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El Jardín De Los Cerezos
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Текст книги "El Jardín De Los Cerezos"


Автор книги: Антон Чехов


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Драматургия


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-No hay modo de comprenderte, Stefan Ste– fanovitch; tú mismo la invitaste, y ahora te enfadas.

-Yo no me enfado; me limito a hacerlo constar. Y tú, ¿por qué no te ocupas en algo? Es imposible estar sentado, con las manos cruzadas y disputando. Estas mujeres son incomprensibles. ¿Cómo pueden pasar días enteros en la ociosidad? El marido trabaja como un buey, como una bestia de carga, y la mujer, la compañera de la vida, permanece sentada como una muñequita; no se dedica a nada; sólo busca la ocasión de querellarse con su marido. Es ya tiempo que dejes esos hábitos de señorita; tú no eres una señorita; tú eres una esposa, una madre. ¡Ah!

¿Vuelves la cabeza? ¿Te duele oír las verdades amargas?

-Es extraordinario. Esas verdades amargas las dices sólo cuando te duele el hígado.

-¿Quieres buscarme las cosquillas?

-¿Dónde estuviste anoche? ¿Fuiste a jugar a casa de algún amigo?

-Aunque fuera así, nadie tiene nada que ver con ello. Yo no debo rendir cuentas a quienquiera que sea. Si pierdo, no pierdo más que mi dinero. Lo que se gasta en esta casa y lo que yo gasto a mí pertenecen. ¿Lo entiende usted?, me pertenece.

En el mismo tono prosigue incansablemente. Pero nunca Stefan Stefanovitch aparece tan severo, tan justo y tan virtuoso como durante la comida, cuando toda la familia está en derredor suyo. Cierta actitud iníciase desde la sopa. Traga la primera cucharada, hace una mueca y cesa de comer.

-¡Es horroroso! -murmura-; tendré que comer en el restaurante.

-¿Qué hay? -pregunta su mujercita-. La sopa, ¿no está buena?

-No. Hace falta tener paladar de perro para tragar esta sopa. Está salada. Huele a trapo. Las cebollas flotan deshechas en trozos diminutos semejantes a bichos… Es increíble. Amfisa Iva– nova -exclamó dirigiéndose a la comadrona-. Diariamente doy una buena cantidad de dinero para los víveres; me privo de todo, y vea cómo se me alimenta. Seguramente hay el propósito de que deje mi empleo y que yo mismo me meta a guisar.

-La sopa está hoy muy sabrosa -hace notar la institutriz.

-¿Sí? ¿Le parece a usted? -replica Gilin, mirándola fijamente-. Después de todo, cada uno tiene su gusto particular; y debo advertir que nuestros gustos son completamente diferentes. A usted, por ejemplo, ¿le gustan los modales de este mozuelo?

Gilin, con un gesto dramático señala a su hijo, y añade:

-Usted se halla encantada con él, y yo simplemente me indigno.

Fedia, niño de siete años, pálido, enfermizo, cesa de comer y abate los ojos. Su cara se pone lívida.

-Usted -agrega Stefan Stefanovitch– está encantada; mas yo me indigno de veras. Quien lleva la casa lo ignoro; mas atrévome a pensar que yo, como padre que soy, conozco mejor a mi hijo que usted. Observe usted, observe cómo se sienta. ¿Son esos los modales de un niño bien criado? ¡Siéntate bien!

Fedia levanta la cabeza, estira el cuello y se figura estar más derecho. Sus ojos inúndanse de lágrimas.

-¡Come! ¡Toma la cuchara como te han enseñado. ¡Espera! Yo te enseñaré lo que has de hacer, mal muchacho. No te atreves a mirar. ¡Mírame de frente!

Fedia procura mirarlo de frente; pero sus facciones tiemblan y las lágrimas afluyen a sus ojos con mayor abundancia.

-¡Vas a llorar! ¿Eres culpable y aun lloras? Colócate en un rincón, ¡bruto!

-¡Déjale, al menos, que acabe de comer! – interrumpe la esposa.

-¡Que se quede sin comida! Gaznápiros de esta especie no tienen derecho a comer.

Fedia, convulso y tembloroso, abandona su asiento, y se sitúa en el ángulo de la pieza.

