el enfermero se estaba desmayando por el calor y, sin soltar el gancho, rompía la tráquea. «Todo está en mi contra, es el destino —pensé—, ahora sí que hemos degollado a Lidka. —Y me dije—: En cuanto llegue a casa me pegaré un tiro...» En ese instante, la comadrona principal, que por lo visto tenía mucha experiencia, se lanzó de un modo rapaz hacia el enfermero y cogió el gancho que éste sostenía; luego me dijo con los dientes apretados:

—Continúe, doctor...

El enfermero cayó ruidosamente, dándose un golpe, pero nosotros no le miramos siquiera. Introduje el bisturí en la tráquea y luego metí en ella un tubito de plata. El tubo entró con facilidad, pero Lidka permaneció inmóvil. El aire no había entrado en su garganta, como debiera haber ocurrido. Respiré profundamente y me detuve: no tenía nada más que hacer. Sólo quería pedirle perdón a alguien, arrepentirme de mi ligereza, de haber ingresado en la facultad de medicina. Reinaba el silencio. Yo veía cómo Lidka se ponía cada vez más azulada. Quería abandonarlo todo y echarme a llorar. De pronto Lidka se estremeció de un modo extraño, arrojó como una fuente los sucios coágulos a través del tubo y el aire, con un silbido, entró en su garganta. La niña respiró y comenzó a llorar fuertemente. En ese instante el enfermero se levantó, pálido y sudoroso, miró alelado y horrorizado la garganta abierta y se puso a ayudarme a coserla.

A pesar del cansancio y del velo del sudor que me cubría los ojos, vi los rostros felices de las comadronas. Una de ellas me dijo:

—Ha realizado brillantemente la operación, doctor.

Pensé que se estaba burlando de mí y la miré con aire sombrío de reojo. Luego se abrieron las puertas y penetró el aire fresco. Sacaron a Lidka envuelta en una sábana. De inmediato, en la puerta, se presentó la madre. Sus ojos parecían los de una fiera salvaje. Me preguntó:

—¿Y bien?

Cuando oí el tono de su voz el sudor me recorrió la espalda, y sólo entonces me di cuenta de lo que habría ocurrido si Lidka hubiera muerto en la mesa de operaciones. Pero le contesté con una voz muy serena:

—Tranquila. Vive y seguirá viva. Eso espero. Sólo que mientras no le saquemos el tubito no podrá pronunciar ni una palabra, así que no os asustéis.

Entonces la abuela salió de debajo de la tierra y se santiguó en dirección al pomo de la puerta, hacia mí, hacia el techo. Pero yo ya no me enfadaba con ella. Me volví y ordené que le inyectaran alcanfor a Lidka y que por turnos hicieran guardia junto a ella. Luego me fui a mi apartamento. Recuerdo que la luz azulada ardía en mi gabinete. Allí estaba el Doderlein, había libros esparcidos. Me acerqué al diván, me acosté vestido e inmediatamente dejé de ver cualquier cosa. Me quedé dormido y ni siquiera soñé.

Pasó un mes, otro. Yo había visto ya muchas cosas y algunas más terribles que la garganta de Lidka. Incluso la había olvidado. Estábamos rodeados de nieve y la consulta crecía de día en día. En una ocasión, ya al año siguiente, entró en mi consultorio una mujer llevando de la mano a una niña exageradamente abrigada. Los ojos de la mujer brillaban. La miré con atención y la reconocí.

—¡Ah, Lidka! ¿Cómo está la niña?

—Bien.

Dejamos al descubierto la garganta de Lidka. La niña se resistía, tenía miedo. Por fin logré levantarle el mentón y examinarla. En su cuello rosado había una cicatriz vertical de color marrón y dos cicatrices transversales delgadas, las de las costuras.

—Todo está en orden —dije—, podéis dejar de venir.

—Se lo agradezco doctor, muchas gracias —dijo la madre, y ordenó a Lidka—: ¡Dale las gracias al señor!

Pero Lidka no tenía deseos de decirme nada.

No volví a verla nunca más. Comencé a olvidarla. Mi consulta seguía creciendo. Y llegó el día en que recibí a ciento diez personas. Habíamos comenzado a las nueve de la mañana y terminamos a las ocho de la noche. Yo, tambaleándome, me quité la bata. La comadrona principal me dijo:

—Tal cantidad de pacientes debe agradecérsela a la traqueotomía. ¿Sabe lo que dicen en las aldeas? Que a Lidka, en lugar de su garganta, usted le puso una de acero y se la cosió. Viajan especialmente a la aldea donde vive la niña para verla. Ya tiene usted fama, doctor, le felicito.

