Текст книги "El Jardín De Los Cerezos"
Автор книги: Антон Чехов
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Драматургия
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(En el salón no queda sino Lubova Andreievna, sentada y llorando. La orquesta toca a la sordina. Ania entra y se arrodilla ante su madre.)
ANIA. -Mamá, no llores…, yo te quiero. Yo te bendigo… El jardín de los cerezos ya no es nuestro. Para nosotros, este jardín no existe ya. ¡No importa! No llores más. Miremos al porvenir. Ven conmigo. Cultivaremos un nuevo jardín de los cerezos, que será mucho más hermoso que el otro. Una nueva felicidad descenderá sobre tu alma. Vámonos, mi querida mamá, vámonos.
Cuarta parte
La llamada «habitación de los niños», pero sin cortinas, sin cuadros en las paredes. Algunos muebles apilados en un ángulo. Junto a la puerta de salida, grandes maletas. Las puertas y ventanas están abiertas. Del interior llegan las voces de Varia y de Ania. En medio de la estancia, Lopakhin, de pie, en actitud expectante. Yascha entra una bandeja con copas de champaña. Epifotof, en la antecámara, ocúpase en clavar un cajón. Un grupo de mujiks llega para decir adiós a sus antiguos amos. Óyese la voz de Gaief que dice: «Gracias, amigos míos». Yascha hace los honores a los que vienen a despedirse. El ruido cesa; gradualmente, Lubo– va Andreievna y Gaief aparecen. Lubova está pálida, pero no llora. Su voz tiembla.
GAIEF. -¿Y le has dado todo lo que tenías en el portamonedas?
LUBOVA. -No podía hacer menos. (Parten.)
LOPAKHIN (gritando desde la puerta). – Oigan, yo les invito. Vengan a beber una copa de champaña, en señal de adiós. (Pausa.) ¿No quieren aceptar mi invitación?… Si lo hubiera sabido, no lo habría comprado. Está bien; yo no lo beberé tampoco. (Yascha coloca con precaución la bandeja sobre una silla.) Yascha, en tal caso, bébetelo tú.
YASCHA. -¡Buen viaje! ¡Mi enhorabuena a los que se quedan aquí! (Apura una copa.) Yo le aseguro que este champaña no es natural. Sin embargo, lo pagué a ocho rublos la botella.
LOPAKHIN. -Hace un frío de todos los diablos en este aposento.
YASCHA. -Hoy no se han encendido las estufas. Lo mismo da, puesto que nos vamos. (Ríe.)
LOPAKHIN. -¿Por qué te ríes?
YASCHA. -Porque estoy muy contento.
LOPAKHIN. -Para lo avanzado de la estación, el tiempo es excelente. ¿Quién diría que este cielo es el del mes de octubre? (Mira su reloj; dirigiéndose hacia la puerta, grita:) ¡Ea, señores, acordaos de que no nos restan sino cuarenta y cinco minutos hasta la salida del tren!
TROFIMOF (abrigado en su gabán). – Paréceme, en efecto, que es tiempo de partir… ¿Y mis chanclos? Mis chanclos han desaparecido, Ania. ¿Qué se ha hecho de mis chanclos de goma?
LOPAKHIN. -Voy a pasar el invierno en Kharkof. Tomaré el mismo tren que ustedes. No sé qué hacer de mis manos. Me cuelgan de los brazos como si pertenecieran a otro individuo.
TROFIMOF. -Nosotros partiremos, y tú podrás empezar de nuevo a trabajar.
LOPAKHIN. -¡Ea, bebe!
TROFIMOF. -No quiero.
LOPAKHIN. -Así, pues, ¿no partes para Moscú?
TROFIMOF. -Los acompañaré hasta la ciudad, y mañana saldré para Moscú. (Trofimof sigue buscando sus chanclos.) Probablemente, no nos volveremos a ver más. Permite que te dé un consejo antes de separarnos. No gesticules. Abandona esa detestable costumbre. Oye lo que te voy a decir: construir una datcha, imaginar que de un datchnik puede salir un pequeño propietario, es tan inútil como gesticular. Pero sea como quiera, tú me eres simpático. (Se abrazan.)
LOPAKHIN. -Y tú a mí también me eres simpático. Ya lo sabes. Yo haré cuanto pueda por ti. Me tienes a tu disposición. No soy tan malo como algunos suponen. (Lopakhin saca su portamonedas y hace ademán de entregarle dinero.)
TROFIMOF. -¿A qué viene esto? Yo no necesito dinero.