-Más te castigaré todavía. Si nadie quiere ocuparse de tu educación, soy yo quien se encargará de educarte. Conmigo no te permitirás travesuras, llorar durante la comida, ¡bestia! Hay que trabajar; tu padre trabaja; tú no has de ser más que tu padre. Nadie tiene derecho a comer de balde. Hay que ser un hombre.

-¡Acaba, por Dios! -implora su mujer, hablando en francés-. No nos avergüences ante los extraños. La vieja lo escucha todo y va a referirlo a toda la vecindad.

-Poco me importa lo que digan los extraños – replica Gilin en ruso-. Amfisa Ivanova comprende bien que mis palabras son justas. ¿Te parece a ti que ese ganapán me dé muchos motivos de contentamiento? Oye, pillete, ¿sabes tú cuánto me cuestas? ¿Te imaginas que yo fabrico el dinero, o que me lo dan de balde? ¡No llores! ¡Cállate ya! ¿Me escuchas, o no? ¿Quieres que te dé de palos? ¡Granuja!…

Fedia lanza un chillido y solloza.

-Esto es ya imposible -exclama la madre, levantándose de la mesa y arrojando la servilleta-. No podemos comer tranquilamente. Los manjares se me atragantan.

Cúbrese los ojos con un pañuelo y sale del comedor.

-¡Ah!, la señora se ofendió -dice Gilin sonriendo malévolamente-. Es delicada, en verdad, lo es demasiado. ¡Ya lo creo, Amfisa Ivanova! No le gusta a la gente oír las verdades. ¡ Seré yo quien acabe por tener la culpa de todo!

Transcurren algunos minutos en completo silencio. Gilin advierte que nadie ha tocado aún la sopa; suspira, se fija en la cara descompuesta y colorada de la institutriz, y le pregunta:

-¿Por qué no come usted, Bárbara Vasiliena? ¡Usted también se habrá ofendido, seguramente! ¿La verdad no es de su agrado? Le pido mil perdones. Yo soy así. Me es imposible mentir. Yo no puedo ser hipócrita. Siempre digo la verdad lisa y llana. Pero noto que aquí mi presencia es desagradable. Cuando yo me hallo presente, nadie se atreve a comer ni a hablar. ¿Por qué no me lo hacen saber? Me marcharé…; me voy…

Gilin se pone en pie, y con aire importante dirígese a la puerta. Al pasar frente a Fedia, que sigue llorando, detiénese, echando atrás la cabeza con arrogancia, y pronuncia estas frases:

-Después de lo ocurrido, puede usted recobrar su libertad. No me interesaré más por su educación. Me lavo las manos. Pídole perdón si, ansiando con toda mi alma su bien, le he molestado, así como a sus educadores. Al mismo tiempo declino para siempre mi responsabilidad por su porvenir.

Fedia solloza con más fuerza. Gilin, cada vez más importante, vuelve la espalda y se retira a una habitación. Dormido que hubo la siesta, los remordimientos le asaltan. Avergüénzase de haberse comportado así ante su mujer, ante su hijo, ante Amfisa Ivanova, y hasta teme acordarse de la escena acaecida poco antes. Pero tiene demasiado amor propio y le falta valor para mostrarse sincero, limitándose a refunfuñar.

Al despertar, al día siguiente, siéntese muy bien y de buen humor; se lava silbando alegremente. Al entrar en el comedor para desayunarse ve a Fedia, que se levanta y mira a su padre con recelo.

-¿Qué tal, joven? -pregunta Gilin, sentándose-. ¿Qué novedades hay, joven? ¿Todo anda bien?… Ven, chiquitín, besa a tu padre.

Fedia, pálido, serio, acércase y pone sus labios en la mejilla de su padre. Luego retrocede y torna silencioso a su sitio.

La cronología viviente



El salón del consejero áulico Charamúkin se halla envuelto en discreta penumbra. El gran quinqué de bronce con su pantalla verde imprime un tono simpático al mobiliario, a las paredes; y en la chimenea, los tizones chisporrotean, lanzando destellos intermitentes que alumbran la estancia con una claridad más viva. Frente a la chimenea, en una butaca, está arrellanado, haciendo su digestión, Charamúkin, señor de edad, de aire respetable y bondadosos ojos azules. Su cara respira ternura. Una sonrisa triste asoma a sus labios. Al lado suyo, con los pies extendidos hacia la chimenea, se encuentra Lobnief, asesor del gobernador, hombre fuerte y robusto, como de unos cuarenta años.

Junto al piano, Nina, Kola, Nadia y Vania, los hijos del consejero áulico, juegan alegremente. Por la puerta entreabierta penetra una claridad que viene del gabinete de la señora de Charamúkin. Ésta permanece sentada delante de su mesita de escritorio. Ana Pavlovna, que tal es su nombre, ejerce la presidencia de un comité de damas; es vivaracha, coqueta y tiene la edad de treinta y pico de años. Sus ojuelos vivos y negros corren por las páginas de una novela francesa, debajo de la cual se esconde una cuenta del comité, vieja de un año.

-Antes, nuestro pueblo era más alegre -decía Charamúkin contemplando el fuego de la chimenea con ojos amables-; ningún invierno transcurría sin que viniera alguna celebridad teatral. Llegaban artistas famosos, cantantes de primer orden, y ahora, que el diablo se los lleve, no se ven más que saltimbanquis y tocadores de organillo. No tenemos ninguna distracción estética. Vivimos como en un bosque. ¿Se acuerda usted, excelencia, de aquel trágico italiano?…

¿Cómo se llamaba? Un hombre alto, moreno… ¿Cuál era su nombre? ¡Ah! ¡Me acuerdo! Luigi Ernesto de Ruggiero. Fue un gran talento. ¡Qué fuerza la suya! Con una sola palabra ponía en conmoción todo el teatro. Mi Anita se interesaba mucho en su talento. Ella le procuró el teatro de balde y se encargó de venderle los billetes por diez representaciones. En señal de gratitud la enseñaba declamación y música. Era un hombre de corazón. Estuvo aquí, si no me equivoco, doce años ha…, me equivoco, diez años. ¡Anita! ¿Qué edad tiene nuestra Nina?

-¡Nueve! -gritó Ana Pavlovna desde su gabinete-. ¿Por qué lo preguntas?

-Por nada, mamaíta… Teníamos también cantantes muy buenos. ¿Recuerda usted el teno– re di grazia Prilipchin?… ¡Qué alma tan elevada! ¡Qué aspecto! Rubio, la cara expresiva, modales parisienses, ¡y qué voz! Adolecía, sin embargo, de un defecto. Daba notas de estómago, y otras de falsete. Por lo demás, su voz era espléndida. Su maestro, a lo que él decía, fue Tamberlick. Nosotros, con Anita, le procuramos la sala grande del Casino de la Nobleza, en agradecimiento de lo cual solía venir a casa, y nos cantaba trozos de su repertorio durante días y noches. Daba a Anita lecciones de canto. Vino, me acuerdo muy bien, en tiempo de Cuaresma, hace unos doce años; no, más. Flaca es mi memoria. ¡Dios mío! Anita, ¿cuántos años tiene nuestra Nadia?

-¡Doce!

-Doce; si le añadimos diez meses, serán trece. Eso es, trece años. En general, la vida de nuestra población era antaño más animada. Por ejemplo: ¡qué hermosas veladas benéficas les di entonces! ¡Qué delicia!

Música, canto, declamación… Recuerdo que, después de la guerra, cuando estaban los prisioneros turcos, Anita organizó una representación a beneficio de los heridos que produjo mil cien rublos. La voz de Anita trastornaba el seso de los oficiales turcos. Éstos no cesaban de besarle la mano. ¡Ja! ¡Ja! Aunque asiáticos, son agradecidos. Aquella velada tuvo tanta resonancia que hasta la anoté en mi libro de memorias. Esto ocurrió, me acuerdo como si fuera ayer, en el año 76…, no, 77…; tampoco; oiga usted, ¿en qué año estaban aquí los turcos?… Anita, ¿qué edad tiene nuestra Kola?

-Tengo siete años, papá -replicó Kola, niña de tez parda, pelo y ojos negros como el carbón.

-Sí; hemos envejecido; perdimos nuestra energía -dice Lobnief suspirando-. He ahí la causa de todo: la vejez; nos faltan los hombres de iniciativa, y los que la tenían son viejos. No arde el mismo fuego. En mi juventud no me gustaba que la sociedad se aburriera. Siempre fui el mejor cooperador de Ana Pavlovna. En todo lo que ella llevaba a cabo, veladas de beneficencia, loterías, protección a tal o cual artista de mérito, yo la secundaba con asiduidad, dejando a un lado mis otras ocupaciones. En cierto invierno, tanto me moví, tanto me agité, que hasta me puse enfermo. No olvidaré jamás aquella temporada. ¿No se acuerda usted del espectáculo que arreglamos a beneficio de las víctimas de un incendio?

-¿En qué año fue?

-No ha mucho…; me parece que en el 80.

-Decidme, ¿qué edad tiene Vania?

-¡Cinco años! -grita desde su gabinete Ana Pavlovna.

-Como quiera que sea, ya se han ido seis años. ¡Amigo mío! Ya no arde el mismo fuego.

Lobnief y Charamúkin permanecen pensativos. Los tizones de la chimenea lanzan un postrer destello y cúbrense de ceniza.

El fracaso



Elías Serguervitch Peplot y su mujer, Cleo– patra Petrovna, aplicaban el oído a la puerta y escuchaban ansiosos lo que ocurría detrás. En el gabinete se desarrollaba una explicación amorosa entre su hija Natáchinka y el maestro de la escuela del distrito, Schúpkin.

Peplot susurraba con un estremecimiento de satisfacción:

-Ya muerde el anzuelo. Presta atención. En cuanto lleguen al terreno sentimental, descuelga la imagen santa y les daremos nuestra bendición. Éste será un modo de cogerlo. La bendición con la imagen es sagrada. No le será posible escapar, aunque acuda a la justicia.

Entretanto, detrás de la puerta tenía lugar el siguiente coloquio:

-No insista usted -decía Schúpkin encendiendo un fósforo contra su pantalón a cuadros-; yo no le he escrito ninguna carta.

-¡Como si yo no conociera su carácter de letra! -replicaba la joven haciendo muecas y mirándose de soslayo al espejo-. Yo lo descubrí en seguida. ¡Qué raro es usted! Un maestro de caligrafía que escribe tan malamente. ¿Cómo enseña usted la caligrafía si usted mismo no sabe escribir?

-¡Hum! Esto no tiene nada que ver. En la caligrafía, lo más importante no es la letra, sino la disciplina. A uno le doy con la regla en la cabeza; a otro le hago arrodillarse; nada tan fácil. Nekransot fue un buen escritor; pero su carácter de letra era admirable; en sus obras insértase una muestra de su caligrafía.

-Aquel era Nekransot, y usted es usted. Yo me casaré gustosa con un escritor -añade ella suspirando-. Me escribiría siempre versos…

-Versos puedo yo también escribírselos, si usted lo desea.

-¿Y sobre qué asunto escribirá usted?

-Sobre amor, sentimientos, sobre sus ojos… Como me leyera usted, se volvería usted loca. Incluso lloraría usted. Oiga, si yo le dirijo versos poéticos, ¿me dará usted su mano a besar?

-Esto no tiene importancia. Bésela ahora mismo, si así le place.

Schúpkin se levantó, sus pupilas dilatáronse y aplicó un beso a la mano regordeta, que olía a jabón.

Peplot, empujando con el codo a su mujer y abrochándose, todo pálido y agitado, dijo:

-Pronto, descuelga la imagen de la pared… ¡Entremos!

Y de sopetón abrió la puerta.

-Hijos -balbució, alzando las manos al cielo y estremecido-. ¡Que Dios os bendiga, hijos míos!… ¡Creced y multiplicaos!…

-Y yo, y yo -dijo la madre, llorando de felicidad-. ¡Que seáis dichosos!

Luego, dirigiéndose a Schúpkin:

-Usted me arrebata un tesoro. Ha de quererla usted mucho y cuidarla.

Schúpkin, entre atónito y asustado, abrió la boca. El ataque de frente de los padres parecíale tan inesperado y tan atrevido que no podía articular ni una frase. «Estoy perdido -pensaba inmóvil de temor-; ya no puedo salvarme.» Lleno de abatimiento bajaba la cabeza, como si dijera: «Tómeme usted, me doy por vencido».

-Os bendigo -proseguía el padre, llorando siempre-. Natáchinka, hija mía, colócate a su lado. Petrovna, pásame la imagen.

En este momento él cesó de llorar y sus facciones torciéronse de rabia.

-¡Zoquete! -dijo a su mujer con indignación-. ¡Tonta que eres! ¿Ésta es para ti una imagen?…

-¡Santo cielo!

¿Qué es lo que ocurría? El maestro de caligrafía levantó los ojos y vio que estaba salvado. La mamá, en su apresuramiento, había descolgado, en lugar de la imagen, el retrato del publicista Lajesnikof Peplot y su esposa Cleopatra Petrovna.

Quedáronse parados, sin saber qué partido tomar. Schúpkin aprovechó esta confusión para escaparse.

La víspera del juicio



Memorias de un reo

-Disgusto tendremos, señorito -me dijo el cochero indicándome con su fusta una liebre que atravesaba la carretera delante de nosotros.

Aun sin liebre, mi situación era desesperada. Yo iba al tribunal del distrito a sentarme en el banquillo de los acusados, con objeto de responder a una acusación por bigamia.

Hacía un tiempo atroz. Al llegar a la estación, me encontraba cubierto de nieve, mojado, maltrecho, como si me hubieran dado de palos; hallábame transido de frío y atontado por el vaivén monótono del trineo.

A la puerta de la estación salió a recibirme el celador. Llevaba calzones a rayas, y era un hombre alto y calvo, con bigotes espesos que parecían salirle de la nariz, tapándole los conductos del olfato.

Lo cual le venía bien, porque le dispensaba de respirar aquella atmósfera de la sala de espera, en la cual me introdujo soplando y rascándose la cabeza.

Era una mezcla de agrio, de olor a lacre y a bichos infectos. Sobre la mesa, un quinqué de hoja de lata, humeante de tufo, lanzaba su débil claridad a las sucias paredes.

-Hombre, qué mal huele aquí -le dije, colocando mi maleta en la mesa.

El celador olfateó el aire, incrédulo, sacudiendo la cabeza.

-Huele… como de costumbre -respondió sin dejar de rascarse-. Es aprensión de usted. Los cocheros duermen en la cuadra, y los señores que duermen aquí no suelen oler mal.

Dicho esto fuese sin añadir una palabra. Al quedarme solo me puse a inspeccionar mi estancia. El sofá, donde tenía que pasar la noche, era ancho como una cama, cubierto de hule y frío como el hielo. Además del canapé, había en la habitación una estufa, la susodicha mesa con el quinqué, unas botas de fieltro, una maletita de mano y un biombo que tapaba uno de los rincones. Detrás del biombo alguien dormía dulcemente. Arreglé mi lecho y empecé a desnudarme. Quitéme la chaqueta, el pantalón y las botas, y sonreí bajo la sensación agradable del calor; me desperecé estirando los brazos; di brincos para acabar de calentarme; mi nariz se acostumbró al mal olor, los saltos me hicieron entrar completamente en reacción, y no me quedaba sino tenderme en el diván y dormirme, cuando ocurrió un pequeño incidente.

Mi mirada tropezó con el biombo; me fijé en él bien y advertí que detrás de él una cabecita de mujer -los cabellos sueltos, los ojos relampagueantes, los dientes blancos y dos hoyuelos en las mejillas– me contemplaba y se reía. Quedé– me inmóvil, confuso. La cabecita notó que la había visto y se escondió. Cabizbajo, me dirigí a mi sofá, me tapé con mi abrigo y me acosté.

«¡Qué diablos! -pensé-. Habrá sido testigo de mis saltos… ¡Qué tonto soy!…»

Las facciones de la linda cara entrevista por mí acudieron a mi mente. Una visión seductora me asaltó, mas de pronto sentí un escozor doloroso en la mejilla derecha…; apliqué la mano; no cogí nada; pero no me costó trabajo comprender lo que era gracias al horrible olor.

-¡Abominable! -exclamó al mismo tiempo una vocecita de mujer-; estos malditos bichos me van a comer viva.

Acordéme de mi buena costumbre de traer siempre conmigo una caja de polvos insecticidas. Instantáneamente la saqué de mi maleta; no tenía más que ofrecerla a la cabecita y la amistad quedaba hecha; ¿pero cómo proceder?

-¡Esto es terrible!

-Señora -le dije, empleando la voz más suave que pude haber, si mal no comprendí, esos bichos la están a usted picando; tengo ciertos polvos infalibles. Si usted desea…

-Hágame el favor.

-En seguida -repliqué con alegría-. Voy a ponerme el abrigo y se los entregaré.

-No, no; pásemelos por encima del biombo; no venga usted aquí.

-Está bien, por encima del biombo, puesto que usted me lo manda; pero no tenga miedo de mí; yo no soy un cafre.

-¡Quién sabe! A los transeúntes nadie los conoce…

-Ea… ¿Por qué no me permite usted que se los lleve directamente? No hay en ello nada de particular, sobre todo para mí, que soy médico (la engañé, para tranquilizarla). Usted debe saber que los médicos, la policía y los peluqueros tienen derecho a penetrar en las alcobas.

-¿De veras es usted médico; no lo dice usted de broma?

-¡Palabra de honor! ¿Puedo traer los polvos?

-Bueno, toda vez que es usted médico. Mas, ¿para qué va usted a molestarse? Mandaré a mi marido… ¡Teodorito!… ¡Despierta! ¡Rinoceronte! Levántate y ve a traerme los polvos insecticidas que el doctor tiene la amabilidad de ofrecerme.

La presencia de Teodorito detrás del biombo me dejó trastornado, como si me hubiesen asestado un golpe en la cabeza,

Sentíme avergonzado y furioso. Mi rabia era tal y Teodorito me pareció de tan mala catadura que estuve a punto de pedir socorro.

Era aquel Teodorito un hombre calvo, de unos cincuenta años, alto, sanguíneo, con barbi– ta gris y labios apretados. Estaba en bata y zapatillas.

-Es usted muy amable -me dijo tomando los polvos y volviendo detrás del biombo-. Muchas gracias. ¿El vendaval le cogió a usted también en el camino?

-Sí, señor.

-Lo siento… ¡Zinita, Zinita! Me parece que corre algo por tu nariz… Permíteme que te lo quite.

-Te lo permito -dijo riendo Zinita-. Pero ¿qué has hecho? He aquí un consejero de Estado que todos temen y que no es capaz de coger una chinche.

-¡Zinita! ¡Zinita! Una persona extraña nos oye; no andes con bromas.

-¡Canallas! ¡No me dejan dormir! Pensé, sin saber por qué…

El matrimonio se quedó callado. Yo cerré los ojos y traté de conciliar el sueño. Transcurrió una media hora, luego una hora; el sueño no acudió. En fin, mis vecinos también empezaron a moverse, y les oí murmurar:

-¡Es extraordinario! Estos animales no temen ni a los polvos. ¡Es demasiado! ¡Doctor! Zinita me encarga le pregunte por qué estos enemigos nuestros huelen tan mal.

Entablamos conversación. Hablamos de los enemigos, del mal tiempo, del invierno ruso, de la medicina, de la cual yo no entiendo jota; de Edison…

-Zinita, no te avergüences; este señor es médico.

Después de la conversación sobre Edison cuchichearon.

Teodorito le dijo:

-No tengas reparo, interrógale. ¿De qué te asustas? Cheroezof no te alivió; acaso éste lo consiga.

-Interrógale tú -murmuró Zinita.

-¡Doctor! -gritó Teodorito dirigiéndose a mí. Mi mujer tiene a veces la respiración oprimida, tose, siente como un peso en el pecho… ¿De qué proviene esto?

-Difícil es definirlo. La explicación sería larga…

-¿Qué importa que la explicación sea larga? Tiempo nos sobra; de todos modos, no podemos dormir… Examínela, querido señor. He de advertirle que la trata el doctor Cheroezof, persona excelente, pero que me parece no entenderla. Yo no tengo confianza en sus conocimientos; no creo en él. Yo comprendo que usted no se halla dispuesto a una consulta en estas circunstancias; sin embargo, le suplico tenga la amabilidad. Mientras que usted la examina, yo iré a decir al celador que nos prepare el té.

Teodorito salió arrastrando sus chanclas.

Dirigíme detrás del biombo. Zinita estaba recostada en un amplio sofá, en medio de una montaña de almohadones, y se cubría el descote con un cuello de encaje.

-A ver, muéstreme la lengua -dije sentándome al lado suyo y frunciendo las cejas.

Me enseñó la lengua y echóse a reír. Le lengua era rosada y no tenía nada anormal. Empecé a buscarle el pulso, y no me fue posible hallarlo. En verdad, yo no sabía qué hacer ya. No me acuerdo qué otras preguntas le dirigí mirando su cara risueña; sé solamente que al final de la consulta me había vuelto completamente idiota. Del diagnóstico que formulé no me acuerdo tampoco.

Al cabo de un rato hallábame sentado en compañía de Teodorito y de su señora delante del samovar. Veíame obligado a ordenar algo y, para salir del paso, compuse una receta con sujeción a todas las reglas de la farmacopea:


Rp.

Sic transit. Gloria mundi Aquae destilatae Una cuchara cada dos horas.

Para la señora Selova.


A la mañana siguiente, cuando con mi maleta en la mano me despedía para siempre de mis nuevos amigos, Teodorito me cogió del botón de mi abrigo y quiso convencerme de que le aceptara un billete de diez rublos.

-Usted no puede rechazarlo; tengo la costumbre de pagar todo trabajo honrado. ¿No estudió usted? Sus conocimientos, ¿no los adquirió usted a costa de fatigas? Esto yo lo sé.

No había modo de negarse. Y embolsé los diez rublos.

De esta suerte pasé la víspera del juicio. No me detendré en describir mis impresiones cuando la puerta del Tribunal se abrió y el alguacil me señaló el banquillo de los acusados. Me limitaré a hacer constar el sentimiento de vergüenza que me asaltó cuando al volver la cabeza vi centenares de ojos que me miraban, y me fijé en los rostros solemnes y serios de los jurados. A primera vista comprendí que estaba perdido. Pero lo que no puedo referir y lo que el lector no puede imaginarse es el espanto y el terror que de mí se apoderaron cuando, al levantar los ojos a la mesa cubierta de paño rojo, descubrí, en el asiento del fiscal, a… Teodorito. Al apercibirlo me acordé de las chinches, de Zinita, de mi diagnóstico, de mi receta, y experimenté algo como si todo el océano Ártico me inundara.

Teodorito alzó los ojos del papel que estaba escribiendo; al principio no me reconoció; pero de ponto sus pupilas se dilataron, su mano se estremeció. Incorporóse lentamente y clavó su mirada plomiza en mi. Me levanté a mi vez sin saber por qué, incapaz de apartar mis ojos de los suyos.

-Acusado, ¿cuál es su nombre, etcétera? – interrogó el presidente.

El fiscal se sentó y absorbió un vaso de agua; el sudor humedecía sus sienes. Me sentí agonizar.

Todos los síntomas revelaban que el fiscal me quería perder. Con muestras visibles de irritación acosaba a preguntas a los testigos…

Es tiempo de acabar. Escribo este relato en la misma Audiencia, durante el intervalo que los jueces aprovechan para comer. Ahora le toca el turno al discurso del fiscal. ¿Qué será?

Los extraviados



Es un lugar de veraneo. La obscuridad, completa; el campanario de la iglesia marca la una de la noche.

Cosiaokin y Lapkin, ambos algo titubeantes, pero de muy buen humor, salen del bosque y se dirigen hacia las casitas.

-¡Gracias a Dios que hemos llegado! -dice Cosiaokin-; es una hazaña venir andando los cinco kilómetros desde la estación, y en nuestro estado. Me encuentro rendido…, y como si fuera hecho expresamente, no hay ni un solo coche.

-¡Amigo Pedro! No puedo más…; si dentro de cinco minutos no estoy en la cama me muero…

-¡En la cama! ¡Ni pensarlo! Cenaremos, beberemos una botella de vino tinto, y luego a dormir. No te permitiremos ni Verotchka ni yo que te acuestes antes. ¡No sabes tú, amigo mío, la felicidad que experimenta uno con estar casado! Tú no la comprendes; tú tienes un alma de solterón. Mira: ahora llegaré yo extenuado, rendido…; mi mujercita saldrá a recibirme; la comida estará preparada, el té listo… Para compensarme de mi labor dirigirá sobre mí sus ojitos negros con tanta afabilidad y cariño que lo olvidaré todo: mi cansancio, el robo con fractura, el Tribunal de casación, la Sala de la Audiencia… ¡Una gloria! ¡Una delicia!

-Es que no puedo tirar más de mi cuerpo; mis piernas se doblan. ¡Tengo una sed!…

-Nada; ya hemos llegado; henos en casa.

Los amigos acércanse a una de las casitas y se detienen frente a la ventana.

-Es una casita bonita -dice Cosiaokin -; mañana verás qué hermosas vistas tiene. Pero las ventanas están obscuras… Verotchka se habrá cansado de esperar, y se habrá acostado; no duerme, hallaráse inquieta por mi tardanza (empuja la ventana con su bastón y la abre); pero qué valiente es: se acuesta sin cerrar la ventana.

Quítase el abrigo y lo echa dentro de la estancia, lo propio que su carpeta.

-¡Qué calor! Vamos a entonar una canción; la haremos reír. (Canta.) ¡Canta, Aliocha! Verotchka, ¿quieres oír la serenata de Schubert? (Canta, pero hace un gallo y tose.) ¡Verotchka, dile a María que abra la puerta! (Pausa.) Verotchka, no seas perezosa; levántate. (Sube por encima de una piedra y se asoma por la ventana.) Verotchka, rosita mía, angelito, mujercita mía incomparable. ¡Anda, levántate! ¡Dile a María que abra! ¡Bien sé que no duermes, gatita mía! No podemos soportar más bromas; estamos tan cansados que ya no tenemos fuerzas. Hemos llegado a pie desde la estación; ¿pero me oyes, o no?… (Intenta escalar la ventana, pero cae.) ¡Qué demonio! Ves; nuestro huésped está molesto. Noto que todavía eres una niña que no piensa más que en jugar…

-Escucha; tal vez tu esposa duerme de veras – dice Laef.

-¡No duerme; quiere que arme ruido; que despierte el vecindario! ¡Oye, Verotchka, me voy a enfadar! ¡Verás! ¡Qué diablo! Ayúdame, Aliocha, para que pueda subirme… Verotchka, no eres más que una chiquilla mal criada, una traviesa… ¡Amigo mío, empújame!…

Lapkin, jadeante, empuja a Cosiaokin; al fin éste alcanza la ventana, franquéala y desaparece en las tinieblas.

-¡Vera! -óyese al cabo de un rato-. ¿Dónde estás? ¡Demonio! Me he ensuciado la mano con algo. ¡Qué asco!

Estalla un bullicio, un aleteo y el cacareo desesperado de una gallina.

-¡Caramba! Escucha, Laef. ¿De dónde nos vienen estas gallinas? Pero, qué demonio; si hay una infinidad de ellas… ¡Y un cesto con una pava!… ¡Me ha picado la maldita!

Por la ventana salen volando las gallinas, y prorrumpiendo en chillidos agudos se precipitan a la calle.

-¡Aliocha, nos hemos equivocado!… -grita Cosiaokin con voz llorosa-. Aquí no hay más que gallinas. Por lo visto nos hemos extraviado… Pero malditas, ¿por qué no os estáis quietas?

-¡Sal pronto! ¿Qué haces? ¿No sabes tú que estoy muerto de sed?…

-Ahora mismo… Deja que encuentre el abrigo y la carpeta…

-¿Por qué no enciendes un fósforo?

-Es que están en el abrigo… ¡Quién demonio me habrá traído aquí!… Todas estas casas son iguales. Ni el diablo mismo las distinguiría en la obscuridad. ¡Oh! ¡La pava me dió un picotazo en la mejilla! ¡Maldita!

-¡Pero sal pronto, si no van a creer que estamos robando gallinas!

-Ahora mismo me es imposible dar con el abrigo. Hay tanto trapajo por el suelo que no puedo orientarme. Lánzame tus fósforos…

-Es que no los tengo.

-¡Estamos frescos! ¡No hay que decir!… ¡Valiente situación!… ¿Qué hago?… Yo no puedo, sin embargo, abandonar el abrigo y la carpeta. Necesito buscarlos.

-¡No concibo cómo es posible no reconocer su propia casa! -replica Laef, indignado-. ¡Casa de borracho!… ¡En mal hora vine contigo!… De ir solo, hallaríame ya en casa. Dormiría… en lugar de padecer aquí… ¡Estoy rendido!… ¡No puedo más!… ¡Siento vértigos!

-En seguida, en seguida; no te apures; no te morirás por esto.

Por encima de la cabeza de Laef pasa un gran gallo. Lapkin suspira desconsoladamente y se sienta en una piedra. Sus entrañas arden de sed, sus ojos se cierran, su cabeza tambalea… Pasan cinco minutos, diez, veinte… Cosiaokin está siempre enredado con las gallinas.

-¡Pedro! ¿Cuándo vienes?

-Ahora mismo. ¡Ya encontré la carpeta; pero volví a extraviarla!…

Lapkin apoya su cabeza en sus puños y cierra los ojos… Los cacareos aumentan… Las moradoras de la extraña vivienda salen volando y le parece que dan vueltas alrededor de su cabeza, como lechuzas… Le zumban los oídos y el terror se apodera de su alma…


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