—¿De modo que creen que vive con la garganta de acero? —pregunté.

—Sí, eso creen. Usted, doctor, es excelente. ¡Es un encanto ver la sangre fría con que opera!

—Sí... Yo, sabe usted, jamás me pongo nervioso —dije sin saber por qué, pero era tanto mi cansancio que ni siquiera pude avergonzarme, simplemente volví la vista hacia otro lado. Me despedí y me dirigí a mi apartamento. Caía una nieve gruesa que lo cubría todo; el farol ardía y mi casa estaba solitaria, tranquila y grave. Y yo, en el camino, sólo deseaba una cosa: dormir.


1925


Bautismo de fuego



Rápidamente pasaron los días en el hospital de N. y yo comencé poco a poco a acostumbrarme a mi nueva vida.

En las aldeas continuaban agramando el lino, los caminos seguían estando intransitables y a la consulta no venían más de cinco personas cada día. Las noches las tenía completamente libres y las dedicaba a poner en orden la biblioteca, a leer los manuales de cirugía y a tomar té, larga y solitariamente, junto al samovar.

La lluvia caía durante días y noches enteras y las gotas golpeaban inexorablemente el techo; el agua caía con gran fuerza bajo la ventana y resbalaba por el canalón hacia un cubo. El patio estaba cubierto de fango, de niebla, de una negra penumbra en la cual, como manchas opacas y difusas, se iluminaban las ventanas de la casita del enfermero y la lámpara de petróleo del portón.

Una de aquellas noches estaba yo sentado en mi gabinete y estudiaba un atlas de anatomía topográfica. A mi alrededor había un completo silencio, interrumpido de vez en cuando por el roer de los ratones detrás del aparador del comedor.

Estuve leyendo hasta que mis párpados, ya pesados, comenzaron a cerrarse. Finalmente bostecé, dejé a un lado el atlas y decidí acostarme. Me estiré y, saboreando por anticipado un sueño pacífico, acompañado por el ruido y el golpeteo de la lluvia, me dirigí a mi dormitorio, me desvestí y me acosté.

No había tenido siquiera tiempo de rozar la almohada cuando, delante de mí, en la penumbra soñolienta, apareció el rostro de Ana Prójorova, de diecisiete años, de la aldea Tóropovo. A Ana Prójorova había que extraerle un diente. El enfermero Demián Lukich se deslizó suavemente con unas brillantes tenazas en las manos. Recordé cómo decía «aquesto» en lugar de «esto», llevado por el amor que profesaba al estilo elevado. Sonreí y me quedé dormido.

Sin embargo, no había pasado media hora cuando me desperté de repente, como si me hubieran dado un tirón; me senté y, examinando con temor la oscuridad, me puse a escuchar con atención.

Alguien golpeaba con fuerza e insistencia la puerta exterior y desde un primer momento presentí que aquellos golpes eran de mal agüero.

Llamaban a mi apartamento.

Los golpes cesaron, resonó el cerrojo; se oyó la voz de la cocinera y, en respuesta, una voz poco clara; luego alguien subió por la escalera, provocando chirridos, entró silenciosamente en el gabinete y llamó en mi dormitorio.

—¿Quién es?

—Soy yo —me respondió un respetuoso susurro—, yo, Axinia, la enfermera.

—¿De qué se trata?

—Ana Nikoláievna me envía a buscarle, pide que vaya enseguida al hospital.

—¿Qué ha sucedido? —pregunté, y sentí que el corazón me daba un vuelco.

—Han traído a una mujer de Dúltsevo. Tiene complicaciones con el parto.

«Ya está. Ya comenzamos —cruzó por mi cabeza, mientras trataba inútilmente de meter mis pies en las zapatillas—. ¡Ah, diablos! Las cerillas no encienden. Bien, tarde o temprano tenía que suceder. No podía pasarme toda la vida con las laringitis y los catarros estomacales.»

—Está bien. ¡Vete y dile que ahora mismo iré! —grité, y me levanté de la cama. Detrás de la puerta se oyeron los pasos de Axinia y de nuevo resonó el cerrojo. El sueño desapareció en un instante. Con dedos temblorosos encendí la lámpara apresuradamente y comencé a vestirme. Las once y media... ¿Qué complicaciones con el parto tendría aquella mujer? Hmm..., posición incorrecta..., pelvis estrecha... O quizá alguna cosa peor. Tal vez tendré que utilizar los fórceps. ¿No sería mejor enviarla directamente a la ciudad? ¡Impensable! «¡Qué doctor tan bueno!», dirían todos. Y además, no tengo derecho a hacerlo. No, tengo que hacerlo yo mismo. ¿Hacer qué? El diablo lo sabe. Será una tragedia si me confundo, una vergüenza ante las comadronas. Aunque primero es necesario ver de qué se trata; no vale la pena inquietarse antes de tiempo...