LOPAKHIN. -Pero tu bolsillo está vacío.
TROFIMOF. -De ningún modo. Dinero no me falta. Me pagan bien mis traducciones. (Con énfasis.) No, yo no carezco de medios de subsistencia… ¿Dónde están mis chanclos?
VARIA (desde el interior, a gritos). -¡Aquí está esa antigualla! (Le lanza, en medio de la habitación, un par de chanclos viejos.)
TROFIMOF. -¡Pero si esos chanclos no son los míos!
LOPAKHIN. -En la primavera planté mil deciatinas de peonías y gané en ello cuarenta mil rublos. ¡Qué hermoso era ver los campos en flor! Sobre ese beneficio, yo te ofrezco un préstamo. ¿A qué tantos remilgos? Yo no soy más que un mujik, un simple mujik. Mi proposición es sincera.
TROFIMOF. -Tu padre era un mujik. El mío es un pequeño farmacéutico…
LOPAKHIN (extrae la cartera de un bolsillo). -¿Aceptas?
TROFIMOF. -Déjame, déjame en paz. Aunque me ofrecieras veinte mil rublos, no tomaría nada. Yo soy un hombre libre. Las deudas son servidumbre. Y todo eso que vosotros, ricos o pobres, apreciáis a tal extremo, sobre mí no ejerce el menor poder. Yo puedo prescindir de ti. Yo puedo pasar delante de ti sin advertir tu presencia. Yo soy fuerte, orgulloso. La Humanidad es un camino en marcha que lleva a la felicidad suprema, la cual es posible en este mundo. Yo me hallo en las primeras filas.
LOPAKHIN. -¿Y tú crees poder llegar?
TROFIMOF. -Llegaré. (Pausa.) Y si no llego, por lo menos habré mostrado el camino a los que me seguirán.
(A lo lejos óyese un ruido seco. Es un hachazo que cortó un árbol.)
LOPAKHIN. -Mi buen amigo; hay que irse.
ANIA (en el umbral de la puerta). -Mamá os suplica que no se tale el jardín de los cerezos mientras ella se encuentre en la casa.
TROFIMOF. -En verdad, ese individuo carece de tacto. (Vase.)
LOPAKHIN. -Entendido… Ellos son, verdaderamente… (Sigue a Trofimof.)
ANIA. -Y Firz, ¿le han llevado al hospital?
YASCHA. -Di las órdenes necesarias a este efecto. Supongo que las habrán cumplido.
ANIA (a Epifotof, que atraviesa la habitación). -Simeón Panteleivitch, tened la bondad de informaros de si han llevado a Firz al hospital.
YASCHA (ofendido). -Yo se lo mandé esta mañana a Vegov. No hace falta insistir.
EPIFOTOF. -El viejo Firz, a mi juicio, no tiene compostura. Hay que expedirlo a sus antepasados. (Diciendo esto, coloca una maleta sobre una sombrerera de cartón y la aplasta.) Eso es; ya me lo maliciaba. (Parte.)
YASCHA (riendo). -El «Veintidós desgracias». (Dentro suena la voz de Varia.) ¿Han llevado a Firz al hospital?
ANIA. -Sí.
VARIA. -¿Por qué se olvidó la carta para el doctor?
ANIA. -Enviaremos la carta; no te preocupes.
(Vase.)
VARIA (siempre desde el interior). -¿Dónde anda Yascha? Dile que su madre vino a despedirse de él.
YASCHA (con un gesto de desdén). -¡Qué fastidio!
(Entra Duniascha, y, con Yascha, arregla los equipajes. Siguen Lubova Andreievna, Gaief y Carlota.)
GAIEF. -Es hora de partir.
YASCHA. -¿Quién huele a arenque?
LUBOVA. -Dentro de diez minutos habrá que tomar asiento en los carruajes. (Contempla los muros de la habitación.) Adiós, vieja y querida morada. Pasará el invierno; la primavera tornará, y tú serás demolida desde los cimientos hasta el tejado. ¡Cuántas cosas vieron estas paredes! (Besa a su hija con pasión.) ¡Tesoro mío! Estás contenta; tus ojos brillan como dos diamantes. Estás muy contenta, ¿verdad?
ANIA. -Sí, mamá. Esto es el comienzo de una nueva vida.
GAIEF. -Sí, por cierto; será mejor. Hasta el momento de la venta del jardín de los cerezos, todos hemos sufrido mucho. Ahora, cuando todo acabó, nos hemos calmado y nos sentimos casi alegres. Voy a ser, en adelante, un empleado de casa de banca. Tú, Lubova Andreievna, tienes mejor semblante.
