355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Mijaíl Bulgákov » Morfina » Текст книги (страница 8)
Morfina
  • Текст добавлен: 21 сентября 2016, 17:11

Текст книги "Morfina"


Автор книги: Mijaíl Bulgákov



сообщить о нарушении

Текущая страница: 8 (всего у книги 8 страниц)

...A decir verdad, esa mujer es la única persona que me es realmente fiel. Y ella debería ser mi esposa. A la otra la he olvidado. La he olvidado. Después de todo, esto debo agradecérselo a la morfina...


8 de abril de 1917.

Esto es un martirio.


9 de abril.

La primavera es terrible.


El diablo en una ampolla. ¡La cocaína es el diablo en una ampolla!

Su efecto es el siguiente:

Tras una inyección de una solución al 2 % aparece, casi instantáneamente, una sensación de tranquilidad que de inmediato se convierte en éxtasis y beatitud. Esto dura sólo uno o dos minutos. Después todo desaparece sin dejar huellas, como si no hubiera existido. Llega el dolor, el terror, la oscuridad. Truena la primavera, pájaros negros vuelan entre las ramas desnudas; en lontananza el bosque intrincado, roto y oscuro se eleva hacia el cielo y detrás de él se inflama, ocupando una cuarta parte del cielo, el primer atardecer de la primavera.

Mido con pasos la solitaria y vacía habitación principal de mi apartamento de médico, caminando en diagonal de las puertas a la ventana y de la ventana a las puertas. ¿Cuántos de estos paseos puedo hacer? No más de quince o dieciséis. Luego tengo que volverme y dirigirme al dormitorio. La jeringuilla se encuentra sobre las gasas, junto a la ampolla. La tomo y, untando descuidadamente con yodo mi agujereada cadera, hundo la aguja en la piel. No hay ningún dolor. Oh, al contrario: saboreo por anticipado la euforia que está a punto de llegar. Y entonces llega. Lo sé porque los sonidos del acordeón —que el guardia Vlas, feliz por la llegada de la primavera, está tocando en el porche—, esos sonidos desgarrados y roncos que me llegan apagados a través del cristal, se convierten en voces angelicales y los bastos bajos de los pliegues hinchados del acordeón cantan como un coro celestial. Pero hay un instante en el que la cocaína que está en la sangre, obedeciendo una ley misteriosa no descrita en ningún tratado de farmacología, se transforma en algo nuevo. Yo lo sé: es la mezcla del diablo con mi sangre. Vlas se marchita en el porche, y yo le odio; el atardecer, retumbando intranquilo, me abrasa las entrañas. Y esto ocurre unas cuantas veces seguidas en el transcurso de la tarde, hasta que comprendo que estoy envenenado. El corazón comienza a latir de tal forma que lo siento en las manos, en las sienes..., pero luego cae en un abismo y hay momentos en que pienso que el doctor Poliakov no regresará más a la vida...


13 de abril.

Yo, el desdichado doctor Poliakov, que en febrero de este año enfermó de morfinismo, advierto a todos aquellos a quienes les toque mi misma suerte, que no traten de sustituir la morfina por cocaína. La cocaína es el veneno más terrible y pérfido. Ayer, Ana apenas logró reanimarme con alcanfor; hoy soy una especie de cadáver...


6 de mayo de 1917.

Hace mucho tiempo que no he escrito en mi diario. Es una lástima. En realidad no es un diario sino una historia clínica y, por lo visto, lo que siento es atracción profesional por el único amigo que tengo en el mundo (sin tener en cuenta a mi triste y a menudo llorosa amiga Ana).

Así pues, si he de llevar una historia clínica, aquí está: me inyecto morfina dos veces al día: a las cinco de la tarde (después de la comida) y a las doce de la noche, antes de dormir.

La solución es al 3%: dos jeringuillas. En consecuencia, recibo cada vez 0,06.

¡No es poco!

Mis anotaciones anteriores son un tanto histéricas. No hay nada particularmente aterrador. Esto no se refleja de ninguna manera en mi capacidad de trabajo. Al contrario: durante el día vivo de la inyección nocturna de la víspera. Realizo magníficamente las operaciones, soy irreprochablemente atento en las recetas y juro por mi palabra de médico que mi morfinismo no ha causado ningún daño a mis pacientes. Espero que en el futuro tampoco les cause. Pero es otra cosa lo que me atormenta. Constantemente tengo la sensación de que alguien descubrirá mi adicción. Y durante las horas de consulta me es muy difícil sentir en la espalda la pesada mirada escudriñadora de mi enfermero-asistente.