Me vestí, me puse el abrigo y, confiando mentalmente en que todo saldría bien, corrí bajo la lluvia hacia el hospital, pisando sobre tablones que al hundirse hacían saltar el agua del patio. En la semioscuridad se distinguía, junto a la entrada, una carreta; el caballo golpeaba con sus cascos las tablas podridas.

—¿Usted ha traído a la parturienta? —pregunté a la figura que se movía junto al caballo.

—Yo... sí, yo, padrecito —contestó lastimeramente una voz de mujer.

En el hospital, pese a lo avanzado de la hora, había agitación. En la recepción ardía, parpadeante, una lámpara de petróleo. Por el angosto corredor que conducía a la sección de maternidad, Axinia pasó rápidamente junto a mí, llevando una palangana. Detrás de la puerta se oyó de pronto un débil gemido que cesó inmediatamente. Abrí la puerta y entré en la sala de partos. La pequeña habitación blanqueada estaba intensamente iluminada por la lámpara del techo. En la cama, junto a la mesa de operaciones, yacía una mujer joven, cubierta hasta el mentón por una manta. Su rostro estaba desfigurado por una mueca de dolor y húmedos mechones de pelo se le habían pegado a la frente. Ana Nikoláievna, con un termómetro en la mano, preparaba una solución en un recipiente, mientras la segunda comadrona, Pelagueia Ivánovna, sacaba sábanas limpias del armario. El enfermero, apoyado contra la pared, estaba en pose de Napoleón. Al verme, todos se animaron. La parturienta abrió los ojos, se estrujó las manos y de nuevo gimió lastimeramente.

—¿Qué ocurre? —pregunté, y yo mismo me asombré del tono de mi voz. Hasta tal punto era seguro y tranquilo.

—Posición transversal —contestó rápidamente Ana Nikoláievna, mientras continuaba echando agua en la solución.

—Bien —dije alargando las sílabas y frunciendo el entrecejo—; bien, veamos...

—¡El doctor tiene que lavarse las manos! ¡Axinia! —gritó de inmediato Ana Nikoláievna. Su rostro había adquirido una expresión seria y solemne.

Mientras corría el agua y me quitaba la espuma de las manos enrojecidas por el cepillo, hacía preguntas poco importantes a Ana Nikoláievna, como por ejemplo cuándo habían traído a la parturienta y de dónde venía...

La mano de Pelagueia Ivánovna levantó la manta y yo, sentándome al borde de la cama y tocándola suavemente, comencé a palpar el vientre hinchado. La mujer gemía, se estiraba, crispaba los dedos, arrugaba la sábana.

—Tranquila, tranquila..., aguanta —le dije, mientras apoyaba cuidadosamente las manos sobre su piel estirada, ardiente y seca.

En realidad, después de que la experimentada Ana Nikoláievna me había sugerido de qué se trataba, este examen no era necesario. Por más que continuara examinándola, no sabría más que Ana Nikoláievna. Su diagnóstico era, por supuesto, correcto. Posición transversal. Era evidente. Bien, ¿y después?

Frunciendo el entrecejo, continué palpando el vientre por todos lados y de reojo observaba los rostros de las comadronas. Estaban concentradas y serias y en sus ojos leí aprobación a lo que yo hacía. En efecto, mis movimientos eran seguros y correctos; intentaba ocultar mi intranquilidad en lo más recóndito de mi ser y no demostrarla de ninguna manera.

—Bien —dije tras un suspiro, y me levanté de la cama, ya que por fuera no se podía ver nada más—, hagamos la exploración interna.

La aprobación apareció de nuevo en los ojos de Ana Nikoláievna.

—¡Axinia!

De nuevo corrió el agua.

«¡Eh, si pudiera leer ahora el Doderlein!», pensé tristemente mientras me enjabonaba las manos. Pero era imposible hacerlo en ese momento. Además, ¿cómo me podría ayudar en aquel momento Doderlein? Me quité la espesa espuma y me unté los dedos con yodo. La sábana limpia crujió bajo las manos de Pelagueia Ivánovna. Inclinándome hacia la parturienta comencé tímida y cuidadosamente a realizar la exploración interna. En mi memoria surgió de manera espontánea la imagen de la sala de operaciones de la maternidad. Lámparas eléctricas que ardían intensamente dentro de globos opacos, un brillante suelo de baldosas, el instrumental y los grifos que relucían por todas partes. El asistente, con una bata blanca como la nieve, manipulaba sobre la parturienta; a su alrededor estaban tres ayudantes, los médicos practicantes y una multitud de estudiantes. Todo estaba bien, era luminoso y sin peligro.

Aquí, en cambio, estoy completamente solo y tengo en mis manos a una mujer que sufre; yo respondo por ella. Pero no sé cómo ayudarla pues sólo he visto de cerca un parto dos veces en mi vida. En este momento estoy realizando una exploración, pero eso no me hace sentir ningún alivio a mí ni a la parturienta; no entiendo absolutamente nada ni consigo palpar nada en su interior.

Pero había llegado el momento de decidirse a hacer algo.

—Posición transversal... como se trata de una posición transversal, entonces es necesario... es necesario hacer...

—Un viraje sobre la piernecita —no pudo contenerse y dijo, como para sí misma, Ana Nikoláievna.

Un médico viejo y experimentado la habría mirado con desaprobación por entrometerse y adelantarse con sus conclusiones... Yo, en cambio, no soy una persona que se ofenda con facilidad.

—Sí —confirmé significativamente—, un viraje sobre la piernecita.

Y entonces desfilaron con rapidez ante mis ojos las páginas de Doderlein. Viraje directo..., viraje combinado..., viraje indirecto...

Páginas, páginas... y en ellas dibujos. La pelvis, bebés torcidos, asfixiados, con enormes cabezas..., una manita que cuelga y en ella un lazo.

Hacía poco tiempo que había leído el libro. Y además, lo había subrayado, reflexionando atentamente sobre cada palabra, imaginándome la correlación de las partes y todos los métodos. Al leerlo, me parecía que el texto quedaría para siempre impreso en mi cerebro.

Pero ahora, de entre todo lo leído, sólo surgía una frase:

«La posición transversal es una posición absolutamente desfavorable.»

Lo cierto, cierto. Absolutamente desfavorable tanto para la mujer que va a parir como para el médico que ha terminado la universidad sólo seis meses atrás.

—Está bien..., lo haremos —dije incorporándome.

El rostro de Ana Nikoláievna se animó.

—Demián Lukich —se dirigió al enfermero—, prepare el cloroformo.

¡Fue magnífico que lo dijera porque en ese momento yo no estaba seguro de si la operación debía realizarse con anestesia o sin ella! Por supuesto que con anestesia. ¡Acaso podía ser de otra manera!

Pero de cualquier forma tenía que consultar el Doderlein...

Me lavé las manos y dije:

—Bien..., prepárenla para la anestesia, colóquenla en la mesa. Ahora vuelvo, voy a casa a buscar mis cigarrillos.

—Está bien, doctor, está bien, hay tiempo —contestó Ana Nikoláievna.

Me sequé las manos, la enfermera me echó el abrigo sobre los hombros y, sin meter los brazos en las mangas, corrí a casa.

Una vez en mi gabinete encendí la lámpara y, olvidando quitarme el gorro, me lancé hacia la estantería.

Allí estaba: Doderlein. Operaciones en obstetricia. Comencé a pasar rápidamente las lustrosas páginas.

«...el viraje representa siempre una operación peligrosa para la madre...»

Un escalofrío recorrió mi espalda a todo lo largo de la columna vertebral.

«...el peligro principal radica en la posibilidad de un desgarramiento espontáneo del útero...»

Es-pon-tá-ne-o.

«...si el partero al introducir la mano en el útero, como consecuencia de la falta de espacio o por la influencia de la reducción de las paredes del útero, encuentra dificultades para llegar hasta la pierna, debe renunciar a intentos posteriores de realizar el viraje...»

Bien. Si por algún milagro llegara a ser capaz de determinar esas «dificultades» y de renunciar a «intentos posteriores», ¿qué haría con esa mujer anestesiada de la aldea de Dúltsevo?

Más adelante:

«...se prohibe terminantemente tratar de llegar hasta las piernas a lo largo de la espalda del feto...»

Lo tomaremos en cuenta.

«...sujetar la pierna que está arriba se considera un error, ya que al hacerlo el feto puede girar sobre su propio eje, lo que puede originar un grave encajamiento del feto y puede conducir a las más tristes consecuencias...»


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