Текст книги "Morfina"
Автор книги: Mijaíl Bulgákov
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Классическая проза
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Así pues, durante el invierno de 1917, después de haber sido trasladado de un lugar perdido entre las tormentas de nieve a la capital del distrito, fui feliz.
II
Pasó rápidamente un mes, después un segundo y luego un tercero; terminó el año 1917 y pasó volando febrero de 1918. Me había acostumbrado a mi nueva situación y poco a poco comencé a olvidar aquel lejano distrito en donde había estado. Se borró de mi memoria la lámpara verde con el petróleo que silbaba, la soledad, los montones de nieve... ¡Desagradecido! Había olvidado mi antiguo puesto de combate, desde donde yo solo, sin apoyo de ninguna clase, había luchado contra las enfermedades, con mis propias fuerzas, a semejanza de un héroe de Fenimore Cooper que logra salir adelante en las situaciones más inverosímiles.
En ocasiones, es verdad, cuando me acostaba en mi cama, pensando con placer en que pronto me quedaría dormido, algunos fragmentos atravesaban mi mente cada vez más obnubilada. La lamparita verde, la luz parpadeante del farol..., el chirrido de los trineos..., un corto gemido, luego las tinieblas, el aullido sordo de la tormenta en los campos... Después, todo se caía y desaparecía...
«¿Quién estará ocupando ahora el lugar que yo tenía...? Seguramente debe haber alguien... Algún médico joven como yo... Pero yo ya he cumplido con lo que me tocaba. Febrero, marzo, abril..., digamos mayo y habrá terminado mi práctica. Eso quiere decir que a finales de mayo me despediré de esta mi espléndida ciudad y volveré a Moscú. Y si la revolución me toma en su ala, es probable que tenga que seguir viajando... En todo caso, nunca más, en toda mi vida, veré de nuevo mi distrito... Nunca más... La capital... El hospital... El asfalto... Las luces...»
Así pensaba yo.
«...Pero de todas formas fue bueno haber vivido en ese distrito... Me he convertido en un hombre audaz... No tengo miedo... ¿¡Qué no habré curado!? ¡En serio! ¡Ah...! Bueno, no curé enfermedades mentales... Seguramente no... Pero permitidme... El agrónomo aquel se había vuelto un borracho perdido... Yo le traté, sí, pero con muy poco éxito... Delirium tremens... ¿Acaso no es una enfermedad mental...? Debería leer algún manual de psiquiatría... Bah, al diablo con ella... Ya lo leeré en el futuro, algún día, en Moscú... Ahora en primer lugar están las enfermedades infantiles... y especialmente esta terrible farmacología pediátrica... Diablos... Si un niño tiene diez años, por ejemplo, ¿cuánto piramidol se le puede dar en cada toma? ¿0,1 o 0,15...? Lo he olvidado. ¿Y si tiene tres años...? Sí, sólo las enfermedades infantiles... Y nada más... ¡Ya basta de casos extraordinarios! ¡Adiós, distrito mío...! ¿Pero por qué esta noche me viene con tanta insistencia el distrito a la cabeza...? La luz verde... Pero si ése ya es un capítulo concluido para siempre... Basta... Ahora debo dormir...»
—Aquí tiene una carta. La ha traído alguien que venía a la ciudad.
—Démela.
La enfermera estaba de pie en el recibidor. Llevaba un abrigo con un cuello de piel pelado, puesto encima de la bata blanca con el sello. En el sobre azul y barato se derretía la nieve.
—¿Hoy está usted de guardia en la recepción? —pregunté bostezando.
—Sí.
—¿No hay nadie?
—No, nadie.
—Si es que... (el bostezo me desfiguraba la boca y por eso pronunciaba las palabras con descuido) traen a alguien... hágamelo saber aquí... Me acostaré a dormir un rato.
—Está bien. ¿Puedo retirarme?
—Sí, sí. Váyase.
La enfermera se marchó. La puerta rechinó y yo, arrastrando los chanclos, me dirigí hacia el dormitorio, mientras por el camino rompía con los dedos, descuidada y transversalmente, el sobre.
Dentro había un formulario alargado y arrugado, con el sello azul de mi distrito, de mi antiguo hospital... Un formulario inolvidable...