LUBOVA. -Mis nervios no me molestan tanto. (Gaief le entrega su manta y su sombrero.) Duermo mejor. Yascha, que se lleven el equipaje. (A Ania.) Así, pues, niña, pronto nos volveremos a ver… Yo, parto para París; allí viviré con los fondos que la abuela de Yaroslaf nos envió para la compra de nuestra finca. ¡Viva la abuela! Sin embargo, este dinero no me durará mucho tiempo.
ANIA. -Mamá, confío en que pronto estarás de regreso, ¿verdad? Yo, entretanto, haré mis exámenes en el colegio; después, trabajaré, te ayudaré. Juntas leeremos bonitos libros, muchos libros, ¿verdad, mamá? (La besa.) Ante nosotros ábrese un mundo nuevo… (Pensativa.) Sí, mamá; vuelve a París; regresa lo más pronto posible.
LUBOVA. -Regresaré muy en breve; pronto nos volveremos a ver.
(Entran Lopakhin y Pitschik.)
PITSCHIK (sofocado). -Déjame tiempo para respirar. Estoy cansado… Un vaso de agua…
GAIEF. -¿Vienes acaso a pedir dinero?… Me voy para no ser testigo de la escena. (Parte.)
PITSCHIK (a Lubova Andreievna). -Hace tiempo que no la he visto a usted. (A Lopakhin.) ¡Ah! ¿Estás tú aquí? Me alegro de verte; eres el hombre más listo de la tierra. Toma; recibe estos cuatrocientos rublos. Te quedo a deber ochocientos cuarenta.
LOPAKHIN (con asombro). -¡Esto es un sueño! ¿Dónde has encontrado ese dinero?
PITSCHIK. -Yo me ahogo… Ha sido una circunstancia totalmente imprevista. Los ingleses han hallado en mis tierras una arcilla blanca… (A Lubova Andreievna.) Para usted los cuatrocientos rublos. El resto vendrá después.
LOPAKHIN. -¿Qué ingleses?
PITSCHIK. -Yo te arrendé por veinticuatro años el terreno arcilloso.
LUBOVA. -Es hora de partir… Y mañana tomaré el tren para el extranjero.
PITSCHIK (emocionado). -Estas cosas… (Se va y vuelve…) Daschinka me encarga que la salude a usted muy cariñosamente. (Parte.)
LOPAKHIN. -¿Qué la preocupa a usted?
LUBOVA. -Dos cosas me preocupan: Firz, que está enfermo; luego, Varia. Es una muchacha laboriosa, madrugadora, fiel. Su aspecto no me gusta. Está pálida. Enflaquece de día en día… (Pausa.) Está como un pez que le han sacado del agua. (A Lopakhin.) Yo contaba casarla con usted. (Ania y Carlota, obedeciendo a un signo de Lubova Andreievna, salen de la habitación.) Sé que ella le quiere; y usted la quiere también… No comprendo lo que ocurre.
LOPAKHIN. -Yo la quiero también; es exacto. No comprendo tampoco lo que ocurre…, en verdad… Esto es ridículo. Si tuviéramos tiempo, yo estoy dispuesto a zanjar el asunto en seguida.
LUBOVA. -Voy a llamarla… ¡Varia!
LOPAKHIN. -A propósito, tenemos aquí el champaña para celebrar el suceso… (Mira la bandeja y las copas.) ¡Todas están ya vacías! (Yascha circula a diestro y siniestro. Lubova, con Yascha, sale. Lopakhin saca su reloj.) ¡Ah! (Detrás de la puerta, risa ahogada; Varia entra contemplando las maletas.) ¿Y usted qué va a hacer, Varia Michelovna?
VARIA. -¿Yo? Iré a casa de los Rasdinlin, como ama de llaves.
LOPAKHIN. -Yo salgo inmediatamente para Kharkof. He arrendado la propiedad a Epifotof.
VARIA. -Está bien.
(Óyese una voz por la ventana abierta: «¡Yer– molai Alexievitch!». Lopakhin, como si esperara a ser llamado, vase rápidamente. Varia siéntase en el suelo, apoya la cabeza y llora. La puerta se entreabre. Lubova Andreievna aparece.)
LUBOVA. -Tenemos que irnos. (Varia levanta la cabeza, se enjuga los ojos.) Sí; vámo– nos. ¡Ania! ¿Estás lista?
