Текст книги "Morfina"
Автор книги: Mijaíl Bulgákov
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Классическая проза
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Había madurado, me había vuelto pensativo, a veces incluso sombrío. Soñaba con el día en que, tras terminar mi servicio, podría regresar a la ciudad universitaria, donde mi lucha sería menos difícil.
Uno de aquellos oscuros días entró en mi consultorio una mujer joven y hermosa. Llevaba en brazos a un bebé envuelto. Detrás de ella entraron dos niños arrastrando sus enormes botas de fieltro y sujetándose de la falda azul que aparecía por debajo del abrigo de pieles de la mujer.
—Los niños están cubiertos de una erupción —dijo con aire de importancia la mujer de rojas mejillas.
Toqué con cuidado la frente de la niña que todavía se sujetaba de la falda de su madre. Ella se ocultó completamente detrás de los pliegues. Por el otro lado de la falda pesqué al extraordinariamente mofletudo Vanka. También lo toqué. Ninguno de los dos tenía fiebre.
—Desviste a uno de los dos, querida.
Desvistió a la niña. Su cuerpecito desnudo estaba tan cubierto de estrellas como el cielo de una fría noche de invierno. La roséola y las pápulas húmedas iban de los pies a la cabeza. Vanka intentó zafarse y ponerse a gritar. Demián Lukich llegó en mi ayuda...
—¿Será un resfriado? —dijo la madre, mirando con ojos tranquilos.
—Bah, un resfriado —refunfuñó Demián Lukich, frunciendo la boca en un gesto de compasión y de asco al mismo tiempo—. Todo el distrito de Korobovski tiene este resfriado.
—Pero ¿de dónde nos viene esto? —preguntó la madre, mientras yo examinaba sus costados y su pecho llenos de manchas.
—Vístete —le dije.
Me senté al escritorio, apoyé la cabeza en las manos y bostecé (ella había sido uno de los últimos pacientes, tenía el número 98). Luego comencé a hablar.
—Tus hijos y tú os habéis contagiado de una «enfermedad mala». Una enfermedad peligrosa y terrible. Debéis comenzar ahora mismo a curaros y tendréis que hacerlo durante largo tiempo.
Es una lástima que con palabras no se pueda describir la incredulidad que apareció en los ojos azules de aquella mujer. Giró al bebé como si fuera un tronco, miró con expresión tonta sus piernecitas y preguntó:
—¿De dónde viene esto?
Luego sonrió forzadamente.
—No importa de dónde venga —repuse yo, encendiendo el quincuagésimo cigarrillo de ese día—, más bien deberías preguntar qué ocurrirá con tus hijos si no los curas.
—¿Qué? No pasará nada —respondió ella, y comenzó a envolver al bebé en los pañales.
Sobre el escritorio, ante mis ojos, había un reloj. Recuerdo, como si hubiera sido hoy, que hablé con ella no más de tres minutos y la mujer se puso a llorar. Sus lágrimas me alegraron mucho porque sólo gracias a ellas, suscitadas por mis palabras intencionadamente duras y alarmantes, fue posible continuar la conversación:
—Así es que os quedáis. Demián Lukich, alójelos en el pabellón. A los enfermos de tifus los acomodaremos en la segunda sala. Mañana iré a la ciudad y conseguiré la autorización para abrir una sección permanente para los enfermos de sífilis.
Un gran interés apareció en los ojos del enfermero.
—Pero doctor —replicó (era un gran escéptico)—, ¿cómo nos las arreglaremos solos? ¿Y los preparados? No tenemos suficientes enfermeras... ¿Y quién hará la comida? ¿Y la vajilla? ¿Y las jeringuillas?
Pero yo moví la cabeza testarudamente y repliqué:
—Lo conseguiré.
Transcurrió un mes...
En las tres habitaciones del pabellón cubierto de nieve ardían las lámparas con pantallas de lata. Las sábanas de las camas estaban rotas. Sólo teníamos dos jeringuillas. Una pequeña de un gramo y otra de cinco.
En suma, era una terrible pobreza cubierta de nieve. Pero... orgullosamente yacía por separado la jeringuilla con ayuda de la cual, mentalmente paralizado por el miedo, había puesto unas cuantas veces las inyecciones de salvarsán, nuevas para mí, enigmáticas y difíciles.
Además mi alma estaba mucho más tranquila: en el pabellón había siete hombres y cinco mujeres, y día a día la erupción estrellada se desvanecía ante mis ojos.
Era de noche. Demián Lukich sostenía en la mano una pequeña lámpara e iluminaba al tímido Vanka. Su boca estaba sucia de papilla. Pero ya no tenía estrellas. Los cuatro pasaron bajo la lámpara, acariciando mi conciencia.
—¿Me dejará salir mañana? —preguntó la madre arreglándose la blusa.
—No, todavía no es posible —contesté yo—, tendréis que soportar un tratamiento más.
—Pues no le doy mi consentimiento —respondió ella—, tengo muchísimo trabajo en casa. Le agradezco la ayuda, pero déjeme salir mañana. Ya estamos sanos.
—Tú... ¿sabes qué...? —comencé a decir, y sentí que enrojecía—, ¿sabes...? ¡Eres una estúpida!
—¿Por qué me insulta? No está bien...
—¡Llamarte estúpida es poco...! ¡Mira a Vanka! ¿Qué quieres? ¿Quieres que se muera? ¡No te lo permitiré!
Y se quedó diez días más.
¡Diez días! Nadie hubiera podido retenerla más tiempo. Lo juro. Pero mi conciencia estaba tranquila, ni siquiera la palabra «estúpida» me inquietaba. No me arrepiento. ¡Qué es un insulto al lado de la erupción estrellada!
Así pues, pasaron los años. Hace ya mucho tiempo que el destino y los borrascosos años me alejaron de aquel pabellón cubierto de nieve. ¿Quién está ahora allí? ¿Cómo van las cosas? Pienso que todo irá mejor. Quizá hayan pintado el edificio y la ropa de cama sea nueva. Naturalmente, no habrá electricidad. Es probable que en este momento, mientras escribo estas líneas, la cabeza de un médico joven se incline sobre el pecho de un enfermo. La lámpara de petróleo proyecta su luz sobre la piel amarillenta...
¡Saludos, colega!
1926
Tinieblas egipcias
¿Dónde se ha metido todo el mundo el día de mi cumpleaños? ¿Dónde están los faroles eléctricos de Moscú? ¿La gente? ¿El cielo? ¡Detrás de las ventanas no hay nada! Tinieblas...
Estamos aislados de la gente. Los primeros faroles de petróleo se encuentran a nueve verstas de nosotros, en la estación del ferrocarril. Seguramente allí parpadea un farolillo que poco a poco se extingue a causa de la tormenta. A medianoche pasará aullando el tren rápido que va a Moscú y ni siquiera se detendrá: no le hace falta una estación olvidada, sepultada bajo la nieve. Apenas la registrará...
Los primeros faroles eléctricos están a cuarenta verstas, en la capital del distrito. Allí la vida es dulce. Hay un cine, almacenes. Al mismo tiempo, mientras la tormenta aquí aulla y deja caer la nieve sobre los campos, en la pantalla flota una caña, se mecen las palmeras, parpadea una isla tropical...
Nosotros estamos solos.
—Tinieblas egipcias —observó el enfermero Demián Lukich levantando la cortina.
El enfermero se expresa con solemnidad, pero con mucha exactitud. Justamente: egipcias.
—Tome una copa más —le invité. (¡Ah, no me juzguéis! Nosotros, el médico, el enfermero y las dos comadronas, ¡también somos seres humanos! Durante meses no vemos a nadie, excepto a cientos de enfermos. Trabajamos, estamos enterrados bajo la nieve. ¿Acaso no podemos bebernos dos copas de alcohol mezclado con agua y acompañarlas con sardinas de la región el día del cumpleaños del médico?)
—¡A su salud, doctor! —dijo conmovido Demián Lukich.
—¡Le deseamos que se acostumbre a estar entre nosotros! —dijo Ana Nikoláievna, y mientras hacía chocar su copa con la mía, se arreglaba su vestido de gala.
La segunda comadrona, Pelagueia Ivánovna, también chocó conmigo su copa, bebió y de inmediato se puso en cuclillas y removió la estufa con el atizador. Un cálido brillo se agitó en nuestros rostros. Nuestros pechos se calentaban por el vodka.
—De verdad que no comprendo —dije excitadamente mientras miraba la nube de chispas que levantaba el atizador– qué hizo esa mujer con la belladona. ¡Es terrible!
La sonrisa apareció en los rostros del enfermero y de las comadronas.
El asunto era el siguiente. Ese día, durante la consulta de la mañana, entró en mi consultorio una sonrosada campesina de unos treinta años. Hizo una reverencia ante el sillón ginecológico que estaba a mi espalda, sacó de su seno un frasco de boca ancha y dijo en tono halagüeño:
—Gracias, ciudadano doctor, por las gotas. ¡Me han ayudado tanto, tanto...! Déme otro frasquito.
Cogí de sus manos el frasco vacío, miré la etiqueta y la vista se me nubló. En la etiqueta estaba escrito, con la amplia caligrafía de Demián Lukich: «Tinct. Belladonn...», etcétera. «16 de diciembre de 1917.»
En otras palabras, yo le había recetado a la mujer una dosis respetable de belladona y hoy, día de mi cumpleaños, 17 de diciembre, la mujer volvía con el frasco vacío y la petición de que se le repitiera la dosis.
—Tú..., tú..., ¿te lo tomaste todo ayer? —pregunté con voz asombrada.
—Todo, padrecito querido, todo —dijo la campesina con voz cantarina—; que Dios te dé salud por estas gotas..., medio frasquito en cuanto llegué, y medio frasquito cuando me acosté a dormir. Como mano de santo...
Me apoyé en el sillón ginecológico.
—¿Cuántas gotas te dije que tomaras? —exclamé con voz ahogada—. Cinco gotas... ¿Qué has hecho, mujer? Qué has..., yo te...
—¡Le juro que las tomé! —dijo la campesina pensando, quizá, que yo no la creía y suponía que se había curado sin mi belladona.
Sujeté sus mejillas sonrosadas con mis manos y examiné las pupilas. Pero las pupilas estaban perfectamente. Bastante bonitas y completamente normales. El pulso de la mujer también estaba bien. En definitiva, no presentaba ningún síntoma de envenenamiento por belladona.
—¡No puede ser...! —dije, e inmediatamente grité—: ¡¡¡Demián Lukich!!!
Demián Lukich, con su bata blanca, emergió del corredor de la farmacia.
—¡Contemple, Demián Lukich, lo que esta buena mujer ha hecho! No entiendo nada...
La mujer giraba asustada la cabeza, comprendiendo que era culpable de algo.
Demián Lukich se apoderó del frasco, lo olió, lo hizo girar en sus manos y dijo con severidad:
—Querida, mientes. ¡No has tomado la medicina!
—Le ju... —comenzó a decir la mujer.
—Mujer, no nos engañes —dijo Demián Lukich, torciendo con severidad la boca—, comprendemos todo perfectamente bien. Confiesa, ¿a quién has curado con esas gotas?
La campesina levantó sus pupilas normales hacia el techo esmeradamente blanqueado y se santiguó.
—Que me...
—Basta, basta... —refunfuñó Demián Lukich, y se dirigió a mí—: Ellas, doctor, hacen lo siguiente. Cualquier artista como ésta va a la clínica, le recetan una medicina y luego, cuando llega a la aldea, convida a todas las campesinas.
—Pero qué dice usted, ciudadano enfer...
—¡Basta! —interrumpió tajante el enfermero—. Llevo aquí más de siete años. Lo sé. Naturalmente ha repartido las gotas por todas las casas de la aldea —dijo, dirigiéndose nuevamente a mí.
—Déme más de esas gotitas —pidió de manera enternecedora la campesina.
—No, mujer —le contesté, y me sequé el sudor de la frente—; ya no tendrás que curarte con esas gotas. ¿Estás mejor del estómago?
—¡Me he curado como por milagro...!
—Bien, magnífico. Te recetaré otras gotitas, también muy buenas.
Receté valeriana a la campesina, que, desilusionada, se marchó.
De este caso hablábamos en mi apartamento el día de mi cumpleaños, cuando en el exterior colgaban, como una pesada cortina, las tinieblas egipcias.
—Lo que pasa es que —dijo Demián Lukich, masticando delicadamente el pescado en aceite—, lo que pasa es que nosotros ya estamos habituados a este lugar. En cambio usted, doctor, después de la universidad, después de la capital, tiene que acostumbrarse mucho, muchísimo. ¡Es un lugar muy alejado!
—¡Ah, un lugar muy alejado! —replicó como un eco Ana Nikoláievna.
La tormenta bramó en alguna parte de las chimeneas, se oyó detrás de la pared. Un reflejo púrpura caía sobre la hoja metálica que estaba junto a la estufa. ¡Bendito sea el fuego que abriga al personal médico en este alejado lugar!
—¿Ha oído hablar de su antecesor, Leopold Leopóldovich? —preguntó el enfermero, y después de ofrecer delicadamente un cigarrillo a Ana Nikoláievna encendió el suyo.
—¡Era un doctor maravilloso! —exclamó con entusiasmo Pelagueia Ivánovna, mirando con ojos brillantes el agradable fuego. Una peineta de gala, con piedras falsas, se encendía y se apagaba en sus cabellos negros.
—Sí, una personalidad extraordinaria —confirmó el enfermero—. Los campesinos lo adoraban. El sabía cómo tratarlos. ¿Liponti debía hacer una operación? ¡Ahora mismo! Porque en lugar de Leopold Leopóldovich ellos lo llamaban Liponti Lipóntievich. Creían en él. El sabía cómo hablar con ellos. Por ejemplo, una vez llegó al consultorio su amigo Fiódor Kosói, de Dúltsevo. Así así, dijo, Liponti Lipóntievich, tengo el pecho tapado, no puedo respirar. Además, parece que me arañan la garganta...
—Laringitis —dije maquinalmente, acostumbrado, después de un mes de enloquecida carrera, a los instantáneos diagnósticos campesinos.
—Exactamente. «Bien», le dice Liponti, «te voy a dar un medicamento. Estarás curado dentro de dos días. Aquí tienes unos emplastos de mostaza franceses. Te pegas uno en la espalda, entre las paletillas, y el otro en el pecho. Manténlos ahí durante diez minutos y luego quítatelos. ¡En marcha! ¡Hazlo!» El campesino cogió los emplastos y se marchó. Dos días más tarde apareció en el consultorio.
»"¿Qué ocurre?", le pregunta Liponti.
»Kosói contesta:
»"Pues resulta, Liponti Lipóntievich, que tus emplastos no me han ayudado en nada."
«"¡Mientes!", se indigna Liponti. "¡Los emplastos franceses no pueden no ayudar! Seguramente no te los has puesto.
»"Cómo que no me los he puesto. Todavía los traigo puestos..."
»Y al decir esto se vuelve de espaldas, ¡y tenía el emplasto pegado sobre la pelliza!
Solté una carcajada. Pelagueia Ivánovna reía y golpeaba con saña un tronco con el atizador...
—Usted dirá lo que quiera, pero eso es un chiste —dije—; ¡no puede ser verdad!
—¿¡Un chiste!? ¿¡Un chiste!? —exclamaron las comadronas, a cual más fuerte.
—¡No! —exclamó con enojo el enfermero—. Aquí, sabe usted, la vida toda está hecha de esos chistes... Aquí ocurren cosas como ésa...
—¡Y el azúcar! —exclamó Ana Nikoláievna—. ¡Cuéntenos lo del azúcar, Pelagueia Ivánovna!
Pelagueia Ivánovna cerró la estufa y comenzó a hablar, con la vista baja.
—Voy un día a ese mismo Dúltsevo a ver a una parturienta...
—Ese Dúltsevo es famoso —no pudo contenerse el enfermero, y añadió—: ¡Perdón! ¡Continúe, colega!
—Bien, como es natural, la examino —continuó la colega Pelagueia Ivánovna —, y siento bajo mis dedos algo incomprensible en el canal de parto... Algo que estaba suelto, una especie de trocitos... Era ¡azúcar refinado!
—¡Ese sí es un chiste! —hizo notar solemnemente Demián Lukich.
—Un momento..., no entiendo nada...
—¡La abuela! —replicó Pelagueia Ivánovna—. La curandera se lo había enseñado. Tendrá, le había dicho, un parto difícil. El bebé no quiere salir a este mundo de Dios. En consecuencia, hay que atraerlo. ¡Así que decidieron seducirlo con dulce!
—¡Qué horror! —dije.
—A las parturientas les dan a masticar cabellos —dijo Ana Nikoláievna.