Sonreí.
«Es curioso..., toda la noche he estado pensando en el distrito y he aquí que él mismo se presenta ante mí... Un presentimiento...»
Bajo el sello, estaba escrita con lápiz de tinta una receta. Palabras latinas, indescifrables, tachadas...
«No comprendo nada... Una receta confusa... —me dije, y me detuve en la palabra «morphini...»—. ¡Hay algo raro en esta receta...! Ah, sí... ¡Una solución al cuatro por ciento! ¿Pero quién ha podido recetar morfina en una solución al cuatro por ciento...? ¿Y para qué?»
Di la vuelta a la hoja y mis bostezos cesaron inmediatamente. En el reverso, con una caligrafía insegura y muy espaciada, estaba escrito con tinta:
«11 de febrero de 1918.
¡Querido collega!
Discúlpeme por escribirle en un trozo de papel. No tenía otras hojas a mi alcance. Padezco una grave y terrible enfermedad. No hay nadie que pueda ayudarme y yo no quiero pedir ayuda a nadie que no sea usted.
Desde hace casi dos meses me encuentro en este distrito, que antes fue el suyo, y sé que usted está en la ciudad, relativamente cerca de mí.
En nombre de nuestra amistad y de nuestros años en la universidad, le ruego que venga lo más rápidamente posible. Aunque sea por un día. Aunque sólo sea por una hora. Si usted me dice que estoy desahuciado, le creeré... ¿Pero quizá aún puedo salvarme...? ¡Sí, quizá aún pueda salvarme...? ¿Habrá alguna esperanza para mí? Le pido que no comunique a nadie el contenido de esta carta.»
—¡Maria! Vaya ahora mismo a la recepción y haga que venga la enfermera de guardia... ¿Cómo se llama...? Lo he olvidado... En una palabra, la enfermera de guardia que hace poco me ha traído una carta. ¡Apresúrese!
—Enseguida.
Minutos más tarde la enfermera estaba de pie delante de mí mientras la nieve se derretía sobre la piel pelada que servía de cuello a su abrigo.
—¿Quién ha traído la carta?
—No lo sé. Un tipo con barba. Uno de la cooperativa. Ha dicho que venía a la ciudad.
—Hmm..., está bien, retírese. ¡No! Espere. Voy a escribir una nota para el médico en jefe; entréguesela por favor y tráigame la respuesta.
—Bien.
He aquí el texto de mi nota para el médico en jefe:
«13 de febrero de 1918.
Estimado Pável Ilariónovich. Acabo de recibir una carta del doctor Poliakov, mi compañero de estudios universitarios. Está completamente solo en Gorelovo, mi antiguo distrito. Por lo visto ha enfermado gravemente.
Considero mi deber ir a verle. Si usted me otorga el permiso, mañana dejaré mi sección a cargo del doctor Rodóvich e iré a ver a Poliakov. Está completamente desamparado.
Con mis mayores respetos,
DR. BOMGARD.»
La respuesta del médico en jefe:
«Estimado Vladímir Mijáilovich, puede marcharse.
PETROV.»
Pasé la noche estudiando una guía de ferrocarriles. El único modo de llegar a Gorelovo era éste: salir al día siguiente a las dos de la tarde en el tren-correo que venía de Moscú, recorrer treinta verstas en ferrocarril, bajar en la estación N, y de allí viajar veintidós verstas en trineo hasta el hospital de Gorelovo.
«Con suerte estaré en Gorelovo mañana por la noche —pensaba yo, acostado en mi cama—. ¿De qué habrá enfermado? ¿Tifus? ¿Pulmonía? No, ni lo uno ni lo otro... En ese caso habría escrito sencillamente: «He enfermado de pulmonía.» Y la carta es confusa, incluso algo falsa... «Padezco una grave... y terrible enfermedad...» ¿Cuál? ¿Sífilis? Sí, indudablemente es sífilis y está horrorizado..., lo oculta..., tiene miedo... Pero me gustaría saber de qué caballos podré disponer para ir desde la estación de ferrocarril hasta Gorelovo. Sería un muy mal asunto llegar al anochecer a la estación y no tener en qué continuar el viaje... No. Encontraré un medio. En la estación encontraré a alguien que tenga caballos. ¿Mandarle un telegrama para que envíe los caballos? ¡No tiene sentido! El telegrama llegará un día después que yo... No puede llegar volando hasta Gorelovo. Se quedará en la estación hasta que encuentren con quién enviarlo. Conozco ese Gorelovo. ¡Oh, qué lugar tan alejado de la mano de Dios!»