(Llegan Ania, Gaief y Carlota. Gaief lleva un viejo gabán de invierno y un tapabocas. Epifo– tof acaba de arreglar los bultos de equipaje. Entran Trofimof y luego Lopakhin.)
LUBOVA. -¿Empezaron a cargar las maletas?
LOPAKHIN. -Creo que sí. (A Epifotof.) Procura que todo esté en orden.
EPIFOTOF. -Yo me encargo de ello, tranquilícese.
LOPAKHIN. -¿Te ahogas?
EPIFOTOF. -Acabo de beber agua y me he tragado no sé qué.
YASCHA (con desprecio). -¡Qué imbécil!
TROFIMOF. -Andando, ¡al coche!
VARIA. -Pietcha, aquí están, por fin, sus chanclos. Se hallaban detrás de una maleta. ¡Qué viejos y qué sucios son!
TROFIMOF (calzando sus chanclos). – Gracias, Varia.
(Gaief hace esfuerzos por no llorar.)
ANIA. -Adiós, vieja morada; adiós la vida de ayer.
TROFIMOF. -¡Viva la vida de mañana!,
(Sale con Ania. Varia contempla la habitación y sale sin darse ninguna prisa. Carlota la sigue, llevando su perrito en brazos.)
LOPAKHIN. -¡Hasta la primavera próxima! Salid, si os place… ¡Hasta la vista! (Parte.)
LUBOVA. -¿Es una pesadilla? (Cae en los brazos de Gaief, y ambos lloran silenciosos, como si temieran ser oídos.)
GAIEF (desesperado). -¡Ay, hermana mía! ¡Hermana mía!
LUBOVA. -¡Ay, mi querido jardín! ¡Mi querido, mi hermoso jardín!… ¡Mi vida, mi juventud, mi felicidad! ¡Adiós!… ¡Adiós!…
VOZ DE ANIA (gozosa). -¡Mamá!…
VOZ DE TROFIMOF (alegre, con exaltación). -¡Ea!…
LUBOVA. -Miro, por última vez, estos muros, estas ventanas… ¡Mi madre sentíase tan feliz en este aposento!
GAIEF. -¡Hermana mía, hermana mía!
VOZ DE ANIA. -¡Mamá!
VOZ DE TROFIMOF. -¡Ea!…
LUBOVA. -Vámonos.
(Se van. La habitación queda vacía. Óyese cómo van cerrando con llave todas las puertas. Luego, el ruido de los coches; resuena el golpe seco del hacha que tala los cerezos. Este golpe es extraño, lúgubre. Alguien se acerca. Rumor de pasos. Por la puerta de la derecha entra Firz. Viste como siempre, de librea y chaleco blanco; usa zapatillas. Tiene aspecto de enfermo. Semeja un fantasma.)
FIRZ (aproximándose trabajosamente a una de las puertas de salida y tratando de abrirla). – Está cerrada. Se han ido… (Déjase caer sobre el sofá.) ¡Me han olvidado!… No importa… Esperaré… Ahora caigo en que Leónidas Andreie– vitch se ha olvidado de ponerse su abrigo de pieles… (Suspira con inquietud.) Y pensar que yo no lo noté… (Balbucea algunas frases.) La vida pasó ya. Es como si yo no hubiera vivido… (Tiéndese sobre el canapé.) Permaneceré así, tendido, por algunos instantes… Las fuerzas empiezan a faltarte. Firz, tu vida se va. Nada más me queda, nada más… (Su cabeza hace un movimiento, cual si intentara erguirse, y cae de nuevo.) Nada… (Balbuciente.) Más… (Expira.)
Ruido lejano, como si viniera del cielo, como el de una cuerda de violín, que estalla. Ruido siniestro que se extingue poco a poco. Todo está en calma. En el profundo silencio los hachazos continúan.
El misterio
La noche del primer día de Pascua, el consejero de Estado Navaguin, después de haber hecho sus visitas, tornó a su casa y tomó en la antesala el pliego de papel en donde los visitantes de aquel día habían puesto sus firmas. Mudóse de traje, bebió un vaso de agua de Seltz, sentóse cómodamente en una butaca y comenzó la lectura de aquellas firmas. Al llegar a la mitad del primer pliego se estremeció y dio muestras de asombro.
¡Otra vez! -exclamó golpeándose la rodilla-. ¡Es pasmoso! ¡Otra vez ha firmado ese diablo de Fedinkof, que nadie conoce!