—¡¿Para qué?!
—Quién sabe. Tres veces nos han traído parturientas así. Aquella pobre mujer estaba acostada y no hacía más que escupir. Tenía la boca llena de cerdas. Es por superstición. Creen que así el parto será más sencillo...
Los ojos de las comadronas brillaban por los recuerdos. Estuvimos largo rato sentados junto al fuego, tomando té. Yo escuchaba sus relatos como embrujado. Contaban cómo, cuando era necesario llevar a la parturienta de la aldea al hospital, Pelagueia Ivánovna siempre iba detrás en su trineo por si cambiaban de opinión durante el camino y llevaban de nuevo a la parturienta a las manos de la comadrona de la aldea. Contaban cómo, en cierta ocasión, a una parturienta que tenía al bebé en una posición incorrecta, la colgaron del techo cabeza abajo, para que el niño se diera la vuelta. Contaban que una comadrona de la aldea de Korobovo, que había oído decir que los médicos hacen un corte en la bolsa de aguas, llenó de cortes la cabeza del bebé con un cuchillo de cocina, de tal forma que ni siquiera una persona tan famosa y hábil como Liponti pudo salvarle y menos mal que pudo salvar a la madre. Contaban cómo...
Hacía mucho tiempo que habíamos cerrado la estufa. Mis invitados se marcharon a su casa. Durante un rato vi cómo la ventana de la habitación de Ana Nikoláievna despedía una luz opaca que luego se apagó. Todo desapareció. Con la tormenta se mezcló una espesísima noche de diciembre y una cortina negra me ocultó el cielo y la tierra.
Yo paseaba de un lado a otro de mi gabinete; el suelo crujía bajo mis pasos, hacía calor gracias a la estufa holandesa y se oía roer en algún lugar a un diligente ratón.
«Pero no —pensaba yo—, lucharé contra las tinieblas egipcias durante todo el tiempo que el destino me mantenga en este lugar perdido. Azúcar refinado... ¡Qué os parece...!»
En mis sueños, nacidos a la luz de la lámpara cubierta por una pantalla verde, surgió la enorme ciudad universitaria y en ella una clínica, y en la clínica, una enorme sala, un suelo de azulejos, brillantes grifos, blancas sábanas esterilizadas, un asistente con una barba puntiaguda, muy sabia y canosa...
En momentos así un golpe en la puerta siempre inquieta, asusta. Me estremecí...
—¿Quién está ahí, Axinia? —pregunté, asomándome por la barandilla de la escalera interior (el apartamento del médico era de dos pisos: arriba estaban el gabinete y el dormitorio y abajo, el comedor, otra habitación —de finalidad desconocida– y la cocina, en la cual se alojaban Axinia, la cocinera, y su marido, el inamovible guardián de la clínica).
Resonó la pesada cerradura, la luz de una lámpara penetró y se balanceó en el piso de abajo. Entró una corriente de aire frío. Luego, Axinia me informó:
—Ha llegado un enfermo...
Yo, a decir verdad, me alegré. No tenía sueño y, como consecuencia del ruido del ratón y de los recuerdos, comenzaba a sentirme algo melancólico y solitario. Además un «enfermo» significaba que no era una mujer, es decir que no se trataba de lo peor: un parto.
—¿Puede caminar?
—Sí —contestó bostezando Axinia.
—Entonces que vaya al gabinete.
La escalera crujió durante largo rato. Subía un hombre sólido, de gran peso. Entretanto yo ya me había sentado detrás del escritorio, e intentaba que la vivacidad de mis veinticuatro años no se escapara del caparazón profesional del esculapio. Mi mano derecha sostenía el estetoscopio, como si fuera un revólver.
Una figura vestida con una pelliza de cordero y botas de fieltro entró con dificultad por la puerta. La figura tenía el gorro en las manos.
—¿Por qué viene usted tan tarde? —pregunté con enorme seriedad, para tranquilidad de mi conciencia.
—Perdone usted, ciudadano doctor —respondió la figura, con una voz baja, agradable y suave—, ¡la tormenta es una verdadera desgracia! He llegado tarde, pero qué se puede hacer; ¡discúlpeme, por favor!
«Un hombre educado», pensé con satisfacción. La figura me había gustado mucho e incluso la espesa barba pelirroja me había producido una buena impresión. Por lo visto aquella barba era objeto de un cierto cuidado. Su dueño no sólo la recortaba, sino que además le untaba alguna substancia que cualquier médico que hubiera pasado aunque sólo fuera un corto tiempo en la aldea podría distinguir sin dificultad: aceite vegetal.
—¿De qué se trata? Quítese la pelliza. ¿De dónde es usted?
La pelliza quedó como una montaña sobre la silla.
—La fiebre me tortura —contestó el enfermo, y me miró tristemente.
—¿La fiebre? ¡Aja! ¿Viene usted de Dúltsevo?
—Exactamente. Soy molinero.
—¿Y cómo le atormenta la fiebre? ¡Cuénteme!
—Cada día, en cuanto dan las doce, comienza a dolerme la cabeza. Luego me sube la fiebre, me martiriza durante un par de horas y luego me deja.
«¡El diagnóstico está listo!», tintineó victoriosamente en mi cabeza.
—¿Y en las horas restantes no tiene nada?
—Tengo las piernas débiles...
—Aja... ¡Desabróchese la ropa! Hmm... así.
Hacia el final del examen, el enfermo me había encantado. Después de las ancianas obtusas, de los adolescentes asustados que se apartan aterrados de la cucharilla de metal, después del asunto de la mañana con la belladona, mi ojo universitario descansaba en aquel molinero.
Las palabras del molinero eran sensatas. Además, resultó que sabía leer y escribir, e incluso cada uno de sus gestos estaba impregnado de respeto por mi ciencia favorita: la medicina.
—Bien, querido —dije dándole un golpecito en su amplio y cálido pecho—, usted tiene malaria. Una fiebre intermitente... Ahora tengo toda una sala vacía. Le recomiendo que se interne. Le atenderemos como es debido. Comenzaré a curarle con polvos y, si eso no le ayuda, le inyectaremos. Tendremos éxito. ¿Eh? ¿Se internará...?
—¡Se lo agradezco profundamente! —contestó muy cortésmente el molinero—. Hemos oído hablar mucho de usted. Todos están contentos. Dicen que usted cura tan bien... Incluso estoy de acuerdo con las inyecciones, con tal de curarme.
«¡Vaya, este hombre es en verdad un rayo de luz en la oscuridad!», pensé, y me senté detrás del escritorio. El sentimiento que experimentaba en ese momento era tan agradable, que no parecía que fuera un molinero ajeno a mí quien había venido a visitarme en la clínica, sino mi hermano.
En una receta escribí:
Chinini mur. 0,5
D.T. dos. N 10
S. al molinero Judov
un sobre a medianoche.
Y estampé una audaz firma.
En otra receta:
«¡Pelagueia Ivánovna! Reciba en la sala número 2 al molinero. Tiene malaria. Hay que darle un sobre de quinina, como es costumbre en estos casos, unas cuatro horas antes del ataque, es decir a la medianoche.
¡Ahí tiene usted una excepción! ¡Es un molinero con educación!»
Ya acostado en mi cama, recibí de las manos de la hosca y soñolienta Axinia la nota de respuesta:
«¡Querido doctor! Lo he hecho todo. Pel. Lbova.»
Me quedé dormido.
... Y desperté.
—¿Qué pasa? ¿Qué? ¡¿Qué ocurre, Axinia?! —farfullé.
Axinia estaba de pie, cubriéndose recatadamente con una falda de lunares blancos sobre fondo oscuro. La vela alumbraba temblorosamente su rostro adormilado y agitado.
—Acaba de venir Maria. Pelagueia Ivánovna le ha ordenado que lo llamara a usted de inmediato.
—¿Qué ha sucedido?
—Dice que el molinero se está muriendo en la sala número 2.
—¡¿Qué?! ¿Se está muriendo? ¿¡Qué es eso de que se está muriendo!?
Mis pies descalzos sintieron de inmediato el suelo helado, al no dar con las zapatillas. Se me rompían las cerillas y tardé bastante en encender la llamita azulada de la lámpara... El reloj marcaba exactamente las seis.
«¿Qué ocurre...? ¿Qué ocurre? ¡¿Acaso no será malaria?! ¿Qué tendrá el molinero? El pulso era magnífico...»
Antes de cinco minutos, con los calcetines puestos al revés, la chaqueta sin abotonar, despeinado, con mis botas de fieltro, atravesé corriendo el patio, todavía completamente oscuro, y entré en la sala número 2.
Sobre una cama deshecha, junto a unas sábanas arrugadas, vestido tan sólo con la ropa de la clínica, estaba sentado el molinero. Le alumbraba una pequeña lámpara de petróleo. Su barba pelirroja estaba completamente despeinada y sus ojos me parecieron negros y enormes. El molinero se tambaleaba, como si estuviera borracho. Se observaba a sí mismo con horror, respiraba pesadamente...
La enfermera Maria, con la boca abierta, miraba el rostro púrpura oscuro del molinero.
Pelagueia Ivánovna, con la bata torcida y la cabeza descubierta, se lanzó a mi encuentro.
—¡Doctor! —exclamó con voz algo ronca—. ¡Le juro que no tengo la culpa! ¿Quién podía haberlo esperado? Usted mismo escribió que era una persona educada...
—¡¿Pero qué pasa?!
—¡Imagínese, doctor! ¡Se ha tomado los diez sobres de quinina de una sola vez! A medianoche.
* * *
Era un opaco amanecer de invierno. Demián Lukich recogía la sonda estomacal. Olía a aceite de alcanfor. La palangana que se encontraba en el suelo estaba llena de un líquido parduzco. El molinero yacía agotado y pálido, cubierto hasta el mentón por las sábanas. La barba pelirroja sobresalía erizada. Me incliné. Le tomé el pulso y me convencí de que el molinero había salido con bien.
—¿Cómo está? —le pregunté.
—Tengo tinieblas egipcias en los ojos... Oh... Oh... —contestó el molinero con una débil voz de bajo.
—¡Yo también! —contesté irritado.
—¿Cómo? —replicó el molinero (todavía me oía mal).
—Explícame una sola cosa, buen hombre: ¡¿por qué lo has hecho?! —le grité con fuerza en el oído.
Aquel sombrío y hostil bajo me respondió:
—Pensé que no valía la pena perder el tiempo tomando los sobres de uno en uno. Me los tomé todos juntos y asunto terminado.
—¡Es monstruoso! —exclamé.
—¡Un chiste! —respondió el enfermero, en una especie de cáustica modorra.
* * *
«Pero no..., lucharé. Lucharé... Yo...» Y se apoderó de mí un dulce sueño después de una noche difícil. Se extendió un velo de tinieblas egipcias... y en él me pareció verme a mí..., no sé si con una espada o con un estetoscopio. Camino... Lucho... En un lugar apartado. Pero no estoy solo. Conmigo camina mi ejército: Demián Lukich, Ana Nikoláievna, Pelagueia Ivánovna. Todos con batas blancas y siempre adelante, adelante...
—¡Qué cosa tan espléndida es el sueño...!
1926
Un ojo desaparecido
Así pues, había transcurrido un año. Justamente un año desde el momento en que llegué a esta misma casa. También entonces colgaba una cortina de lluvia detrás de las ventanas y también entonces las últimas hojas de los abedules se marchitaban melancólicamente. Parecía que nada había cambiado a mi alrededor. Pero yo sí había cambiado mucho. Decidí festejar, en la más completa soledad, esta noche de recuerdos...
Me dirigí por el crujiente suelo a mi dormitorio y me miré en el espejo. Sí, había una gran diferencia. Un año antes, en el espejo recién sacado de la maleta se había reflejado un rostro afeitado. En ese entonces, la raya a un lado adornaba la cabeza de veinticuatro años. Ahora la raya había desaparecido. Los cabellos estaban echados hacia atrás sin ninguna pretensión. Es imposible seducir a nadie con la raya en el pelo si te encuentras a treinta verstas de la línea del ferrocarril. Lo mismo en cuanto al afeitado: sobre mi labio superior se había establecido firmemente una franja que parecía un cepillo de dientes amarillento y duro y mis mejillas se habían vuelto como un rallador, de modo que si durante el trabajo sentía comezón en el antebrazo, era muy agradable rascármelo con la mejilla. Suele ocurrir así si en vez de tres veces a la semana te afeitas sólo una.
En alguna ocasión, en algún lugar..., no recuerdo en dónde..., leí algo acerca de un inglés que fue a parar a una isla desierta. Era un inglés muy interesante. Estuvo en esa isla hasta tener alucinaciones. Y cuando un barco se acercó y la lancha arrojó a los hombres salvavidas él —anacoreta– los recibió con disparos de revólver, creyendo que se trataba de un espejismo, de un engaño del desierto campo de agua. Pero ese inglés estaba afeitado. Cada día se afeitaba en la isla deshabitada. Recuerdo que este orgulloso hijo de Britania me produjo la más grande admiración. Cuando vine a este lugar, puse en mi maleta una maquinilla de afeitar Gillette, con una docena de hojas de recambio, una navaja y una brocha. Había decidido firmemente que me afeitaría cada tercer día, porque este lugar no era en nada inferior a una isla deshabitada.
Pero sucedió que, en cierta ocasión, un claro día del mes de abril, después de que yo hubiera colocado todos esos encantos ingleses bajo un dorado y oblicuo rayo de luz y hubiera dejado impecable mi mejilla derecha, irrumpió, trotando como un caballo, Egórich, calzado con unas enormes botas rotas, y me informó que una mujer estaba dando a luz en los matorrales del vedado, junto al riachuelo. Recuerdo que con la toalla me limpié la mejilla izquierda y salí a toda prisa acompañado de Egórich. Éramos tres los que corríamos hacia el riachuelo, turbio y crecido en medio de los desnudos sotos de mimbres: la comadrona llevando las pinzas de torsión, un rollo de gasa y un frasco de yodo, yo con los ojos extraviados y saltones y, detrás, Egórich. Este, a cada cinco pasos, se sentaba en la tierra y, maldiciendo, arrancaba pedazos de su bota izquierda: se le había despegado la suela. El viento volaba a nuestro encuentro, el dulce y salvaje viento de la primavera rusa. La comadrona Pelagueia Ivánovna había perdido su pasador y sus cabellos recogidos en un moño se habían soltado y le golpeaban el hombro.
—¿Por qué demonios te bebes todo tu dinero? —farfullé al vuelo a Egórich—. Es una canallada. Eres el guardián de una clínica y vas vestido como un mendigo.
—Eso no es dinero —dijo Egórich haciendo rechinar con rabia los dientes—. Por veinte rublos al mes todo este sufrimiento... ¡Ah, maldita seas! —Egórich golpeaba el suelo con el pie como un furioso caballo trotón—. Dinero..., con eso no sólo no me alcanza para botas, ni siquiera para comer y beber...
—Beber, eso es lo principal para ti —dije con voz afónica, asfixiándome—, por eso vas tan desarrapado...
Junto al puente podrido se oyó un lastimero y débil gemido, que voló sobre el impetuoso torrente y se apagó. Llegamos corriendo y vimos a una mujer desgreñada, que se retorcía de dolor. El pañuelo se le había caído de la cabeza y los húmedos cabellos estaban pegados a su frente sudorosa. La mujer, en su sufrimiento, ponía los ojos en blanco y con las uñas desgarraba su pelliza. Una brillante sangre había salpicado la primera hierba verde, clara y pálida, que había brotado en la tierra fértil y embebida de agua.
—No alcanzó a llegar, no alcanzó a llegar —dijo apresuradamente Pelagueia Ivánovna mientras ella misma, con la cabeza descubierta y parecida a una bruja, deshacía el rollo de gasa.
Allí, con el alegre rugido de las aguas que se precipitaban a través de los oscurecidos pilares de madera del puente, Pelagueia Ivánovna y yo recibimos a un bebé de sexo masculino. Lo recibimos vivo y salvamos a la madre. Luego las dos enfermeras y Egórich, con el pie izquierdo descalzo, libre ya de la odiada suela podrida, llevaron a la parturienta hasta el hospital en una camilla.
Cuando ésta, ya tranquila y pálida, yacía cubierta por las sábanas, cuando el bebé ya había sido colocado en una cuna junto a ella y cuando todo estuvo en orden, le pregunté:
—¿No podías encontrar un lugar mejor que el puente para dar a luz? ¿Por qué no viniste a caballo?
Ella contestó:
—Mi suegro no me dio el caballo. Son sólo cinco verstas, me dijo, llegarás. Eres una mujer fuerte. Para qué cansar en vano al caballo...