La carta escrita en el formulario estaba sobre la mesita de noche, dentro del círculo de luz que proyectaba la lámpara, y junto a la carta se encontraba el compañero de mi exasperante insomnio: el cenicero poblado de colillas. Yo daba vueltas en la sábana arrugada y el enojo nacía en mi alma. Aquella carta comenzaba a irritarme.
«Pero veamos: si no se trata de algo grave sino de, supongamos, sífilis, entonces ¿por qué no viene él aquí? ¿Por qué tengo que ir yo, en medio de la tormenta de nieve, a verle? ¿Acaso en una noche podré curarlo del Lúes? ¿O es un cáncer de esófago? Pero no, ¡no puede haber ningún cáncer! Es dos años menor que yo. Tiene veinticinco años... "Padezco una grave..." ¿Sarcoma? Es una carta absurda, histérica. Una carta capaz de producir migraña a quien la recibe... Y hela aquí, la migraña. Me estira las venas en la sien... Mañana por la mañana me despertaré y el dolor pasará de las sienes a la cabeza, me paralizará la mitad de ella y por la noche deberé tomar piramidón con cafeína. ¡Fantástico viajar en trineo con el piramidón! Mañana tendré que pedir al enfermero la pelliza de viaje, de lo contrario, sólo con mi abrigo, me moriré de frío... ¿Qué le ocurrirá...? "¿Habrá alguna esperanza...?" ¡Así se escriben las novelas y no las cartas serias de un médico...! Debo dormir, dormir... No debo pensar más en esto. Mañana se aclarará todo... Mañana.»
Giré el interruptor e inmediatamente la oscuridad devoró la habitación.
«Dormir... Las sienes me duelen... Pero no tengo derecho a enfadarme con una persona por una carta absurda sin saber todavía qué le sucede. Esa persona sufre a su manera y le escribe a otro. Lo hace como puede, como cree que debe hacerlo... Es indigno, debido a la intranquilidad o a la migraña, denigrarle, aunque sólo sea mentalmente. Quizá no sea una carta falsa ni novelesca. No he visto a Seriozha Poliakov en dos años, pero le recuerdo perfectamente. Siempre fue un hombre muy sensato... Sí. Quiere decir que ha ocurrido alguna desgracia... Las sienes me duelen menos...
»Por lo visto ya llega el sueño. ¿En qué consiste el mecanismo del sueño...? Lo he leído en el manual de fisiología... pero es un asunto oscuro... No entiendo lo que significa el sueño... ¡¿Cómo se quedan dormidas las células del cerebro?! No lo entiendo, lo digo en secreto. Por alguna razón estoy convencido de que el autor mismo de ese manual tampoco estaba firmemente convencido... Una teoría vale lo mismo que otra... Veo a Seriozha Poliakov con un uniforme verde de botones dorados, está inclinado sobre una mesa de zinc, en la mesa yace un cadáver...
»Hmm, sí... pero esto es un sueño...»
III
Toe, toe... Bum, bum, bum... Aja... ¿Quién? ¿Quién? ¿Qué pasa...? Ah, llaman. ¡Oh, diablos, están llamando... ¿Dónde estoy? ¿Qué hago...? ¿De qué se trata? Ah, sí, estoy en mi cama... Pero ¿por qué me despiertan? Tienen derecho a hacerlo, puesto que soy el médico de guardia. Despierte, doctor Bomgard. Maria, en chanclos, se dirige hacia la puerta para abrirla. ¿Qué hora es? Las doce y media... Es de noche. Quiere decir que he dormido apenas una hora. ¿Y la migraña? Presente. ¡Aquí está!
Llamaron suavemente a la puerta.
—¿Qué ocurre?
Entreabrí la puerta que daba al comedor. El rostro de la enfermera me miraba desde la oscuridad y me di cuenta enseguida de que estaba pálida. Tenía los ojos muy abiertos y alarmados.
—¿A quién han traído?
—Al médico del distrito de Gorelovo —contestó la enfermera con voz fuerte y ronca—, se ha pegado un tiro.
—¿Po-lia-kov? ¡No puede ser! ¡¿Poliakov?!
—No sé cómo se llama.
—Vaya historia... Ahora mismo voy, ahora mismo. Usted corra a buscar al médico en jefe. Despiértelo enseguida. Dígale que le necesito urgentemente en la sala de recepción.
La enfermera se marchó rápidamente y la mancha blanca desapareció de mi vista.
Dos minutos más tarde, en el porche de mi casa, una fiera tormenta de nieve, seca y punzante, me golpeó en las mejillas, hinchó los faldones de mi abrigo y heló mi cuerpo asustado.
En las ventanas de la sala de recepción ardía una luz blanca e inquieta. En el porche, en medio de una nube de nieve, me encontré con el médico en jefe que se dirigía rápidamente al mismo lugar que yo.
—¿Es su amigo? ¿Poliakov? —preguntó el cirujano, tosiendo.
—No comprendo nada. Por lo visto es él —contesté, y entramos deprisa en la sala de recepción.
Una mujer envuelta se levantó de uno de los bancos y vino a nuestro encuentro. Dos ojos conocidos me miraban llenos de llanto desde debajo del borde del pañuelo color castaño. Reconocí a Maria Vlásievna, la comadrona de Gorelovo, mi fiel ayudante durante los partos en aquel hospital.
—¿Poliakov? —pregunté.
—Sí —contestó Maria Vlásievna—, es terrible, doctor; he venido temblando todo el camino, temía que no llegase vivo...
—¿Cuándo?
—Hoy, al amanecer —murmuró Maria Vlásievna—, llegó corriendo el guardia y dijo: «Ha habido un disparo en el apartamento del doctor...»
El doctor Poliakov yacía bajo la lámpara, que arrojaba una luz deficiente e inquietante; desde la primera mirada a las inanimadas, casi pétreas, suelas de sus botas de fieltro, el corazón, como de costumbre, me dio un vuelco.
Le habían quitado la gorra dejando así a la vista los cabellos pegados y húmedos. Mis manos, las manos de la enfermera y las manos de Maria Vlásievna aparecieron en distintos lugares sobre Poliakov, y una gasa blanca, con manchas amarillo-rojizas que se iban extendiendo, salió de debajo del abrigo. El pecho de Poliakov apenas se levantaba. Le tomé el pulso y me estremecí: el pulso desaparecía debajo de mis dedos, iba y venía como ligado a un hilo con nudos, frecuentes y débiles. La mano del cirujano ya se extendía hacia el hombro de aquel cuerpo pálido, y lo tomaba con una pinza para inyectarle alcanfor. En ese momento el herido despegó los labios haciendo aparecer en ellos una franja rosada y sanguinolenta. Moviendo apenas sus azulados labios dijo débil y secamente:
—Deje el alcanfor. Al diablo.
—¡Silencio! —le contestó el cirujano, e inyectó el aceite amarillo bajo la piel.
—Seguramente el pericardio ha sufrido una lesión —susurró Maria Vlásievna; se sujetó con firmeza al borde de la mesa y comenzó a observar los párpados del herido, que parecían ser infinitos. Sus ojos estaban cerrados. Sombras de un tono gris violáceo, como las del ocaso, comenzaron a aparecer cada vez con mayor claridad en los contornos de la nariz; y un sudor fino, parecido al mercurio, apareció como si fuera el rocío de aquellas sombras.
—¿Un revólver? —preguntó el cirujano, contrayendo una mejilla.
—Un Browning —balbuceó Maria Vlásievna.
—Eh-eh —dijo de pronto el cirujano, casi con rabia y despecho. Hizo un gesto de renuncia con la mano y se alejó.
Yo me volví asustado hacia él, sin comprender. Dos ojos aparecieron detrás de su hombro: había llegado otro médico.
De pronto Poliakov torció la boca como una persona adormilada que intenta alejar una mosca impertinente; luego, su mandíbula inferior comenzó a moverse, como si el herido se estuviera asfixiando con un nudo y quisiera tragárselo. ¡Ah, quien haya visto malas heridas de revólver o de fusil conocerá esos movimientos! Maria Vlásievna hizo un gesto de dolor y suspiró.
—El doctor Bomgard —dijo Poliakov en tono apenas audible.
—Aquí estoy —susurré yo, y mi voz sonó con ternura junto a sus labios.
—El cuaderno es para usted... —replicó Poliakov con una voz ronca y cada vez más débil.
En ese momento abrió los ojos y los levantó hacia el triste techo de la sala que se perdía en la oscuridad. Las oscuras pupilas parecieron llenarse de una luz interior, el blanco de los ojos pareció volverse transparente, azulado. Los ojos se detuvieron en lo alto, después se enturbiaron y perdieron esa belleza fugaz.
El doctor Poliakov había muerto.
Es de noche. Cerca del amanecer. La lámpara brilla con enorme claridad, porque la ciudad duerme y hay mucha corriente eléctrica. Todo está en silencio y el cuerpo de Poliakov se encuentra en la capilla. Es de noche.
Sobre la mesa, ante mis ojos irritados por la lectura, yacen un sobre abierto y una hoja de papel. En ella está escrito:
«¡Querido compañero!
No le esperaré. He renunciado a curarme. No hay esperanza. Tampoco quiero seguir sufriendo. Ya he tenido suficiente. Quiero prevenir a los otros para que tengan cuidado con los cristales blancos que se disuelven en veinticinco partes de agua. He confiado demasiado en ellos y me han destruido. Le regalo mi diario. Usted siempre me ha parecido una persona ávida de saber y amante de los documentos humanos. Si le interesa, lea la historia de mi enfermedad.
Adiós. Suyo, S. POLIAKOV.»
Un añadido escrito con grandes letras:
«Que no se culpe a nadie de mi muerte.
El doctor SERGUÉI POLIAKOV. 13 de febrero de 1918.»
Junto a la carta del suicida había un cuaderno común y corriente, con la cubierta negra. La primera mitad de sus páginas había sido arrancada. En la mitad restante había anotaciones cortas. Las del principio estaban escritas con lápiz o tinta y una caligrafía clara y pequeña. Las del final, con lápiz de tinta o un grueso lápiz rojo, y una caligrafía descuidada, llena de saltos y de abreviaciones.
IV
...7, [1]20 de enero
... y estoy muy contento. Gracias a Dios: cuanto más alejado mejor. No puedo ver a la gente y aquí no veré a nadie, excepto a los campesinos enfermos. Pero ellos no agravarán en modo alguno mi herida. Por cierto, también otros han sido enviados a distritos campesinos en nada distintos del mío. Toda mi promoción, que no debía ser llamada a filas (los reservistas de segunda clase, de la promoción de 1916), fue distribuida por los zemstvo [2] . Aunque en realidad eso no interesa a nadie. En cuanto a mis amigos, sólo he tenido noticias de Ivánov y de Bomgard. Ivánov escogió la provincia de Arjánguelsk (cuestión de gustos), y Bomgard, según me dijo la enfermera, trabaja en Gorelovo, un distrito alejado, similar al mío, a tres distritos de distancia de aquí. Quería escribirle, pero he cambiado de opinión. No deseo ver ni oír a nadie.
21 de enero.
Tormenta de nieve. Nada.
25 de enero.
Qué puesta de sol tan luminosa. Migrenin: una mezcla de antipirina, cafeína y ácido cítrico.
En polvo, en dosis de 1,0... ¿se puede en dosis de 1,0...? Sí, se puede.
3 de febrero.
Hoy he recibido los periódicos de la semana pasada. No los he leído, pero de todas formas he tenido ganas de mirar la sección teatral. Ponían Aída la semana pasada. Quiere decir que ella salía a escena y cantaba: «Mío caro amico, vieni da me...»
Tiene una voz extraordinaria y es extraño que una voz tan clara y tan imponente haya sido dada a un alma tan oscura...
(Aquí hay una interrupción. Han sido arrancadas dos o tres páginas.)
...por supuesto que no es digno, doctor Poliakov. ¡Es propio del comportamiento estúpido de un colegial lanzarse con insultos de carretero sobre una mujer porque se ha marchado! No quería vivir contigo y se marchó. Y basta. Así de sencillo es. Una cantante de ópera se juntó con un joven médico, vivió con él un año y luego se marchó.
¿Matarla? ¿Matar? Ah, cuán estúpido, cuán vacío es todo esto. ¡No hay esperanza!
No quiero pensar. No quiero...
11 de febrero.
No hay más que tormentas de nieve, una tras otra... ¡La nieve acabará por enterrarme! Paso las noches enteras solo, solo. Enciendo la lámpara y me siento. Durante el día aún veo a algunas personas. Pero trabajo de una manera mecánica. Me he habituado. El trabajo no es tan terrible como pensaba en un principio. Por lo demás, me ha ayudado mucho el hospital en la guerra. He llegado aquí con un mínimo de experiencia.
Hoy he realizado por primera vez una operación de cambio de posición del feto.
Y bien, tres personas están sepultadas aquí, bajo la nieve: Ana Kirílovna —la enfermera-comadrona—, el enfermero y yo. El enfermero está casado. Ellos (el personal de enfermería) habitan un ala de la casa. Y yo vivo solo.
15 de febrero.
Ayer por la noche ocurrió algo curioso. Me disponía a acostarme, cuando de pronto sentí dolores en la región del estómago. ¡Pero qué dolores! Un sudor frío me bañó la frente. Debo señalar que nuestra medicina es una ciencia dudosa. ¿Por qué una persona que no padece ninguna enfermedad gástrica o intestinal (apendicitis, por ejemplo), cuyo hígado y riñones están en un estado óptimo, cuyo intestino funciona de una manera completamente normal, puede padecer por la noche dolores tan agudos que le hacen revolcarse en la cama?
Gimiendo, logré llegar hasta la cocina, en donde duerme la cocinera con su marido, Vlas. Envié a Vlas a buscar a Ana Kirílovna. Ella vino en plena noche y tuvo que ponerme una inyección de morfina. Dijo que estaba completamente verde. ¿Por qué?
No me gusta nuestro enfermero. Es hosco. Por el contrario, Ana Kirílovna es una persona encantadora y culta. Me asombra que una mujer que no es vieja pueda vivir en la más completa soledad en este ataúd de nieve. A su marido le han hecho prisionero los alemanes.
No puedo dejar de alabar a quien por primera vez extrajo la morfina de las cabecitas de las amapolas. Es un verdadero benefactor de la humanidad. Sólo siete minutos después de la inyección cesaron los dolores. Es interesante: los dolores eran continuos, sin ninguna pausa, de modo que yo, literalmente, me asfixiaba. Era como si me hubieran metido en el estómago un hierro al rojo vivo y lo hicieran girar. Unos cuatro minutos después de la inyección comencé a diferenciar las ondas del dolor:
Sería fantástico que el médico tuviera la posibilidad de experimentar en sí mismo diversas medicinas. Comprendería la acción de los medicamentos de un modo muy distinto. Después de la inyección —por primera vez en los últimos meses– dormí bien y profundamente, sin pensar en ella, en quien me había engañado.
16 de febrero.
Hoy Ana Kirílovna, durante la consulta, se ha interesado por cómo me sentía y ha dicho que por primera vez en todo este tiempo no me veía sombrío.
—¿Acaso soy una persona sombría?
—Muy sombría —respondió ella, y añadió que le asombraba mi continuo silencio.
—Así soy.
Pero es mentira. Yo era una persona llena de alegría de vivir, hasta antes de mi drama familiar.
Oscurece temprano. Estoy solo en mi apartamento. Por la noche nuevamente ha llegado el dolor, pero no fuerte, sino como una especie de sombra del dolor de ayer, en algún lugar detrás del esternón. Temiendo que se repitiera el ataque de la víspera, yo mismo me he inyectado en la cadera un centigramo.
El dolor ha cesado casi de inmediato. Menos mal que Ana Kirílovna me había dejado una ampolla.
18 de febrero.
Cuatro inyecciones: no es algo tan terrible.
25 de febrero.
¡Ana Kirílovna es una excéntrica! Como si yo no fuera médico. ¿Una jeringuilla y media = 0,015 de morfina? Sí.
1 de marzo.
¡Doctor Poliakov, tenga cuidado!
Tonterías.
Es el anochecer.
Hace ya quince días que no he pensado, ni una sola vez, en la mujer que me ha engañado. La melodía de su papel de Amneris me ha abandonado. Estoy muy orgulloso de esto. Soy un hombre.
Ana K. se ha convertido en mi esposa secreta. No podía ser de otra manera. Estamos encerrados en una isla desierta.
La nieve ha cambiado de aspecto y se ha vuelto, al parecer, más gris. Ya no hace aquel frío terrible, pero de tiempo en tiempo aún se desencadenan tormentas de nieve...
El primer minuto: una sensación de que algo roza el cuello. Ese roce se vuelve cálido y se extiende. En el segundo minuto una onda fría atraviesa repentinamente la cavidad estomacal e inmediatamente después comienza una extraordinaria lucidez en las ideas y se produce un estallido de la capacidad de trabajo. Todas las sensaciones desagradables desaparecen. Es el punto más alto de la expresión de la fuerza espiritual del hombre. Si yo no estuviera maleado por mi formación de médico, afirmaría que normalmente el ser humano sólo puede trabajar después de una inyección de morfina. En realidad: ¡para qué sirve el ser humano, si la más insignificante neuralgia pude hacerle perder completamente el equilibrio espiritual!
Ana K. tiene miedo. La tranquilicé diciéndole que desde la niñez me he distinguido por una extraordinaria fuerza de voluntad.
2 de marzo.
Hay rumores de que algo grandioso ha ocurrido. Al parecer han derrocado a Nicolás II.
Me acuesto muy temprano. A eso de las nueve. Duermo maravillosamente bien.
10 de marzo.
Allí se está llevando a cabo una revolución. Los días se han vuelto más largos y los atardeceres, al parecer, más azulados.
Nunca había tenido sueños como los que ahora tengo al amanecer. Son sueños dobles.
Además, diría que el sueño principal es de cristal. Es transparente.
Y bien: veo unas candilejas increíblemente luminosas, desde las que se desprende una banda de luces multicolores. Amneris, agitando una pluma verde, canta.
La orquesta, absolutamente celestial, tiene una sonoridad extraordinaria. Aunque... es imposible transmitir todo esto con palabras. En suma: en un sueño normal, la música no tiene sonido... (¿En un sueño normal? ¡Habría que investigar primero qué sueño es más normal! En realidad estoy bromeando...). En un sueño normal no tiene sonido, y en cambio en mi sueño la música se oye de una manera verdaderamente celestial. Y lo más importante: yo puedo, según mi voluntad, hacer que la música suene con mayor o menor intensidad. Recuerdo que en Guerra y paz se describe cómo Petia Rostov, en duermevela, tuvo la misma sensación. ¡Lev Tolstoi es un escritor extraordinario!
Ahora a propósito de la transparencia: he aquí que a través de los colores de Aída que se difuminan, aparece de un modo absolutamente real el borde de mi escritorio que se ve desde la puerta del gabinete, la lámpara, el suelo reluciente, y a través de los sonidos de la orquesta del teatro Bolshói se dejan oír unos pasos claros, que pisan agradablemente, como unas castañuelas sordas.
Quiere decir que son las ocho: es Ana K. que viene a mi habitación para despertarme e informarme de lo que ocurre en la sala de recepción.
Ella no sospecha que no es necesario despertarme, que lo oigo todo y que puedo hablar con ella.
Ayer realicé un experimento que tiene que ver con esto:
Ana: Serguéi Vasílievich...
Yo: La escucho... (en voz baja a la música: «más fuerte»).
Música: Un gran acorde.
Re sostenido...
Ana: Se han apuntado veinte personas.
Amneris (canta).
Pero esto es algo que no se puede transmitir a través del papel.
¿Son nocivos estos sueños? Oh, no. Después de ellos me levanto fuerte y animoso. Y trabajo bien. Incluso siento interés, cosa que antes no me sucedía. Y no es de extrañar, ya que todos mis pensamientos estaban concentrados en mi ex esposa.
Pero ahora estoy tranquilo.
Estoy tranquilo.
19 de marzo.
Por la noche tuve una discusión con Ana K.
—No le prepararé más solución.
Intenté convencerla.
—Tonterías, Anusia. ¿Acaso soy un niño?
—No se la prepararé. Usted acabará por destruirse.
—Está bien, haga lo que quiera. ¡Pero comprenda que tengo horribles dolores en el pecho!
—Cúrese.
—¿Dónde?
—Tómese unas vacaciones. Nadie se cura con morfina. (Luego pensó un momento y añadió:) No me puedo perdonar el haberle preparado entonces la segunda ampolla.
—¿Acaso soy un morfinómano?
—Sí, usted se está convirtiendo en un morfinómano.
—¿De modo que no la preparará?
—No.
Entonces descubrí por primera vez en mí la desagradable capacidad de enfurecerme y, lo que es peor, de gritar a la gente incluso cuando no tengo razón.
Aunque... eso no ocurrió enseguida. Fui a mi dormitorio. Observé. En el fondo del frasco apenas se distinguía el sonido de algo líquido. Lo saqué con la jeringuilla: no había más de 1/4. Arrojé la jeringa, que estuvo a punto de romperse; comencé a temblar. La levanté con cuidado, la examiné: no tenía una sola rajadura. Permanecí en mi dormitorio cerca de veinte minutos. Cuando salí ella ya no estaba.
Se había marchado.
Imaginaos: no lo pude soportar y fui a verla. Llamé en la ventana iluminada del ala del edificio en donde ella vivía. Salió al pequeño porche, envuelta en un pañuelo. La noche era silenciosa, muy silenciosa. La nieve estaba porosa. En algún lugar lejano del cielo se sentía la primavera.
—Ana Kirílovna, sea usted amable y déme las llaves de la farmacia.
Ella susurró:
—No se las daré.
—Colega, sea usted amable y déme las llaves de la farmacia. Le hablo como médico.
En medio de la oscuridad vi que su rostro había cambiado: había palidecido mucho y sus ojos se habían vuelto más profundos, más hundidos, más oscuros. Ella me respondió con una voz que despertó la compasión en mi alma.
Pero de inmediato la cólera se apoderó nuevamente de mí.
Ella:
—¿Por qué, por qué me habla usted así? Ah, Serguéi Vasílievich, siento compasión por usted.
Entonces sacó los brazos de debajo del pañuelo y vi que tenía las llaves en la mano. Quiere decir que las había cogido cuando salió a abrirme.
Yo (con rudeza):
—¡Déme las llaves!
Y se las arrebaté de las manos.
Por una pasarela podrida y temblorosa me dirigí hacia el blanco edificio del hospital.
En mi alma hervía la cólera, sobre todo porque no tengo ni la menor idea de cómo preparar una solución de morfina para una inyección subcutánea. ¡Soy un médico, no una enfermera!
Caminaba y temblaba.
Oí cómo detrás de mí, como un perro fiel, caminaba ella. Sentí ternura, pero la asfixié. Me volví y, muy agresivamente, le dije:
—¿La preparará o no?
Ella hizo un gesto con la mano, como de resignación, «lo mismo da», y respondió en voz baja:
—Está bien, lo haré.
...Una hora más tarde ya me encontraba en un estado normal. Naturalmente le pedí disculpas por mi absurda rudeza. Yo mismo no entiendo cómo me pudo ocurrir eso. Antes yo era una persona cortés.
Ella reaccionó de manera extraña ante mis disculpas. Se puso de rodillas, se apretó contra mis manos y dijo:
—No estoy enfadada con usted. No. Ahora sé que usted es un hombre acabado. Ahora ya lo sé. Y me maldigo por haberle puesto la inyección aquella vez.
La tranquilicé como pude, asegurándole que ella no tenía nada que ver en todo esto y que yo era responsable de mis actos. Le prometí que a partir del día siguiente comenzaría seriamente a deshabituarme, reduciendo la dosis.
—¿Cuánto se ha inyectado ahora?
—Una tontería. Tres jeringuillas de una solución al 1%.
Ella bajó la cabeza y permaneció en silencio.
—¡No se preocupe!
...En realidad comprendo su preocupación. Efectivamente el morphium hidrochloricumes algo terrible. La adicción a él se crea con mucha rapidez. Pero una afición moderada, ¿acaso es morfinismo...?