Entre las numerosas firmas había, en efecto, la de un Fedinkof. ¿Qué clase de pájaro era ese Fedinkof? Navaguin, decididamente, lo ignoraba. Pasó mentalmente revista a los nombres de sus parientes, de sus subordinados; exploró en el fondo de su memoria su pasado más lejano, y nada descubrió parecido, ni remotamente, al nombre de Fedinkof. Lo más extraordinario era que, en los últimos trece años, ese incógnito Fedinkof aparecía fatalmente en ocasión de cada Pascua de Navidad y de cada Pascua florida. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué representa? Nadie lo sabía, ni Navaguin, ni su mujer, ni el portero.
-¡Esto es increíble! -decíase Navaguin paseándose por el gabinete-; ¡es extraordinario e incomprensible!… ¡Llamad al conserje! -gritó asomándose a la puerta-. ¡Esto es diabólico! No importa; yo he de averiguar quién es… ¡Oye, Gregorio! -añadió dirigiéndose al conserje-; otra vez ha firmado ese Fedinkof. ¿Le has visto?
-No, señor contestó el conserje.
-Sin embargo, él ha firmado, lo cual prueba que estuvo en la portería.
-No, señor, no estuvo.
-Pero ¿cómo pudo firmar sin venir a la portería?
-Eso yo no lo sé.
-Entonces, ¿quién lo ha de saber? Acaso te duermes y no ves quién entra. Procura acordarte. Piénsalo bien.
-No, señor; ninguna persona desconocida ha franqueado la entrada. Vinieron nuestros empleados; también vino la baronesa, con objeto de visitar a la señora; asimismo vino el clero de la iglesia vecina con el crucifijo; y nadie más.
-Así, pues, Fedinkof, para firmar, se hizo invisible.
-No lo puedo saber; lo que sí sé es que no había entre los visitantes ningún Fedinkof; esto lo juraría delante de Cristo.
-¡Increíble! ¡Incomprensible! ¡Ex-tra-or-di– na-rio! -reflexionó Navaguin-. ¡Hasta tiene algo de cómico! Por espacio de trece años viene un hombre, firma, y no hay modo de averiguar quién es. ¿Será una broma? ¿Será que alguno de mis empleados, por chancearse, escribe el nombre de Fedinkof?
Navaguin emprendió el estudio de la firma de Fedinkof; la rúbrica, floreada, llena de rasgos y de curvas, al modo antiguo, no se parecía a ninguna de las otras rúbricas. Figuraba junto a la del secretario Stutchkin, hombre modesto y de pocos ánimos, quien antes moriría de susto que permitirse broma tan osada.
-Otra vez ha firmado ese misterioso Fedinkof -dijo Navaguin, penetrando en el aposento de su esposa-, y tampoco ahora me ha sido posible averiguar quién es.
La señora de Navaguin era espiritista y explicaba cosas más inexplicables con la mayor sencillez del mundo.
-No veo en ello nada de extraordinario – repuso-; tú te empeñas en no creerlo; sin embargo, cuántas veces te he advertido que en la vida hay muchas cosas sobrenaturales, inaccesibles a nuestra comprensión. Estoy certísima de que el tal Fedinkof es un espíritu que siente simpatías por ti… En tu lugar, yo le llamaría y le preguntaría qué es lo que desea.
-¡Vaya una sandez!
Navaguin no tenía preocupaciones; pero el acontecimiento en cuestión se le antojaba tan misterioso que su cabeza llenóse de ideas del otro mundo. Transcurrió la velada, y entretanto, meditó sobre si ese Fedinkof sería alguno de sus subordinados, arrojado del servicio por algún predecesor suyo, y que se vengaba en la persona de uno de los sucesores de aquél. O quién sabe si no es el deudo de algún escribiente despedido por el propio Navaguin. O acaso también el espíritu de alguna doncella por él seducida… Durante toda la noche, Navaguin vio en sueños a un empleado viejo, flaco, con uniforme ajado, la tez amarilla como un limón, pelos de punta y ojos de plato. El empleado, con voz de ultratumba, pronunciaba frases y enviaba gestos amenazadores.
Navaguin estuvo a punto de sufrir un ataque cerebral. Por espacios de dos semanas anduvo de un lado para otro en su habitación. Fruncía el entrecejo y callaba. Vencido su escepticismo, entró en la habitación de su mujer y le dijo con voz ronca:
-Zina, llama a Fedinkof.
La espiritista, regocijada, ordenó que le trajeran un trozo de cartón y un platillo, y procedió inmediatamente a sus manipulaciones. Fedinkof no se hizo esperar.
-¿Qué quieres? -le preguntó Navaguin.
-Arrepiéntete -contestó el platillo.
-¿Qué fuiste tú en la tierra?
-Yo erré mi camino.
-¿Ves? -le murmuró su mujer al oído-, ¡y tú no creías!
Navaguin conversó largamente con Fedin– kof, luego con Napoleón, con Aníbal, con As– cotchensky, con su tía Claudia Zajarrovna; todos daban respuestas cortas, pero justas y de un sentido profundo. Cuatro horas duró este ejercicio. Navaguin acabó por dormirse, traspuesto y feliz, por haber entrado en contacto con un mundo nuevo y misterioso.
Diariamente se ocupó en el espiritismo, explicando a sus subalternos que existen muchas cosas sobrenaturales y milagrosas, dignas, desde mucho tiempo, de fijar la atención de los sabios. El hipnotismo, el medionismo, el bischopismo, el espiritismo, la cuarta dimensión y otros temas nebulosos acapararon completamente su atención. Consagraba días enteros, con el mayor júbilo por parte de su esposa, a la lectura de libros espiritistas; se entretenía con el platillo, con la mesa, y trataba de hallar explicación a los problemas sobrenaturales. Influidos por su verbosidad convincente, y deseosos de serle agradables, todos sus empleados dieron en dedicarse al espiritismo, y con tanto afán que uno de ellos se volvió loco, y hubo de expedir un telegrama concebido en estos términos:
«Al Infierno, en la Tesorería, siento que me transformo en espíritu malo; ¿qué debo hacer? – Respuesta pagada. Vasilio Krinolinski.»
Luego de haber leído algunos centenares de librejos espiritistas, Navaguin viose poseído de la ambición de componer él mismo una obra. Al cabo de cinco meses de estudios y compilaciones, produjo un enorme manuscrito, con el nombre de «Lo que yo opino a mi vez», resolviendo mandarlo a una revista espiritista. El día en que tomó esta resolución fue para él un día memorable. Navaguin, en aquella hora trascendental, tenía a su lado a su secretario y al sacristán de la parroquia vecina, llamado para un menester urgente. El autor contempló con cariño su obra; la palpó, sonrió satisfecho, y dijo a su secretario:
-Supongo, Felipe Serguievitch, que habrá que expedir esto certificado; será más seguro – volvióse luego hacia el sacristán-. Amigo, te hice llamar porque, teniendo que mandar a mi hijo al colegio, necesito su partida de bautismo. Es preciso que me la procures cuanto antes.
-Perfectamente, excelencia -replicó el sacristán inclinándose-; perfectamente; comprendo lo que vuecencia desea.
-¿Puedes hacerlo para mañana?
-Perfectamente; puede vuecencia contar conmigo; mañana estará todo listo. Sírvase mandar alguien a la iglesia antes del Ángelus. Yo me encontraré allí, como de costumbre; que pregunten por Fedinkof.
-¿Cómo? -exclamó Navaguin pálido y estupefacto.
-Fedinkof.
-¿Tú eres Fedinkof? -preguntó Navaguin abriendo desmesuradamente los ojos.
-Así como suena: Fedinkof.
-¿Eres tú quien firmaba en los pliegos de mi antesala?
-Era yo, en efecto -confesó el sacristán, confuso y avergonzado-. Excelencia, cuando visitamos con el crucifijo a personajes de calidad, yo acostumbro a firmar… Esto me complace en extremo… Vuecencia me censurará; pero viendo en la antesala un pliego de papel destinado a recibir firmas, es indispensable que yo estampe allí mi nombre. Una fuerza oculta me impulsa a ello.
Mudo y entristecido, Navaguin se puso a caminar a grandes pasos. Extendió la mano con ademán trágico; una sonrisa extraña asomó a sus labios, y con el dedo señaló algo en el espacio.
-Excelencia -dijo el secretario-, voy al correo para expedir el paquete.
Estas palabras llamaron de nuevo a Nava– guin a la realidad. Miró alternativamente al secretario y al sacristán; acordóse de todo; pataleó y gritó en tono agudo:
-¡Déjame en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?
El secretario y el sacristán salieron rápidamente del gabinete, mientras el consejero de Estado seguía gritando con voz estentórea:
-¡Dejadme en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?…
Un hombre irascible
Yo soy un hombre formal y mi cerebro tiene inclinación a la filosofía. Mi profesión es la de financiero. Estoy estudiando la ciencia económica, y escribo una disertación bajo el título de «El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros». Usted comprenderá que las mujeres, las novelas, la luna y otras tonterías por el estilo me tienen completamente sin cuidado.
Son las diez de la mañana. Mi mamá me sirve una taza de café con leche. Lo bebo, y salgo al balconcito para ponerme inmediatamente a mi trabajo. Tomo un pliego de papel blanco, mojo la pluma en tinta y caligrafío «El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros». Reflexiono un poco y escribo: «Antecedentes históricos: A juzgar por indicios que nos revelan Herodoto y Jenofonte, el impuesto sobre los perros data de…»; en este momento oigo unos pasos muy sospechosos. Miro hacia abajo y veo a una señorita con cara larga y talle largo; se llama, según creo, Narinka o Varinka; pero esto no hace al caso; busca algo y aparenta no haberse fijado en mí. Canta:
«Te acuerdas de este cantar
apasionado.»
Leo lo que escribí y pretendo seguir adelante. Pero la muchacha parece haberme visto, y me dice en tono triste:
-Buenos días, Nicolás Andreievitch. Imagínese mi desgracia. Ayer salí de paseo, y se me perdió el dije de mi pulsera…
Leo de nuevo el principio de mi disertación, rectifico el rabo de la letra b y quiero continuar; mas la muchacha no me deja.
-Nicolás Andreievitch -añade-, sea usted lo bastante amable para acompañarme hasta mi casa. En la de Karenin hay un perro enorme, y yo no me atrevo a ir sola.
¿Qué hacer? Dejo a un lado mi pluma y desciendo. Narinka o Varinka me toma del brazo y ambos nos encaminamos a su morada. Cuando me veo precisado a acompañar a una señora o a una señorita siéntome como un gancho, del cual pende un gran abrigo de pieles. Narinka o Va– rinka tiene un temperamento apasionado -entre paréntesis, su abuelo era un armenio-. Ella sabe a maravilla colgarse del brazo y pegarse a las costillas de su acompañante como una sanguijuela. De esta suerte, proseguimos nuestra marcha. Al pasar por delante de la casa de los Kare– nin veo al perro y me acuerdo del tema de mi disertación. Recordándolo, suspiro.
-¿Por qué suspira usted? -me pregunta Na– rinka o Varinka. Y ella a su vez suspira.
Aquí debo dar una explicación: Narinka o Varinka -de repente me doy cuenta de que se llama Masdinka– figúrase que yo estoy enamorado de ella, y se le antoja un deber de humanidad compadecerme y curar la herida de mi corazón.
-Escuche -me dice-, yo sé por qué suspira usted. Usted ama, ¿no es verdad? Le prevengo que la joven por usted amada tiene por usted un profundo respeto. Ella no puede corresponderle con su amor; mas no es suya la culpa, porque su corazón pertenece a otro, tiempo ha.
La nariz de Masdinka se enrojece y se hincha; las lágrimas afluyen a sus ojos. Ella espera que yo le conteste; pero, felizmente, hemos llegado. En la terraza se encuentra la mamá de Masdinka, una persona excelente, aunque llena de supersticiones. La dama contempla el rostro de su hija; y luego se fija en mi, detenidamente, suspirando, como si quisiera exclamar: ¡Oh, juventud, que no sabe disimular sus sentimientos!»
Además de la mamá están sentadas en la terraza señoritas de matices diversos y un oficial retirado, herido en la última guerra en la sien derecha y en el muslo izquierdo. Este infeliz quería, como yo, consagrar el verano a la redacción de una obra intitulada «Memorias de un militar». Al igual que yo, aplicase todas las mañanas a la redacción de su libro; pero apenas escribe la frase «Nací en tal año…», aparece bajo su balcón alguna Varinka o Masdinka, que está allí como de centinela. Cuantos se hallan en la terraza ocúpanse en limpiar frutas, para hacer dulce con ellas. Saludo y me dispongo a marchar; pero las señoritas de diversos matices esconden mi sombrero y me incitan a que no me vaya. Tomo asiento. Me dan un plato con fruta y una horquilla, a fin de que proceda, como los demás, a la operación de extraer el hueso. Las señoritas hablan de sus cortejadores; fulano es guapo; mengano lo es también, pero no es simpático; zutano es feo, aunque simpático; perengano no está mal del todo, pero su nariz semeja un dedal, etc.
-Y usted, Nicolás -me dice la mamá de Mas– dinka-, no tiene nada de guapo; pero le sobra simpatía; en usted hay un no sé qué… La verdad es -añade suspirando– que para un hombre lo que vale no es la hermosura, sino el talento.
Las jóvenes me miran y en seguida bajan los ojos. Ellas están, sin duda, de acuerdo en que para un hombre lo más importante no es la hermosura, sino el talento. Obsérvome, a hurtadillas, en el espejo para ver si, realmente, soy simpático. Veo a un hombre de tupida melena, barba y bigote poblados, cejas densas, vello en la mejilla, vello debajo de los ojos, todo un conjunto velludo, en medio del cual descuella, como una torre sólida, su nariz.
-No me parezco mal del todo…
-Pero en usted, Nicolás, son las cualidades morales las que llevan ventaja -replica la mamá de Masdinka.
Narinka sufre por mí; pero al propio tiempo, la idea de que un hombre está enamorado de ella la colma de gozo. Ahora charlan del amor. Una de las señoritas levántase y se va; todas las demás empiezan a hablar mal de ella. Todas, todas la hallan tonta, insoportable, fea, con un hombro más bajo que otro. Por fin aparece mi sirvienta, que mi madre envió para llamarme a comer. Puedo, gracias a Dios, abandonar esta sociedad estrambótica y entregarme nuevamente a mi trabajo. Me levanto y saludo. Pero la mamá de Narinka y las señoritas de diversos matices rodéanme y me declaran que no me asiste el derecho de marcharme porque ayer les prometí comer con ellas y después de la comida ir a buscar setas en el bosque. Saludo y vuelvo a tomar asiento… En mi alma hierve la irritación. Presiento que voy a estallar; pero la delicadeza y el temor de faltar a las conveniencias sociales oblíganme a obedecer a las señoras, y obedezco. Nos sentamos a comer. El oficial retirado, que por efecto de su herida en la sien tiene calambres en las mandíbulas, come a la manera de un caballo provisto de su bocado. Hago bolitas de pan, pienso en la contribución sobre los perros, y, consciente de mi irascibilidad, me callo. Na– rinka me observa con lástima. Okroschka^, lengua con guisantes, gallina cocida, compota. Me falta apetito; pero engullo por delicadeza. Después de comer voy a la terraza para fumar; en esto acércase a mí la mamá de Masdinka y me dice con voz entrecortada:
-No desespere usted, Nicolás… Su corazón es de… Vamos al bosque.
Varinka cuélgase de mi brazo y establece el contacto. Sufro inmensamente; pero me aguanto.
-Dígame, señor Nicolás -murmura Narinka-, ¿por qué está usted tan triste, tan taciturno?
¡Extraña muchacha! ¿Qué se le debe responder? ¡Nada tengo que decirle!
-Hábleme algo -añade la joven.
En vano busco algo vulgar, accesible a su intelecto. A fuerza de buscar, lo encuentro, y me decido a romper el silencio.
-La destrucción de los bosques es una cosa perjudicial a Rusia.
-Nicolás -suspira Varinka, mientras su nariz se colorea-, usted rehuye una conversación franca… Usted quiere asesinarme con su reserva… Usted se empeña en sufrir solo…
Me coge de la mano, y advierto que su nariz se hincha; ella añade:
-¿Qué diría usted si la joven que usted quiere le ofreciera una amistad eterna?
Yo balbuceo algo incomprensible, porque, en verdad, no sé qué contestarle; en primer lugar, no quiero a ninguna muchacha; en segundo lugar, ¿qué falta me hace una amistad eterna? En tercer lugar, soy muy irritable. Masdinka o Va– rinka cúbrese el rostro con las manos y dice a media voz, como hablando consigo misma: «Se calla…; veo que desea mi sacrificio. ¿Pero cómo lo he de querer, si todavía quiero al otro?… Lo pensaré, sí, lo pensaré; reuniré todas las fuerzas de mi alma, y, a costa de mi felicidad, libraré a este hombre de sus angustias».
No comprendo nada. Es un asunto cabalístico. Seguimos el paseo silencioso. La fisonomía de Narinka denota una lucha interior. Óyese el ladrido de los perros. Esto me hace pensar en mi disertación, y suspiro de nuevo. A lo rejos, a través de los árboles, descubro al oficial inválido, que cojea atrozmente, tambaleándose de derecha a izquierda, porque del lado derecho tiene el muslo herido, y del lado izquierdo tiene colgada de su brazo a una señorita. Su cara refleja resignación. Regresamos del bosque a casa, tomamos el té, jugamos al croquet y escuchamos cómo una de las jóvenes canta: