Текст книги "El Jardín De Los Cerezos"
Автор книги: Антон Чехов
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Драматургия
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PITSCHIK (siguiendo en pos de ella). -En fin, vámonos a dormir. ¡Oh, mi gota! Yo me quedaré hoy en esta casa. Lubova Andreievna, mi buena amiga, yo quisiera recibir mañana… doscientos cuarenta rublos.
GAIEF. -Lo que es eso, no lo deja de la mano.
PITSCHIK (lastimero). -Doscientos cuarenta rublos…; necesito pagar las contribuciones.
LUBOVA. -No tengo dinero, amigo.
PITSCHIK. -Pero yo se lo restituiré en seguida, mi buena amiga…; la suma es tan insignificante…
LUBOVA. -Bien, Leónidas se lo entregará a usted. Escuche, Leónidas, entréguele doscientos cuarenta rublos.
GAIEF. -Sí; puede contar con ellos. (Irónicamente.) ¡Que espere sentado!
LUBOVA. -¿Qué le vamos a hacer? Entregárselos; si los necesita con urgencia…; él los devolverá.
(Lubova Andreievna, Trofimof, Pitschik y Firz se van. Quedan en la estancia Gaief, Varia y Yascha.)
GAIEF. -Decididamente, mi hermana no ha perdido la costumbre de tirar el dinero. (A Yascha.) Apártate un poco, hueles a gallina.
YASCHA. -Leónidas Andreievitch, siempre será usted el mismo.
GAIEF (a Varia). -¿Cómo? ¿Qué ha dicho?
VARIA (a Yascha). -Tu madre ha llegado del campo. Te espera desde anoche en el departamento de los criados, y quiere verte, Yascha.
YASCHA. -Me importa poco.
VARIA. -Tú eres un inconsciente.
YASCHA. -¿Quién le impide volver mañana? (Vase.)
VARIA. -Mamá no ha cambiado. ¡Siempre la misma! Si de ella dependiera, ya hubiera despilfarrado lo que le resta. Su manía es regalar, gastar, distribuir dinero sin ton ni son.
GAIEF. -Sí; en efecto… (Después de una pausa.) ¿A qué buscar remedios contra una enfermedad incurable? Yo me esfuerzo por comprender. Yo creo disponer de muchos medios, de muchos, lo cual equivale a decir que no dispongo de ninguno. Excelente medio sería el heredar. Heredar, ¿de quién? Yo no vislumbro ninguna herencia en perspectiva. Convendría también que Ania contrajese matrimonio con alguien muy rico. Muy útil nos será, tal vez, ir a Yaroslaf y probar suerte cerca de nuestra tía, la condesa. Nuestra tía es enormemente rica; es, además, de una bondad extraordinaria. Yo la quiero mucho. Será necesario que le hablemos, que se lo confesemos todo, aun apoyándonos en circunstancias atenuantes…
VARIA (a media voz). -Ania está en la puerta.
GAIEF. -¡Qué diablo! ¡Es sorprendente! Hay algo extraño dentro de mi ojo derecho… Empieza a dolerme…
(Ania entra.)
VARIA. -¿Por qué no duermes?
ANIA. -No puedo.
GAIEF. -¡Ay pequeña! (Besa las manos y la cara de Ania.) Hija mía (lloriquea), tú no eres mi sobrina; tú eres mi ángel, tú lo eres todo para mí. Créeme, tú eres lo que yo más quiero.
ANIA. -Lo creo; todo el mundo le estima a usted y le respeta. Pero en ciertas ocasiones convendría que no hablase usted tanto. ¿Qué ha dicho usted, hace poco, a propósito de mamá, de su hermana? ¿A qué venían esas palabras?
GAIEF. -Tienes razón, Ania. (Coge las manos de Ania y se cubre con ellas su propio rostro.) Es terrible; Dios mío, sálvame. Es verdad. Hablo más de lo debido. Mi discurso ante el viejo armario, ¡qué tonto! No me di cuenta de ello sino cuando lo terminé.
VARIA. -Verdaderamente, tío, debe usted echarse un nudo a la lengua. Cállese. Así está bien.
ANIA. -Si se callara usted, se encontraría mejor, mucho mejor.
GAIEF. -Ya me callo. (Besa las manos de ambas jóvenes.) Pero mirad…, acerca del asunto en cuestión… El jueves fui al tribunal; estábamos entre amigos, y nos pusimos a charlar. Pa– réceme que será posible efectuar un préstamo para el pago de las contribuciones.
VARIA. -¡Si Dios quisiera ayudarnos!
GAIEF. -El martes volveré allá. (A Varia.) No te apures. (A Ania.) Tu mamá hablará con
Lopakhin; él no se negará si es ella quien le pide prestado. Cuando tú hayas descansado bien, te irás a Yaroslaf, a casa de tu abuela la condesa. Con seguridad, se podrán satisfacer los intereses. Y nuestra finca se habrá salvado. ¡Respiro! No permitiré nunca, ¡oh, nunca!, que nos la vendan en pública subasta.
ANIA (con calma). -Tú eres bueno. Tu bondad me tranquiliza.
FIRZ (entra súbitamente). -Leónidas Andreievitch, ¡váyase, váyase ya a dormir!
GAIEF. -En seguida… Firz, puedes retirarte. Vámonos a dormir. (Besa a sus sobrinas.)
ANIA. -¿Y tú? ¿Todavía charlarás?
VARIA. -¡Callaos ya!
FIRZ (volviendo atrás). -Leónidas Andreievitch, yo me retiro.
GAIEF. -Y yo. (Vase, seguido por Firz.)
VARIA. -Parece que estoy algo más tranquila. (Varia se retira, llevándose consigo a Ania. A lo lejos óyese el caramillo de un pastor. Trofimof atraviesa la sala, y viendo a las dos jóvenes, se detiene. Varia y Ania parecen muy fatigadas. Varia, apoyando ligeramente su cabeza sobre el hombro de Ania, murmura, medio dormida:) Vamos…, vamos.
TROFIMOF (contemplando el grupo). -¡Sol mío! ¡Primavera mía!
Segunda parte
En el campo. Antigua capilla, ruinosa, abandonada, con paredes cubiertas de musgo. Cerca de la capilla, un pozo. Esparcidos por el suelo, restos de viejas tumbas. Un banco de madera roído por el tiempo. Camino que conduce a la finca de Lubova Andreievna. Bosque de tilos. A la izquierda comienza el jardín de los cerezos, en el ángulo del cual existe un pabellón o glorieta. En perspectiva, postes telegráficos, marcando una línea de ferrocarril. A lo lejos, a través de la neblina, el panorama de una pequeña ciudad, con sus cúpulas y campanarios. Se aproxima el ocaso. Carlota, Gaief y Dunias– cha están sentados en el banco. Junto a ellos, Epifotof tañe la guitarra, ejecutando un aire triste. Todos aparecen pensativos. Carlota está con equipo de caza, y la escopeta descansa entre sus rodillas.
CARLOTA. -Yo no tengo pasaporte, yo ignoro mi edad. Figúrome que soy todavía joven. En mis tiempos de infancia, mi padre y mi madre recorrían las ferias, dando representaciones; yo brincaba como un diablillo, y hasta daba saltos mortales. Así aprendí y practiqué el oficio de titiritera. A la muerte de mis padres, una señora alemana me tomó en su casa y me educó. Crecí. Me convertí en aya. Pero ¿qué soy yo en realidad? No lo sé. ¿Quiénes fueron mis padres? ¿Estaban casados? (Saca del bolsillo un pepino y lo come ávidamente.) Yo no sé nada, nada, de lo que fueron mis padres y de lo que yo soy. (Pausa.) Me devoran las ganas de hablar con alguien, y nadie tiene interés en escucharme.
EPIFOTOF (cantando al son de la guitarra):
Yo me burlo de todo el mundo. ¡Qué me importan los amigos y
los enemigos!
¡Qué cosa tan agradable expresar los propios sentimientos en música!
DUNIASCHA (empolvándose el rostro). – Canta, canta…
EPIFOTOF. -La vida es una eterna canción.
CARLOTA. -(tomando su escopeta). Tú, Epifotof, eres muy completo, muy sabio; pero me inspiras miedo. ¡Todos los sabios se me antojan tan imbéciles!
EPIFOTOF. -Carlota, piense usted de mí lo que quiera. Pero debo decirle que la suerte no me ha sido propicia. (Llegan Lubova Andreiev– na y Lopakhin.)
LOPAKHIN. -Ahora bien; urge decidirse. El tiempo vuela. La cuestión es bien sencilla. Déme usted su consentimiento, y yo me las arreglaré para realizar el negocio de las parcelas. ¿Sí, o no?
LUBOVA. -Malos augurios corren por acá.
GAIEF. -La línea férrea va a ser puesta en explotación. Ello constituirá una gran comodidad.
LOPAKHIN. -Una palabra, Lubova, una simple respuesta. ¿Sí, o no?
GAIEF (bostezando). -¿Responder? ¿A qué?
LUBOVA (examinando su portamonedas). – Ayer me quedaba aún bastante dinero. Hoy, muy poco. Mi pobre Varia, hay que economizar. Danos de comer a todos sopas de leche. Los criados se contentarán con un plato de guisantes. ¡Y decir que yo gasto mi dinero tontamente!
(Deja caer el portamonedas, del cual salen, rodando por el suelo, algunas piezas de oro.) ¡Ea! Ya veis cómo ruedan.
YASCHA (que llega en este mismo momento). -Déjeme; voy a recogerlas una por una. (Las recoge.)
LUBOVA. -Gracias, Yascha.
GAIEF. -¿De qué te ríes, Yascha?
YASCHA. -Yo no puedo escuchar la voz de usted sin reír.
LUBOVA (a Yascha). -¡Vete de ahí!
YASCHA (entregándole el portamonedas). – Me iré.
LOPAKHIN. -Derejanof, el ricachón, desea comprar vuestra propiedad; piensa tomar parte en la subasta.
LUBOVA. -¿Por dónde lo sabe usted?
LOPAKHIN. -Lo he oído decir en la ciudad.
GAIEF. -La tía de Yaroslaf prometió enviarnos fondos. Cuándo los enviará, Dios lo sabe.
LOPAKHIN. -¿Cuánto? Cien, doscientos, mil.
LUBOVA. -Diez o quince mil. Eso vendrá muy bien.
LOPAKHIN. -Excúseme por lo que voy a decir. Yo no he visto jamás personas más negligentes y ligeras que ustedes, personas tan nulas, tan negadas en lo que se refiere a los negocios. Se les advierte en ruso, de una manera explícita y clara, que su propiedad será puesta en venta, y ustedes como si tal cosa.
LUBOVA. -¿Qué debemos hacer? Dígalo.
LOPAKHIN. -Yo se lo estoy diciendo, en todos los tonos, todas las mañanas, todos los días, y ustedes aparentan no entender mi lenguaje. Su jardín de los cerezos y toda su finca deben ser transformados en terreno de datchas. Esto debe ser realizado sin tardanza, con la mayor prontitud posible. El día de la subasta se aproxima. ¿Comprende? Si se decide a arrendar la tierra para las datchas, podrá salvarse. Yo no sé ya cómo repetirlo; métase bien en la cabeza la idea de que no hay otro medio de salvación.
LUBOVA. -Siempre las datchas y los datch– nik. ¡Qué vulgaridad!
GAIEF. -Soy enteramente de tu opinión.
LOPAKHIN. -Voy a llorar, a gritar, a desmayarme. Me atormentáis demasiado. Me voy, me voy lejos de aquí…
LUBOVA (deteniéndole). -No se vaya usted. Acaso haya modo de arreglar algo.
LOPAKHIN. -¿Se le ha ocurrido alguna idea?
LUBOVA. -Se lo suplico, no se aleje… Su presencia nos consuela. He gastado más de lo que debía. Mi marido murió, y quedé tan joven y tan sola… Cometí una grave falta casándome por segunda vez… En ese río se ahogó mi único hijo, mi pobre Grischa. Loca de dolor me fui al extranjero para no volver a ver más ese río fatal. Entonces cerré los ojos a la realidad y huí en busca de nuevos horizontes, y mi segundo marido me siguió; era un ser grosero, que me trataba sin piedad. Compré la «villa» cerca de Menton porque él había caído enfermo y necesitaba un clima templado, y por espacio de tres años no tuve reposo, ni de día ni de noche. Este año último, la villa fue vendida por reclamación de mis acreedores. Me instalé en París. Mi segundo marido, el infame, robóme lo que pudo, y me abandonó, para irse con otra. Traté de envenenarme… Luego me asaltó el ansia de regresar a mi país. ¡Dios misericordioso, no me castigues más! (Saca de su bolsillo un telegrama.) He aquí que el miserable me suplica que vuelva cerca de él y que le perdone. (Rompe el telegrama.)
(A lo lejos, óyese una música.)
GAIEF. -Es nuestra célebre orquesta judía: cuatro violines y un contrabajo.
LUBOVA. -Habría que invitarlos para una pequeña fiesta.
LOPAKHIN. -La historia de usted me interesa; siga su relato.
LUBOVA (a Lopakhin). -Y usted, ¿por qué no se ha casado? Ahí está nuestra Varia, buena muchacha, excelente por todos conceptos.
LOPAKHIN. -Sí.
LUBOVA. -Laboriosa, sencilla, y que, además, siente por usted cierto cariño.
LOPAKHIN. -No digo que no; Varia es una buenísima muchacha.
GAIEF. -Se me propone un empleo en un banco; sesenta mil rublos por año.
LUBOVA. -No digas majaderías.
FIRZ (con el abrigo de Gaief). -Tenga la bondad de ponerse el abrigo. Temo que se resfríe.
GAIEF. -¡Me aburres, hombre!
FIRZ. -No importa.
LUBOVA. -Firz, ¡cómo has envejecido!
FIRZ. -¿Qué desea la señora?
LOPAKHIN. -La señora dice que tú has envejecido.
FIRZ. -En efecto, mi vida es ya larga. Nuestro padre no había nacido aún cuando ya me querían casar. (Ríe.) Entonces nos emanciparon de la servidumbre. Yo era el jefe de camareros, y no quise aprovecharme de mi libertad. Me quedé como estaba, ni más ni menos; seguí sirviendo fielmente a mi amo… (Pausa.) Me acuerdo muy bien. Todos mis camaradas rebosaban de gozo; todos estaban contentísimos. ¿De qué? Ellos mismos no lo sabían.
LOPAKHIN. -¡Oh! Antes se estaba mucho mejor. Había latigazos… ¡Qué delicia!
FIRZ (que no había entendido bien las anteriores frases). -Sin duda; los mujiks andaban entonces con los propietarios, y los propietarios con los mujiks; mientras que ahora cada cual anda por su lado.
GAIEF. -¡Cállate ya! (A Lopakhin.) Mañana intentaré en la ciudad pedir fondos prestados.
LOPAKHIN. -Sépalo usted de antemano. Fracasará usted. No se podrá pagar la contribución. Es inútil forjarse ilusiones.
(Llegan Trofimof, Ania y Varia.)
LUBOVA. -Siéntense ustedes.
LOPAKHIN. -Nuestro estudiante perpetuo está siempre con las jóvenes.
TROFIMOF. -Cosa es ésta que no te atañe.
LOPAKHIN. -Pronto tendrá cincuenta años, y todavía estudia.
TROFIMOF. -Tú, en cambio, eres una plaga social.
LOPAKHIN. -Yo trabajo desde por la mañana hasta la noche. Levántome de la cama a las seis, y antes, si es preciso. Nunca me falta dinero: el mío o el de los demás. Alrededor de mí observo a los hombres y veo cómo se desenvuelven. Es preciso trabajar. Trabajando, compréndese cuán reducido es el número de las personas honradas. A veces, cuando no puedo conciliar el sueño, me pongo a pensar: «Dios mío, tú nos has deparado los grandes bosques, los inmensos campos, los horizontes profundos; y, en nuestra calidad de habitantes de esta tierra enorme y prodigiosa, nosotros debiéramos ser gigantes…»
GAIEF. -Déjanos en paz con tus gigantes. Los gigantes no caben sino en los cuentos de hadas. (Epifotof pasa tocando una melodía melancólica. Todos escuchan. Larga pausa.)
LUBOVA. -Epifotof viene…
ANIA (pensativa). -Epifotof viene… GAIEF. -El sol se pone. TROFIMOF. -Sí.
GAIEF (a media voz, y como declamando). – ¡Oh, Naturaleza! Tú brillas con tu eterno esplendor.
VARIA (suplicante). -¡Tío!
ANIA. -¿Otra vez? ¡Tío, tío!…
(Tranquilidad, silencio. Malestar latente. Firz balbucea confusamente no se sabe qué. Ruido misterioso en el aire; como el son de una cuerda que se rompe.)
LUBOVA. -¿Qué es eso?
LOPAKHIN. -No sé.
LUBOVA (con sobresalto). -Es desagradable.
FIRZ. -La víspera de la desgracia, ya saben cuándo digo, la víspera de la liberación de los mujiks, se produjo el mismo fenómeno. Hubo más: el búho gritó; el samovar hirvió con un ruido extraño.
GAIEF (murmurando). -Yo escuché algo parecido cuando el pobre Grischa… (Pausa.)
LUBOVA (muy impresionada). -Vámonos, amigos míos; es tarde. (A Ania.) Lágrimas corren por tus mejillas. ¿Qué tienes, niña?
ANIA. -Nada, mamá.
TROFIMOF. -Alguien viene. (Pasa un transeúnte, con una gorra vieja, un vestido mugriento; camina como si estuviera borracho.)
EL TRANSEÚNTE. -¿Pueden decirme si por este camino voy derecho a la estación?
GAIEF. -Sí; siga por ahí.
EL TRANSEÚNTE. -Gracias mil. (Tosiendo.) El tiempo es magnífico. (A Varia.) Señorita, préstele usted a un hambriento treinta kopeks. (Varia, asustada, profiere un grito.)
LOPAKHIN. -¡Qué molestia! La impertinencia tiene también sus límites.
LUBOVA (sacando una pieza de su portamonedas.) -¡Tome! No tengo ninguna moneda de plata. Ahí va una de oro.
EL TRANSEÚNTE. -Muchas gracias. (Va– se.)
VARIA. -No puedo más. ¡Qué locura! En casa, las gentes de servicio no tienen qué comer, y usted da, tan fácilmente, diez rublos en oro.
LUBOVA. -¿Qué le voy a hacer? Soy tonta. En casa, te entregaré todo lo que tengo. Yermo– lai Alexievitch, présteme aún…
LOPAKHIN. -Bien.
LUBOVA. -Es hora de que nos vayamos. ¿Sabes, Varia? Hemos arreglado ya tu matrimonio. Mi enhorabuena.
VARIA. -Con estas cosas, mamá, no se bromea.
LOPAKHIN. -Le advierto una vez más que el día veintidós de agosto vuestro jardín de los cerezos será sacado a subasta.
(Todos se van, excepto Ania y Trofimof.)
ANIA. -Gracias a ese desconocido, que asustó a Varia, nos hemos quedado solos.
TROFIMOF. -Varia teme que nos amemos. No la deja a usted sola ni un minuto. Su espíritu estrecho no le permite comprender la elevación de nuestro amor.
(Ania le mira con ternura.)
ANIA. -Hoy se está bien aquí.
TROFIMOF. -El tiempo es hermoso.
ANIA. -¿Qué ha hecho usted de mí, Pietcha? ¿Por qué no admiro ya tanto como antes ese jardín de los cerezos? ¿Por qué ese jardín no me inspira la misma afección que me inspiraba antes de ahora? Yo lo amaba tiernamente. Parecíame que, en la tierra, no existía paraje más bello.
TROFIMOF. -Toda Rusia es actualmente su jardín. La tierra es vasta y magnífica. Los bellos lugares abundan en todas partes. (Pausa.) Reflexione bien, querida mía. Su padre, su abuelo y su bisabuelo eran señores que poseían, en plena propiedad, almas humanas. ¿No ve cómo de cada cereza, de cada hoja y de cada árbol se desprenden seres humanos que la contem– plan?¿No escucha sus voces?… Oh, es terrible. Vuestro jardín de cerezos me llena de pavor. De noche, cuando uno pasa por ese jardín, la vetusta corteza de los árboles brilla con una luz opaca. Diríase que los cerezos viven, en el sueño, lo que acontecía doscientos años ha. Una trágica pesadilla los abruma. Nosotros debemos expiar nuestro pasado. Debemos acabar con él. Los tormentos se nos imponen. Fíjese bien en lo que digo.
ANIA. -La casa que habitamos no nos pertenece ya, en realidad, desde hace mucho tiempo.
TROFIMOF. -Tire usted muy lejos las llaves domésticas. ¡Salga de aquí! ¡Sea libre como el viento!
ANIA. -¡Qué bien habla!
TROFIMOF. -Créame, Ania, créame. Todavía no he cumplido treinta años; pero ya he sufrido mucho. A la entrada del invierno, tengo hambre, tengo frío, estoy enfermo, nervioso, soy pobre como un mendigo. El Destino me arrastró de un lado para otro. Y por doquiera, y siempre, mi alma fue invadida por los presentimientos. Yo presiento la felicidad, Ania, yo la veo de cerca.
ANIA. -La luna asoma. (A lo lejos resuena la canción melancólica de Epifotof. La luna surge en el horizonte.)
VARIA (desde el bosque de los tilos). – ¡Ania! ¿Dónde estás?
TROFIMOF. -Mire la luna. (Pausa.) La dicha se acerca. Oigo sus pasos. Sí; es la dicha, por fin.
VARIA (de entre los árboles). -¡Ania! ¿Dónde estás?
TROFIMOF (con enfado). ¡Al diablo, Varia! ¡Qué fastidio!
ANIA. -¿Qué hacer? Encaminémonos hacia el río.
TROFIMOF. -Tiene razón, vámonos de aquí. (Ambos se levantan del banco y, en dirección opuesta al lado de donde parten las voces, alé– janse muy lentamente.)
VARIA (desde la arboleda). -¡Ania! ¡Ania!…
Tercera parte
Saloncito separado por una arcada de otro salón grande. Óyese una orquesta de algunos violines y un contrabajo, desafinada: es la orquesta judía de la localidad. Hay baile en el salón grande. Vienen los bailarines en círculo. La voz de Simenof Pitschik grita, en francés: «Promenade á dame!» Pitschik dirige la danza. Desfilan, por parejas, Pitschik y Carlota, Tro– fimof y Lubova Andreievna, Ania y un empleado de Correos, Varia y el jefe de estación. Varia tiene los ojos llorosos. En último término pasan Duniascha y otras parejas insignificantes. Pitschik vocea: «Grand rond…!» «Balancez…!» «Les cavaliers, á genoux remercient leurs dames!» Firz, de frac, trae en una bandeja agua de Seltz y vasos. Pitschik y Trofimof penetran solos en el gabinete.
PITSCHIK. -Bailo con mucho trabajo. Estoy apoplético. A pesar de eso, tengo una salud de caballo. Mi difunto padre, hablando de nuestros predecesores, aseguraba que la familia Simenof Pitschik procedía del caballo que Calígula hizo sentar en el Senado. (Siéntase.) Pero aquí está lo malo. Me falta dinero. Un perro hambriento no piensa sino en su trozo de carne. (Pitschik, de repente, se duerme, lanza un ronquido y se despierta.) Y yo, hambriento a mi modo, no pienso sino en el dinero. ¿Qué hacer? Esto de no tener dinero es una gran desgracia.
TROFIMOF (observando su fisonomía). – Realmente, hay en el rostro de usted algo de caballar.
PITSCHIK. -Siquiera el caballo es un animal vendible, que se puede convertir en dinero.
(En una sala vecina, ruido de bolas de billar. Varia aparece bajo la arcada.)
TROFIMOF. -Señora Lopakhin… Señora Lopakhin…
VARIA (con muestras de agrado). -Señor tiñoso…
TROFIMOF. -Me enorgullezco de ello.
VARIA (después de una pausa). -Ahí están los músicos, que vienen a pedir su salario. ¿Pero cómo se les pagará?
TROFIMOF (a Pitschik). -Si en lugar de gastar su energía buscando fondos la emplease usted en cualquier otra cosa, hubiera ya, probablemente, solucionado, el Universo.
PITSCHIK. -Se expresa usted como Nietzs– che. Tiene usted, en verdad, mucho talento.
TROFIMOF. -¿Ha leído usted a Nietzsche? ¿Por dónde se ha enterado de Nietzsche?
PITSCHIK. -Daschinka me habla de él de vez en cuando… Créalo, tan apurado me hallo de dinero, que me siento capaz de fabricar billetes de Banco… Pasado mañana debo pagar trescientos diez rublos. He podido hallar ciento treinta. ¿Cómo procurarme el resto? (Explorando sus bolsillos, con angustia.) El dinero se evaporó. Lo perdí. ¡Vive Dios! ¿Dónde están mis ciento treinta rublos?… ¡Ah! (Triunfante.) Helos aquí en el forro. ¡Qué susto me llevé!
(Entran Lubova Andreievna y Carlota.)
LUBOVA (cantando, a media voz, la «lez– guimka» 7) -¿Qué ocurre con Leónidas? (A Du– niascha, que anda por allí) Ofrece té a los músicos.
TROFIMOF. -La subasta, según parece, no se efectuará.
LUBOVA. -En mal hora vinieron los músicos. Y la idea de bailar, en estas circunstancias, fue una idea absurda… Pero no importa… (Siéntase, y vuelve a cantar a media voz…) ¿Qué se ha hecho de Leónidas? Todo ha terminado. La finca será vendida. La subasta, ¿no se ha verificado todavía? ¿A qué ocultarme?
VARIA (tratando de consolarla). -El tío fue quien se quedó con la propiedad. Estoy segura de ello.
TROFIMOF (riendo). -¡Muy bien!
VARIA. -La abuela envió, probablemente, a nuestro tío los fondos necesarios para rescatar la tierra a nombre de Ania. Con la ayuda de Dios, todo se arreglará a nuestra satisfacción.
LUBOVA. -La abuela de Yaroslaf debió enviar quince mil rublos para comprar la propiedad a nombre suyo. Ella no tiene confianza en nosotros. Pero con esta suma no habrá ni para pagar las contribuciones. (Cúbrese el rostro con las manos.) Hoy va a decidirse mi suerte.
TROFIMOF (a Varia, cínicamente). – ¡ Señora Lopakhin!…
VARIA (fastidiada). -¡Estudiante perpetuo!
LUBOVA. -¿Por qué te enfadas? Él te da broma con Lopakhin. ¿No te halagaría llamarte la señora Lopakhin? Es un buen partido… Si tú no le quieres, nadie te manda que lo tomes.
VARIA. -Este asunto es serio. Lopakhin me gusta. Es una excelente persona. Yo le amo…
LUBOVA. -¡Cásate con él! ¿Qué esperas?
VARIA. -Yo no puedo, sin embargo, tomar la iniciativa; él no me dice, no me insinúa nada. Es un hombre que trabaja, que se enriquece. Sus negocios le absorben. No piensa en mí… ¡Dios mío! Si yo dispusiera siquiera de un centenar de rublos, lo abandonaría todo y me encerraría en un convento.
TROFIMOF. -¡Magnífico!
LUBOVA. -¿Por qué tarda tanto Leónidas? Estoy inquieta. ¿Han vendido mis bienes o no?
TROFIMOF. -Vendidos o no, resulta lo mismo. Mire bien, por una vez, las cosas cara a cara.
LUBOVA. -Usted juzga la cuestión desde un punto de vista que no puede ser el mío. Yo nací en esta casa. Mi padre y mi madre residieron aquí y mis antepasados lo propio. Yo adoro esta vivienda y ese jardín de los cerezos. Yo no concibo mi existencia sin ese jardín. Si hay que venderlo, que me vendan a mí con el jardín. (Toma entre sus manos la cabeza de Trofimof y le besa la frente.) Mi hijo Grischa corrió frecuentemente entre esos cerezos. Me parece que le estoy viendo. Grischa se ahogó en estas cercanías. (Llorando.) Tenga compasión de mí…
TROFIMOF. -Harto sabe usted, Lubova Andreievna, que yo comparto sus infortunios.
LUBOVA. -Sí, en efecto; pero convendría que los compartiese de otro modo. (Saca su pañuelo del bolsillo; un telegrama cae al suelo…) Yo quisiera concederle la mano de Ania; pero usted no se ocupa de nada, no hace nada. Camina de una Universidad a otra. Pierde el tiempo lamentablemente. Divaga sin rumbo fijo. Yo no sé qué pensar de usted. Es usted un tipo singular.
TROFIMOF (después de recoger el telegrama). -Yo no tengo empeño en ser una perfección.
LUBOVA (estrujando el telegrama). -Otro despacho de París. Cada día uno nuevo… Yo le quiero, le quiero… Un gran peso llevo sobre mis hombros. Este peso me aplasta. No sé vivir sin él. (Estrecha la mano de Trofimof.)
TROFIMOF (con ternura). -Excuse mi franqueza. Él la robó, por él ha sido usted despojada de parte de su fortuna.
LUBOVA. -No, no. (Se tapa los oídos.) No diga usted eso.
TROFIMOF. -Es un tunante. Usted es la única que no se da cuenta de ello. Cierra los ojos a la evidencia.
LUBOVA (molesta, conteniéndose). -A la edad de usted, veintiséis o veintisiete años, se expresa como un alumno de segunda enseñanza.
TROFIMOF. -Tanto peor.
LUBOVA. -A su edad debiera ser ya un hombre; comprender la vida. Carece usted de pureza de alma. Siempre estará en ridículo.
TROFIMOF (aterrado).-¿Qué es lo que dice?
LUBOVA. -Yo me siento más alta que el amor… Usted no está, no, por encima del amor. Como dice Firz, es usted un ser acabado. ¡A su edad, y no tener siquiera una amante!…
TROFIMOF. -Lo que dice es horrible. (Desaparece por el gran salón, la cabeza entre las manos. Lubova permanece silenciosa. Trofimof, al cabo de un rato, vuelve.) Entre nosotros, Lu– bova Andreievna, todo ha terminado. (Vase.)
LUBOVA (riendo). -Pietcha, aguarde. Es usted tonto. Quise bromear. (Ruido de alguien que baja rápidamente por las escaleras. Ania y Varia, en las estancias interiores, ríen a carcajadas.) ¿Qué sucede?
(Ania entra a la carrera, riendo.)
ANIA. -Pietcha rueda por las escaleras. (Huye.)
(Resuenan las notas de un vals. Ania y Pietcha pasan por el fondo del salón.)
LUBOVA. -Pietcha, perdóneme. Venga a bailar conmigo.
(Ania y Varia bailan, juntas. Pietcha baila con Lubova Andreievna. Entra Firz, quien coloca su bastón en un ángulo de la pieza. Yascha le sigue. Ambos contemplan el baile.)
YASCHA. -¿Qué tal, viejo Firz?
FIRZ. -No me siento bien… Antaño había almirantes y generales que tomaban parte en el baile. Hoy se ha invitado al jefe de estación y al empleado de Correos; y ni aun esos vienen con gran apresuramiento… Estoy muy débil. No sé ya qué medicina tomar. El difunto amo, abuelo de la señora, trataba todas las enfermedades por el lacre. Ésta era toda su farmacopea. Yo lo tomo desde hace veinte años, y, acaso por este motivo, me hallo todavía vivo.
YASCHA. -¿Qué aburrido eres, Firz? Puedes reventar cuando quieras.
FIRZ. -¿Y tú?… (Balbucea algunas frases.)
(Trofimof y Ania entran, bailando, en el gabinete.)
LUBOVA. -Gracias…, voy a sentarme. Estoy algo cansada.
(Ania, que había vuelto a salir, bailando con Trofimof, torna, presa de gran turbación.)
ANIA. -Un hombre acaba de decir en la cocina que el jardín de los cerezos ha sido vendido.
LUBOVA. -Vendido, ¿a quién?
ANIA. -No dijo a quién. Dio la noticia y partió.
(Ania reanuda la danza con Trofimof y ambos desaparecen de la sala.)
YASCHA. -Es un desconocido, un anciano el que charló en la cocina.
FIRZ. -¡Y Leónidas Andreievitch, que todavía no está de vuelta! Se fue llevando gabán de entretiempo. Temo que se resfríe.
LUBOVA. -Me consumo. Ardo en ansias por saber noticias. Yascha, vaya inmediatamente a informarse si es verdad que han vendido el jardín de los cerezos.
YASCHA (riendo). -El viejo que trajo la noticia partió hace tiempo.
LUBOVA (confusa). -¿De qué se ríe? Explique la razón de su júbilo. (A Firz.) Oye, Firz; y si venden la finca, ¿dónde irás tú?
FIRZ. -Iré donde usted me mande.
LUBOVA. -¿Qué significa esa cara? ¿No te encuentras bien? Mejor harías yendo a descansar un rato.
FIRZ (sonriendo). -Sí; me iré a dormir. Pero cuando yo duerma, ¿quién me reemplazará en mis quehaceres? Hay que tener en cuenta que estoy solo en la casa.
YASCHA. -Lubova Andreievna, permítame que le dirija un ruego. Cuando regrese a París, haga por que yo la acompañe. Aquí me aburro.
(Pitschik entra.)
PITSCHIK (a Lubova Andreievna). – Concédame usted un valsecito. (Lubova Andreievna sale del brazo con él.) Mi querida amiga, necesito todavía ciento ochenta rublos. ¿Puedo contar con ellos? (Ambos se alejan bailando. Óyense voces en la gran sala. Llega Lo– pakhin. Pitschik le besa y le dice:) Tú hueles a coñac. Nosotros, ya lo ves, nos divertimos.
(Entra Lubova Andreievna.)
LUBOVA. -¿Es usted, Yermolai Alexie– vitch? ¿Cómo ha tardado tanto? ¿Dónde está Leónidas?
LOPAKHIN. -Leónidas Andreievitch ha llegado antes que yo.
GAIEF (entrando). -Me encuentro terriblemente fatigado, Firz; voy a cambiar de traje. (Firz le sigue.)
PITSCHIK (a Lopakhin). -Hable, hable.
LUBOVA. -¿Y el jardín de los cerezos? ¿Lo han vendido?
LOPAKHIN. -Sí.
LUBOVA (ansiosamente). -¿Quién lo ha comprado?
LOPAKHIN. -Yo.
(Pausa prolongada.)
LUBOVA (desfallecida, tiene que apoyarse en una mesa para no caer). -¡Vendido!…
VARIA (desprende el manojo de llaves de su cintura y lo arroja al suelo. Parte en silencio).
LOPAKHIN. -Yo lo compré. Atención, señores. Háganme el favor… Mi cabeza vacila. (Ríe.) Yo llegué a la subasta. Derejanof se me había anticipado. Leónidas Andreievitch no poseía más que quince mil rublos…, los de la tía de Yaroslaf. Derejanof ofreció, además del importe de las deudas, treinta mil. Yo, excluidas las deudas, pujé hasta noventa mil; y el jardín de los cerezos me fue adjudicado, con el resto. El jardín de los cerezos es mío. (Da saltos de alegría.) ¡ Si mi padre y mi abuelo, desde el fondo de sus tumbas, pudieran asistir a este acontecimiento! ¡El pequeño Yermolai, que ellos dejaron en el mundo sin saber apenas leer y escribir, aquel mozalbete que durante el invierno caminaba descalzo, ha comprado esta vasta propiedad! Mi padre y mi abuelo eran siervos. ¿No parece esto un sueño? (Recoge del suelo las llaves, contemplándolas con amor.) Ha tirado las llaves. Ha reconocido, por este gesto, que la propiedad ya no les pertenece. El amo soy yo.
(Hace sonar las llaves.) ¿Qué se me da de lo que puedan ellos pensar? (La orquesta afina sus instrumentos.) ¡Vengan acá; quiero oírles! ¡Mañana se oirá otra música: la del hacha de Yer– molai Lopakhin cortando los cerezos, en cuyo ex jardín se elevarán las datchas. Una vida nueva renacerá en estos parajes. (La música suena. Lubova, sentada en una silla, llora amargamente.) ¿Por qué no ha escuchado usted mis consejos? Ahora ya es tarde.
PITSCHIK (estrechándole en sus brazos y besándole). -Lubova Andreievna llora. Dejémosla sola. Vámonos.
Lopakhin. -¿Qué es eso? Músicos, tocad fuerte. Que se os oiga. Yo quiero que todo se efectúe con arreglo a mis instrucciones… (Con arrogancia.) Aquí está nuevo propietario del jardín de los cerezos. (Yendo un lado para otro, henchido de satisfacción, tropieza con un velador y derriba un candelabro.) ¡No es nada! Lo pagaré. Yo puedo pagar cuantos desperfectos se originen por mi causa. (Vase con Pitschik.)