¡Absurdo! El no sospecha nada. No hay nada que me delate. Mis pupilas pueden delatarme sólo por la noche, y por la noche no me encuentro con él.

He remediado la espantosa disminución de la morfina en nuestra farmacia yendo a la capital del distrito. Pero también allí tuve que sufrir momentos desagradables. El jefe del almacén cogió mi pedido, en el que yo había anotado, precavidamente, toda clase de tonterías —como cafeína, de la cual tenemos grandes cantidades—, y me dijo:

—¿Cuarenta gramos de morfina?

Sentí que esquivaba su mirada, como un colegial. Sentí que enrojecía...

El me dijo:

—No tenemos una cantidad tan grande. Le daré unos diez gramos.

Era cierto que no tenía tanta morfina, pero a mí me pareció que ese hombre había descubierto mi secreto, que me tanteaba y me escudriñaba con la mirada; y yo me agitaba y sufría.

No, las pupilas; sólo las pupilas son peligrosas, y por eso me he impuesto como norma no encontrarme con nadie por las noches. Por cierto, habría sido imposible encontrar un lugar más adecuado para eso que mi distrito: hace más de seis meses que no he visto a nadie, con excepción de mis pacientes. Y a ellos les tengo sin cuidado.


18 de mayo.

Una noche asfixiante. Habrá tormenta. A lo lejos, detrás del bosque, el vientre negro de la tormenta crece y se hincha. Un relámpago pálido e inquietante atraviesa el cielo. La tormenta ha comenzado.

Tengo ante mis ojos un libro en el que se describen los síntomas de la abstinencia en los morfinómanos:

«...inquietud, ansia y estado depresivo, irritabilidad, debilitamiento de la memoria, a veces alucinaciones y un grado ligero de ofuscamiento de la razón...»

Jamás he experimentado alucinaciones. En cuanto a lo demás, puedo decir que no son más que palabras opacas, triviales, carentes de significado.

¡«Estado depresivo...»!

No, yo, que he contraído esta terrible enfermedad, advierto a los médicos para que sean compasivos con sus pacientes. No es un «estado depresivo» sino una muerte lenta la que se apodera de un morfinómano si se le priva de la morfina, aunque sólo sea por una o dos horas. El aire pierde su consistencia y se hace irrespirable... No hay una sola célula en el cuerpo que no esté ansiosa... ¿De qué? Eso no se puede ni determinar ni explicar. En una palabra, la persona deja de existir. Está desconectada. Es un cadáver que se mueve, se deprime y sufre. No desea nada, ni piensa en nada que no sea la morfina. ¡Morfina!

La muerte de sed es una muerte paradisíaca, beatífica en comparación con la sed de morfina. Probablemente sólo alguien que haya sido enterrado vivo atrape así las últimas minúsculas burbujas de aire que hayan quedado en el ataúd y se desgarre con las uñas la piel del pecho. Así gime y se agita el hereje en la hoguera, cuando las primeras lenguas de fuego lamen sus piernas...

Una muerte seca, una muerte lenta...

Eso es lo que se esconde debajo de las eruditas palabras «estado depresivo».


No puedo más. Acabo de inyectarme. Un respiro. Un respiro más.

Me siento mejor. Y ahí está..., ahí está..., un ligero frío mentolado en la cavidad estomacal...

Tres jeringuillas de una solución al 3 %. Esto será suficiente hasta la medianoche...


Absurdo. Esta anotación es un absurdo. No es tan terrible. ¡Tarde o temprano la dejaré...! Pero ahora debo dormir, dormir.

Con esta estúpida lucha contra la morfina no hago más que atormentarme y debilitarme.

(Aquí han sido arrancadas unas veinte páginas del cuaderno.)


...mbre.

...vómito a las cuatro y media.

Cuando me sienta mejor, anotaré mis terribles impresiones.


14 de noviembre de 1917.

Así, después de fugarme de Moscú, del sanatorio del doctor... (el apellido está cuidadosamente tachado), estoy de nuevo en casa. La lluvia cae como una cortina y me oculta el mundo. Que lo oculte. No tengo necesidad de él, como nadie en el mundo tiene necesidad de mí. Todavía estaba en la clínica cuando el tiroteo y el golpe de Estado. Pero la idea de abandonar el tratamiento maduró furtivamente en mí aun antes de los combates en las calles de Moscú. Debo darle las gracias a la morfina por haber hecho de mí un valiente. No me asusta ningún tiroteo. Después de todo, ¿acaso hay algo que pueda asustar a un hombre que sólo piensa en una cosa: en los maravillosos y divinos cristales? Cuando la enfermera, completamente aterrorizada por el retumbar de la artillería...

(Una página ha sido arrancada.)

...nqué esta página, para que nadie lea la vergonzosa descripción de cómo un hombre diplomado huyó, furtiva y cobardemente, y robó su propio traje.

¡Como si se tratara de un traje!

Llevaba puesta la camisa del hospital. Tenía la cabeza en otro lado. Al día siguiente, después de haberme inyectado, reviví y volví a la clínica del doctor N. Este me recibió con piedad, pero en su piedad se sentía, después de todo, el desprecio. No es justo. Es un psiquiatra, debe comprender que no siempre soy dueño de mis actos. Estoy enfermo. ¿Por qué entonces despreciarme? Devolví la camisa del hospital.

El doctor dijo:

—Gracias. —Y añadió—: ¿Qué piensa hacer ahora?

Yo dije con ánimo (en ese momento me encontraba en un estado de euforia):

—He decidido regresar a mi rincón perdido, tanto más cuanto que mi permiso ha terminado. Le estoy muy agradecido por su ayuda, me siento mucho mejor. Continuaré curándome en casa.

El contestó de la siguiente manera:

—Usted no se siente en absoluto mejor. Me resulta francamente cómico que me diga eso a mí. Basta echar una mirada a sus pupilas. ¿Con quién cree que está hablando...?

—Yo, profesor, no me puedo deshabituar de inmediato..., sobre todo ahora, cuando están teniendo lugar todos estos acontecimientos..., el tiroteo me ha destrozado los nervios...

—Pero eso ya ha terminado. Tenemos un nuevo gobierno. Vuelva a ingresar en la clínica.

En ese momento lo recordé todo..., los gélidos corredores..., las paredes desnudas pintadas con pintura de aceite..., y a mí, arrastrándome como un perro con una pata rota... Espero alguna cosa... ¿Qué? ¿Un baño caliente...? No, una pequeña inyección de 0,05 de morfina. Una dosis que no provoca la muerte, es cierto... solamente... todo ese abatimiento, ese peso que continúa oprimiendo como antes... Las noches vacías, la camisa que yo mismo desgarré sobre mi cuerpo mientras suplicaba que me dejaran salir.

No. No. Han inventado la morfina, la han extraído de las cabecitas secas y crujientes de la planta divina, ¡pues entonces que encuentren el modo de curar a las personas sin hacerlas sufrir! Moví tozudamente la cabeza. En ese momento él se levantó y yo me lancé aterrado hacia la puerta. Tuve la impresión de que quería cerrarla con llave y retenerme a la fuerza en el hospital...

El profesor enrojeció.

—No soy un carcelero —dijo no sin cierta irritación—, y esto no es la Butyrka. Puede estar tranquilo. Hace dos semanas usted presumió de ser una persona completamente normal. Y he aquí que... —El profesor repitió expresivamente mi gesto de terror—. Pero no le detengo...

—Profesor, devuélvame la declaración que firmé. Se lo suplico. —Y mi voz incluso tembló lastimeramente.

—Con gusto.

Hizo girar la llave en el escritorio y me devolvió mi declaración (en la que me comprometía a seguir el tratamiento completo durante dos meses, aceptaba que podía ser retenido por los médicos de la clínica, etcétera. En suma, un formulario común y corriente).

Cogí el papel con mano temblorosa y lo escondí mientras murmuraba:

—Se lo agradezco.

Luego me puse en pie para marcharme. Y salí.

—¡Doctor Poliakov! —se oyó detrás de mí. Me volví, sujetándome al pomo de la puerta—. Escuche —dijo el profesor—, recapacite. Comprenda que de todos modos acabará en una clínica psiquiátrica, digamos que un poco más tarde... Además, para entonces su estado habrá empeorado notablemente. Hasta ahora le he tratado como a un médico. Pero más tarde se encontrará en un estado de absoluto desquiciamiento psíquico. Usted, querido, en realidad no debería siquiera ejercer la medicina y, quizá, incluso sea criminal no poner sobre aviso al personal de su lugar de trabajo.

Me estremecí. Sentí claramente que mi rostro había perdido su color (aunque de todas formas me quedaba poco).

—Profesor —dije con voz sorda—, le suplico que no diga nada a nadie... Me quitarán el trabajo... Me declararán enfermo... ¿Por qué quiere hacerme eso?

—¡Márchese! —gritó el profesor con despecho—, ¡márchese! No diré nada. De todas formas le traerán de regreso...

Salí y juro que durante todo el camino me sentí atormentado por el dolor y la vergüenza... ¿Por qué...?


Es muy simple. Ah, amigo mío, mi fiel diario. No me traicionarás, ¿verdad? En realidad no se trata del traje sino de que, en el sanatorio, había robado morfina. Tres cubitos en cristales y diez gramos de solución al 1 %.

Pero no sólo esto me interesa, también me inquieta lo siguiente. La llave estaba puesta en el armario. Pero ¿y si no hubiera estado? ¿Habría roto el armario o no? ¿Eh? Con la mano en el corazón...

Lo habría roto.


Entonces, el doctor Poliakov es un ladrón. Tendré tiempo de arrancar la página.

En cuanto a lo de ejercer mi profesión, creo que exagero. Sí, soy un degenerado. Es completamente cierto. Ha comenzado ya la degeneración de mi personalidad moral. Pero aún puedo trabajar; soy incapaz de hacer ningún mal o daño a ninguno de mis pacientes.

¿Por qué robé? Muy sencillo. Pensé que durante los combates y toda la confusión relacionada con el golpe de Estado, no encontraría morfina en ningún lugar. Pero cuando las cosas se tranquilizaron, en una farmacia de la periferia conseguí quince gramos de solución al 1 %, cosa inútil y fastidiosa para mí (¡tendré que inyectarme 9 veces!). Además, tuve que humillarme. El boticario exigió un sello y me miró con aire sombrío y de sospecha. Y sin embargo al día siguiente, una vez que había vuelto a mi estado normal, obtuve sin ninguna dificultad, en otra farmacia, veinte gramos en cristales. Había escrito una receta para el hospital solicitando también, por supuesto, cafeína y aspirinas. Sí, después de todo, ¿por qué debo esconderme? ¿Por qué tener miedo? ¿Acaso llevo escrito en la frente que soy morfinómano? A fin de cuentas, ¿a quién le importa?


¿Tan avanzada está mi degeneración? Presento como testimonio estas notas. Son fragmentarias, ¡pero yo no soy un escritor! ¿Acaso hay en ellas ideas delirantes? Me parece que razono de manera perfectamente sana.


El morfinómano tiene una felicidad de la que nadie puede privarle: la capacidad de pasar la vida en el más completo aislamiento. Aislamiento significa pensamientos profundos y elevados, contemplación, serenidad, sabiduría...

La noche transcurre, negra y silenciosa. En alguna parte se encuentra el bosque desnudo y, detrás de él, algún riachuelo, el frío, el otoño. Lejos, muy lejos, está Moscú, desmelenada e impetuosa. No me importa nada, no tengo necesidad de nada y ningún lugar me atrae.

Arde, llama, en mi lámpara, arde, en silencio; quiero descansar después de las aventuras moscovitas, quiero olvidarlas.

Y las he olvidado.


Las he olvidado


18 de noviembre.

Primeras heladas. La tierra se ha secado. He salido a dar un paseo por el sendero que conduce al río, porque ya casi nunca estoy al aire libre.

Mi personalidad se degenera, de acuerdo, pero aún hago esfuerzos por evitarlo. Esta mañana, por ejemplo, no me he inyectado (actualmente me inyecto tres veces al día tres jeringuillas de solución al 4 %). Me siento incómodo. Ana me da lástima. Cada vez que aumento la dosis ella sufre. Me da lástima. ¡Ah, qué ser humano!

Sí... así... que... al empezar a sentirme mal, he decidido sufrir un poco (¡el profesor N debería haberme visto), y aplazar el momento de la inyección, y entonces he salido en dirección al río.

Qué desierto. Ni un sonido, ni un murmullo. El crepúsculo no ha comenzado todavía, pero se siente cómo se arrastra por los pantanos, por los montículos, entre los troncos... Avanza, avanza hacia el hospital de Levkovo... Yo también me arrastro, apoyándome en el bastón (a decir verdad, me he debilitado un poco en este último tiempo).

Y, de pronto, veo a una viejecita de cabellos amarillos que viene desde el río, por la pendiente. No camina, corre hacia mí, pero sin mover las piernas bajo su abigarrada falda en forma de campana... En un primer momento no he comprendido quién era, ni siquiera me he asustado. Una ancianita como cualquier otra. Pero resultaba extraño que en aquel frío llevara la cabeza descubierta y no se cubriera el pecho más que con una blusa... ¿De dónde había salido aquella anciana mujer? ¿Quién era? Cuando terminan las consultas en Levkovo y se han marchado los últimos trineos de los campesinos, no queda nadie en diez verstas a la redonda. ¡Niebla, pantanos, bosques! Un sudor frío me ha corrido de pronto por la espalda, ¡había comprendido! La viejecita no corría, volaba, sin tocar la tierra. ¿Es correcto? Pero no era eso lo que me había arrancado un grito, no, sino el hecho de que la viejecita llevaba una horquilla en las manos. ¿Por qué me he asustado tanto? ¿Por qué? He caído sobre una rodilla, he extendido los brazos y me he cubierto para no verla; luego me he vuelto y, cojeando, he corrido a casa como a un lugar de salvación, deseando llegar rápido, antes de que me explotara el corazón, deseando llegar a las cálidas habitaciones, ver a Ana viva y... la morfina...

He entrado corriendo.


Absurdo. Una simple alucinación. Una alucinación casual.


19 de noviembre.

Vómito. Es un mal síntoma.


Mi conversación nocturna con Ana, el día 21.

Ana.– El enfermero lo sabe.

Yo.– ¿De verdad? Da lo mismo. Son tonterías.

Ana.– Si no te marchas de aquí a la ciudad, me ahorcaré. ¿Me oyes? Mira tus manos, míralas.

Yo.– Tiemblan un poco. Pero esto no me impide trabajar.

Ana.– Pero míralas: se han vuelto transparentes. No son más que piel y hueso... Mírate la cara... Escucha, Seriozha, vete, te lo suplico, vete...

Yo.– ¿Y tú?

Ana.– Vete. Vete. Te estás destruyendo.

Yo.– Exageras un poco. Aunque en realidad yo mismo no comprendo por qué me he debilitado tan rápidamente. Llevo enfermo menos de un año. Por lo visto se debe a que mi constitución es así.

Ana (tristemente).– ¿Qué puede devolverte a la vida? ¿Tal vez tu Amneris, tu esposa?

Yo.– Oh, no. Tranquilízate. Gracias a la morfina me he librado de ella. En lugar de ella tengo la morfina.

Ana.– ¡Oh, Dios...! ¿Qué puedo hacer?


Yo creía que personas como Ana sólo existían en las novelas. Si alguna vez me curo, uniré para siempre mi destino al de ella. Ojalá el otro no regrese de Alemania.


27 de diciembre.

Hace mucho que no he cogido el cuaderno. Me he puesto el abrigo, los caballos esperan. Bomgard se ha marchado del distrito de Gorelovo y me han enviado para reemplazarle. A mi distrito vendrá una doctora.

Ana se quedará aquí... Vendrá a visitarme...

Aunque son treinta verstas.

Hemos decidido firmemente que, a partir del 1 de enero, tomaré un mes de permiso por enfermedad e iré a Moscú a ver al profesor. De nuevo firmaré un compromiso y, durante un mes, sufriré tormentos inhumanos en su sanatorio.

Adiós, Levkovo. Hasta pronto, Ana.


1918


Enero.

No he ido. No puedo separarme de mi ídolo en forma de cristales solubles.

Moriría durante el tratamiento.

Cada vez con más frecuencia me ronda la idea de que no necesito curarme.


15 de enero.

Vómito por la mañana.

Tres jeringuillas de solución al 4 % al atardecer. Tres jeringuillas de solución al 4 % por la noche.


16 de enero.

Día de operaciones, por lo tanto he tenido una larga abstinencia: desde la noche hasta las seis de la tarde.

Al atardecer —la hora más terrible– ya en mi apartamento, he oído con toda claridad una voz, monótona y amenazadora, que repetía:

—Serguéi Vasílievich, Serguéi Vasílievich.

Después de la inyección, todo ha desaparecido de inmediato.


17 de enero.

Hay tormenta: no hay consulta. Durante mi abstinencia leí un manual de psiquiatría que me produjo una impresión aterradora. Estoy perdido, no hay ninguna esperanza.

El más mínimo rumor me asusta, la gente me resulta odiosa durante la abstinencia. Me da miedo. Durante la euforia los amo a todos, pero prefiero la soledad.

Aquí debo andar con cuidado: hay un enfermero y dos comadronas. Debo estar muy atento para no traicionarme. Ahora tengo experiencia y no me traicionaré. Nadie sabrá nada, mientras tenga una reserva de morfina. Yo mismo me preparo la solución o bien le envío con tiempo la receta a Ana. En una ocasión ella hizo el intento (disparatado) de cambiar la solución al 5 % por una al 2 %. Ella misma la trajo de Levkovo, en medio del frío y la tormenta.

Esa fue la causa de que aquella noche tuviéramos una violenta discusión. La convencí de no volver a hacerlo. Comuniqué al personal de este lugar que me encontraba enfermo. Durante mucho tiempo me rompí la cabeza pensando qué enfermedad inventar. Dije que tenía reumatismo en las piernas y neurastenia aguda. Les he advertido que en febrero me marcharé con un permiso a Moscú para curarme. El asunto marcha bien. No hay ninguna interrupción en el trabajo. Evito operar los días en que soy víctima de vómitos incontenibles, acompañados de hipo. Por eso he tenido que diagnosticarme también un catarro estomacal. ¡Ah, son demasiadas enfermedades para una sola persona!

El personal de aquí es compasivo y ellos mismos me empujan a que tome un permiso.

Mi aspecto externo: delgado y pálido como la cera.

Me he dado un baño y luego me he pesado en la balanza del hospital. El año pasado pesaba 65 kilogramos; ahora peso 55. Me he asustado al mirar la flecha de la balanza, pero después ha pasado.

Tengo los antebrazos constantemente llenos de abscesos, igual que las caderas. No sé preparar con esterilidad la solución; además, unas tres veces me he inyectado con una jeringuilla que no había sido hervida; tenía mucha prisa, era antes de un viaje.

Esto es inadmisible.


18 de enero.

He tenido la siguiente alucinación:

Estaba esperando en unas ventanas negras la aparición de ciertas personas pálidas. Era insoportable. Sólo había una cortina. He cogido gasa en el hospital y la he colgado en la ventana. No he podido inventar una justificación.

¡Ah, diablos! ¿Por qué, a fin de cuentas, siempre debo buscar una justificación para cada una de mis acciones? ¡Esto no es vida, es un martirio!

¿Expreso mis pensamientos con claridad?

Creo que sí.

¿La vida? ¡Qué ridiculez!


19 de enero.

Hoy, durante un receso entre las consultas, cuando estábamos descansando y fumando en la farmacia, el enfermero, mientras mezclaba unos polvos, nos ha contado (riéndose por alguna razón) la historia de una enfermera morfinómana que, no pudiendo procurarse morfina, bebía media copa de un licor de opio. Yo no sabía adonde dirigir la mirada durante el tiempo que ha durado este atormentador relato. ¿Qué hay de gracioso en eso? El enfermero me es odioso. ¿Qué hay de gracioso? ¿Qué?

He salido de la farmacia caminando como un ladrón.

«¿Qué es lo que le resulta a usted gracioso en esa enfermedad...?»

Pero me he contenido, me he cont...

En mi situación, no debo ser especialmente petulante con la gente.

Ah, enfermero. Es tan cruel como esos psiquiatras, que no son capaces de ayudar al enfermo de ninguna manera, de ninguna manera, de ninguna manera.

De ninguna manera.

De ninguna manera.


Las líneas anteriores fueron escritas en un momento de abstinencia y contienen muchas afirmaciones injustas.

Es noche de luna. Estoy acostado después de un ataque de vómito, me siento débil. No puedo levantar los brazos muy alto y trazo mis pensamientos con lápiz. Son puros y orgullosos. Soy feliz por unas cuantas horas. El sueño me espera. En lo alto brilla la luna, y en ella hay una corona. Nada es terrible después de la inyección.


1 de febrero.

Ha llegado Ana. Está amarilla, enferma.

He acabado con ella. Yo. Sí, sobre mi conciencia pesa un gran pecado.

Le he jurado que me marcharé a mediados de febrero.

¿Lo cumpliré?

Sí. Lo cumpliré.

Si aún estoy con vida.


3 de febrero.

Así pues, una montaña de nieve. Helada e interminable, como aquella desde la cual, en los cuentos de mi niñez, se llevaban en un trineo al fabuloso Kai. Es mi último vuelo por esta montaña y sé lo que me espera abajo. Ah, Ana, pronto tendrás un gran sufrimiento, si es que me has amado...


11 de febrero.

He decidido lo siguiente. Me dirigiré a Bomgard. ¿Por qué justamente a él? Porque no es psiquiatra, porque es joven y fue mi compañero en la universidad. Es un hombre sano y fuerte pero al mismo tiempo es dulce, si no me equivoco. Le recuerdo. Quizá sea... En él encontraré compasión. El podrá hacer algo. Que me lleve a Moscú. No puedo ir hasta donde está él. He recibido el permiso. Estoy acostado. No voy al hospital.

He calumniado al enfermero. Es cierto que se rió... Y bien, no importa. Ha venido a visitarme. Me ha propuesto auscultarme.

No se lo he permitido. ¿Nuevamente debo encontrar un pretexto para negarme? No quiero inventar ningún pretexto.

La nota a Bomgard ha sido enviada.

¡Gente! ¿Alguien podrá ayudarme?

He comenzado a lanzar exclamaciones patéticas. Si alguien leyera esto, pensaría que son falsas. Pero nadie lo leerá.

Antes de escribir a Bomgard, lo he recordado todo. Sobre todo me venía con insistencia a la mente la estación de Moscú, cuando huí de la ciudad, en noviembre. Qué noche tan terrible. Encerrado en el lavabo, me inyectaba la morfina que había robado... Fue un martirio. Golpeaban la puerta, las voces retumbaban como si fueran de metal, me insultaban porque llevaba demasiado tiempo dentro del lavabo; me saltaban las manos, también saltaba el pestillo, de modo que en cualquier momento podía abrirse la puerta...

Desde entonces también tengo forúnculos.

Por la noche he llorado, al recordar todo esto.


12 de febrero, por la noche.

De nuevo el llanto. ¿A qué viene tanta debilidad y tanta infamia por las noches?


Año 1918. 13 de febrero al amanecer, en Gorelovo.

Puedo felicitarme: ¡no me he inyectado en catorce horas! ¡Catorce! Una cifra inimaginable. El amanecer es confuso y blanquecino. ¿Estaré completamente sano dentro de un momento?

Una reflexión madura: Bomgard no me es necesario, nadie me es necesario. Sería vergonzoso prolongar, aunque sólo fuera un minuto, mi vida. Una vida así no se puede prolongar. Tengo la medicina al alcance de la mano. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

Y bien, manos a la obra. No le debo nada a nadie. Me he destruido solamente a mí mismo. Y a Ana. ¿Pero qué se puede hacer?

El tiempo lo curará, como cantaba Amneris. Con ella, naturalmente, todo es sencillo y fácil.

El cuaderno es para Bomgard. Es todo...


V



El amanecer del 14 de febrero de 1918, en una lejana ciudad de provincias, terminé de leer este diario de Serguéi Poliakov. Aquí está, en su totalidad, sin ninguna modificación. No soy psiquiatra y no puedo decir con certeza si es útil o instructivo. Creo que lo es.

Ahora que ya han transcurrido diez años de todo esto se han disipado la compasión y el dolor provocados por el diario. Es natural, y sin embargo al releerlo me doy cuenta de que me sigue resultando interesante a pesar de que el cuerpo de Poliakov hace mucho que se ha convertido en cenizas y su recuerdo ha desaparecido por completo. ¿Podrá ser útil? Me atrevo a decir que sí. Ana K. murió en 1922 de tifus exantemático, en el mismo distrito en donde había trabajado. Amneris —la primera esposa de Poliakov– está en el extranjero. No volverá.

¿Puedo publicar este diario que me fue regalado?

Puedo. Lo publico. Doctor Bomgard.


Otoño, 1927



notes


[1] Sin duda el año 1917. Dr. Bomgard.


[2] Zemstvo, cada una de las asambleas locales y provinciales elegidas por la nobleza, en la Rusia zarista. ( N. de la T.)


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю