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Relatos De Ivan Petrovich Belkin
  • Текст добавлен: 26 сентября 2016, 18:46

Текст книги "Relatos De Ivan Petrovich Belkin"


Автор книги: Alejandro Pushkin



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Alexei era, en realidad, un excelente muchacho. Habría sido una verdadera lástima que su esbelta figura no fuese nunca ceñida por el uniforme militar y que, en vez de presumir a caballo, tuviera que consumir su juventud inclinado sobre los papelotes de una oficina. Al ver que en las cacerías era siempre el primer jinete, y como saltaba toda clase de obstáculos, los vecinos se mostraban unánimes en afirmar que jamás serviría para covachuchista. Las señoritas se le quedaban mirando y algunas se prendaban de él; pero Alexei se preocupaba muy poco de ellas y las señoritas atribuían a algún amor oculto la indiferencia del galán. En efecto, circulaba de mano en mano la dirección de una de sus cartas: «Para Akulina Petrovna Kúrothkina, en Moscú, frente al monasterio de Alexei, en casa del calderero Sabéliev, con el encarecido ruego de entregarla a A. N. R.»

Aquellos de mis lectores que no hayan vivido nunca en una aldea no pueden imaginarse qué encanto son estas señoritas de provincia. Educadas al aire libre, a la sombra de los manzanos de su huerto, conocen el mundo y la vida por lo que leen en los libros. El aislamiento, la libertad y la lectura desarrollan muy pronto en ellas sentimientos y pasiones de los que no tienen noticia nuestras distraídas beldades. Para esas señoritas, el tintineo de la campanilla de la troika es ya una aventura, un viaje a la ciudad más próxima supone toda una época en la vida, y un visitante deja un recuerdo largo, a veces eterno. Cierto, cualquiera es libre de reírse de algunas de sus extravagancias; sin embargo, las bromas de un observador superficial no pueden borrar sus méritos principales, y ante todo, «las particularidades del carácter, la originalidad ( individualité)”, sin lo que, en opinión de Jean Paul, no existe la grandeza humana. En las capitales, las mujeres reciben quizá mejor instrucción, pero la vida de sociedad nivela rápidamente el carácter y hace las almas tan uniformes como los sombreros. Esto no se dice en son de reproche ni de crítica; pero nota riostra manet, según escribe un antiguo comentarista.

Fácil es imaginarse la impresión que Alexei debía producir entre nuestras señoritas. Era el primero a quien veían taciturno y desilusionado, el primero que les hablaba de las alegrías perdidas y de su juventud marchita; por añadidura, llevaba un anillo negro con una calavera. Todo esto era extraordinariamente nuevo en aquella provincia. Las señoritas se volvían locas por él. Pero la que más interés le mostraba era la hija de mi anglómano, Lisa (o Betsy, como solía llamarla Grigori Ivánovich). Los padres no se visitaban, ella no había visto a Alexei, mientras que todas las jóvenes vecinas hablaban únicamente de él. Lisa tenía diecisiete años. Unos ojos negros animaban su rostro moreno y muy agradable. Era hija única y, por tanto, mimada. Su genio alegre y sus constantes travesuras eran la admiración del padre y desesperaban a miss Jackson, una tiesa solterona de cuarenta años que se daba blanquete en la cara y se pintaba de negro las cejas, releía Pamelados veces al año, percibía por todo ello dos mil rublos y se moría de tedio en aquella bárbara Rusia.

La doncella de Lisa se llamaba Nastia; era algo mayor que su señorita, pero tan casquivana como ella. Lisa la quería mucho, le hacía artícipe de sus secretos y discurría con ella sus travesuras. En una palabra, Nastia era en la aldea de Prilúchino un personaje mucho más importante que cualquier confidente de la tragedia francesa.

—Quiero pedirle permiso para ir hoy de visita – dijo Nastia en una ocasión, mientras ayudaba a vestir a la señorita.

—No faltaba más. ¿Adonde vas a ir?

—A Tuguílovo, a casa de los Bérestov. Es el santo de la mujer del cocinero y ayer vino a invitarnos a comer.

—¡Hola! —exclamó Lisa—. Los señores están reñidos y los criados se reúnen de convite.

—¡Qué nos importan a nosotros los señores! —replicó Nastia—. Además, yo le sirvo a usted, y no a su papá. Usted no ha reñido todavía con el joven Bérestov. Los viejos, que se peleen, si eso les divierte.

—Procura, Nastia, ver a Alexei Bérestov. Luego me contarás cómo es.

Nastia se lo prometió y Lisa pasó el día entero devorada por la impaciencia. La doncella volvió al anochecer.

—¡Oh, Lisaveta Grigórievna! – exclamó al entrar—. He visto al joven Bérestov; he podido mirarle a mi gusto, todo el día hemos estado juntos.

—¿Cómo? Cuenta, cuenta las cosas por orden.

—Pues verá, salimos Anisia Egórovna, Nenila, Dunka...

—Bien, eso ya lo sé. ¿Y luego?

—Déjeme que lo cuente todo a mi manera. Llegamos justo a la hora de la comida. La habitación estaba llena de gente. Los de Kolbin, los de Zajáriev, la mujer del administrador con sus hijas, los de Jlupin...

—¡Bueno! ¿Y Bérestov?

—Espere. Nos sentamos a la mesa, la mujer del administrador en la presidencia y yo junto a ella... las hijas se pusieron de morros, pero a mí me importa un bledo...

—¡Ay, Nastia, qué aburrida eres con tus eternos detalles!

—¡Y usted qué impaciente! Pues bien, nos levantamos de la mesa... Habíamos estado unas tres horas, y la comida había sido muy buena: gelatina de carne blanca, de pescado... En fin, de la mesa salimos al jardín para jugar al escondite. Entonces apareció el joven señor.

—¿Cómo es? ¿Es verdad que es tan guapo como dicen?

—Es guapísimo. De buen tipo, alto, de cara colorada...

—¿De veras? Y yo que pensaba que era pálido... ¿Cómo lo has encontrado? ¿Triste, pensativo?

—¿Qué dice usted? En mi vida he visto a un hombre tan revoltoso. Se le ocurrió jugar con nosotras al escondite.

—¿Al escondite con vosotras? ¡Es imposible!

—Así como se lo digo. ¡Y lo que se le ocurrió además! ¡A la que pillaba, le daba un beso!

—Dirás lo que quieras, Nastia, pero eso no es verdad.

—Como usted quiera, pero no miento. ¡Pues no me costó poco trabajo deshacerme de él! Todo el día lo ha pasado así con nosotras.

—¿Cómo dicen, pues, que está enamorado y no mira a ninguna?

—No lo sé, pero a mí me miró más de la cuenta, y a Tania, la hija del administrador, lo mismo; y a Pasha, la de Kolbin, y qué quiere usted que le diga, el muy pícaro no ha ofendido a nadie.

—¡Esto es asombroso! ¿Y qué cuenta de él la gente de la casa?

—Que es un señor excelente, bueno, alegre... El único defecto que le encuentran es que no deja en paz a las muchachas. Pero a mi modo de ver, eso no es un mal: con el tiempo sentará la cabeza.

—¡Cómo me gustaría verlo! – dijo Lisa suspirando.

—¿Qué tiene eso de particular? Tuguílovo está cerca, sólo a tres verstas: dé un paseo en esa dirección, o vaya a caballo; es seguro que lo encontrará. Todos los días, por la mañana temprano acostumbra a salir de caza con la escopeta.

—No, no está bien. Podría pensar que le busco. Además, nuestros padres están reñidos y de ninguna manera podría yo entablar conversación con él:., ¡Ah, Nastia! ¿Sabes una cosa? ¡Me disfrazaré de campesina!

—En efecto, vístase con una blusa ordinaria y un sarafán, y váyase sin miedo a Tuguílovo. Le aseguro que Bérestov no la dejará pasar sin decirle algo.

—Además, sé hablar muy bien como la gente de estos lugares. ¡Oh!, ¡Nastia, Nastia! ¡Qué excelente idea!

Y Lisa se acostó con el firme propósito de llevar adelante tan divertido proyecto. Al día siguiente empezó los preparativos. Mandó comprar en el mercado un lienzo grueso, un mahón azul oscuro y unos botones de cobre; cortó con ayuda de Nastia una blusa y un sarafán, puso a coser a todas las muchachas de la servidumbre y a la caída de la tarde ya tenía terminadas las prendas. Lisa se las probó y hubo de confesarse ante el espejo que nunca se había visto tan bonita. Ensayaba su papel, iba y venía haciendo profundas reverencias, movió varias veces la cabeza como los gatos de arcilla y hablando a la manera campesina, se reía tapándose la cara con el brazo, con lo que mereció la completa aprobación de Nastia.

Había una dificultad: trató de andar descalza por el patio, pero el césped pinchaba sus delicados pies, y la tierra y las piedrecillas le producían un dolor insoportable. También aquí Nastia la sacó de apuros: tomó la medida del pie de Lisa, corrió al campo en busca del pastor Trofim y le pidió que hiciera un par de laptis.

Al día siguiente, entre dos luces, Lisa estaba ya despierta. En la casa dormían todos. Nastia esperaba al otro lado del portón. Se oyó el cuerno del pastor y la dula empezó a desfilar ante la casa señorial. Trofim, al pasar, entregó a Nastia unos pequeños laptisde vivos colores, recibiendo a cambio cincuenta kopeks de recompensa. Lisa se vistió de campesina, procurando no llamar la atención, dio a media voz a Nastia instrucciones en relación con miss Jackson, salió por la puerta trasera al patío, cruzó el huerto y echó a correr hacia el campo.

La aurora resplandecía en el oriente y las doradas filas de nubes parecían esperar al sol de la misma manera que los palaciegos esperan al soberano; el claro cielo, el relente matutino, el rocío, la brisa y el canto de las avecillas inundaban de infantil alegría el corazón de Lisa; temerosa de encontrarse con algún conocido, más que caminar volaba. Al acercarse al soto que marcaba el límite de las posesiones de su padre, frenó el paso. Era allí donde debía esperar a Alexei. Su corazón latía violentamente, sin que ella misma supiera por qué, pero el temor que acompaña a nuestras jóvenes travesuras constituye su principal encanto. Lisa entró en la oscuridad de la arboleda. El rumor del bosque, sordo y sonoro, la acogió con su saludo. Su alegría se fue serenando. Poco a poco se entregó a dulces ensueños.

Pensaba... ¿pero acaso es posible definir con exactitud lo que piensa una señorita de diecisiete años sola en el bosque a las seis de la mañana de un día primaveral? Caminaba, pues, pensativa, por un camino bordeado de copudos árboles cuando, de pronto, un hermoso perro de muestra empezó a ladrarle. Lisa gritó, asustada. En aquel mismo momento se oyó una voz: Tout beau, Sbogar, ici..., y un joven cazador salió de detrás de los arbustos.

—No temas, querida – le dijo a Lisa—. No muerde.

Lisa, ya repuesta del susto, supo aprovecharse inmediatamente de las circunstancias.

—¡Ay, no, señor! – dijo, fingiéndose entre asustada y tímida—. Tengo miedo. Fíjese qué fiero es. Se me va a echar encima otra vez.

Alexei (el lector lo habrá reconocido) contemplaba mientras tanto fijamente a la joven campesina.

—Si tienes miedo, te acompañaré —le dijo—. ¿Me permites que vaya a tu lado?

—¿Quién te lo impide? —replicó Lisa—. El camino es de la gente y cada uno va por donde quiere.

—¿De dónde eres?

—De Prilúchino. Soy hija del herrero Vasili. He venido a buscar setas. (Lisa llevaba una cesta atada con un cordel.) ¿Y tú, señor? ¿Eres de Tuguílovo?

—Sí —contestó Alexei—. Soy el ayuda de cámara del joven señor.

Alexei quería nivelar las relaciones sociales, pero Lisa lo miró y se echó a reír.

—Mientes – dijo—. No soy tan tonta. Veo que tú eres el propio señor.

—¿Por qué piensas así?

—Por todo.

—Dime, dime.

—¿Cómo no distinguir a un señor de un criado? Vas vestido de otro modo, hablas de distinta manera y no llamas al perro como nosotros.

Lisa agradaba más y más a Alexei. Acostumbrado a no andarse con miramientos con la aldeanas bonitas, quiso abrazarla. Pero ella se apartó con expresión tan severa y fría, que, aunque divirtió a Alexei, le contuvo de nuevos intentos.

—Si quiere que en adelante seamos buenos amigos – dijo con gravedad—, procure no propasarse.

—¿Quién te ha enseñado a ser tan lista? —preguntó él, lanzando una risotada—. ¿Ha sido mi conocida Nástenka, la doncella de vuestra señorita? ¡Hay que ver por qué caminos se divulga la ilustración!

Lisa comprendió que se había salido de su papel y rectificó al momento.

—¿Y tú qué te crees? —replicó—. ¿Que nunca voy a la casa de los señores? Pues he visto y oído mucho. Pero —continuó – así charlando contigo no recogeré muchas setas. Vete por un lado y yo me iré por otro. Te pido disculpas...

Lisa quería alejarse de allí. Pero Alexei la retuvo de la mano.

—¿Cómo te llamas, preciosa?

—Akulina —contestó Lisa, tratando de soltar sus dedos de entre la mano de Alexei. Déjame, señor. Ya es hora de que vuelva a casa.

—Bueno, amiga Akulina, iré sin falta a hacer una visita a tu padre, el herrero Vasili.

—¿Qué dices? —protestó vivamente Lisa—. Por Cristo te lo pido, no vayas. Si se enteran en casa de que he estado charlando a solas con el señor, en el bosque, no lo pasaré bien. Mi padre, el herrero Vasili, me matará a palos.

—Pero yo quiero volver a verte.

—Volveré aquí en otra ocasión a buscar setas.

—¿Cuándo?

—Mañana mismo.

—Hermosa Akulina, te daría un beso, pero no me atrevo. Quedamos en mañana a esta hora, ¿no es eso?

—Sí, sí.

—¿No me engañarás?

—De ninguna manera.

—Júralo.

—Lo juro por lo más sagrado. Vendré.

Los jóvenes se separaron. Lisa salió del bosque, atravesó el campo, entró disimuladamente en el huerto y corrió a la granja, donde Nastia la esperaba. Allí se cambió de ropa, contestando distraída a las preguntas de su confidente, devorada por la impaciencia, y se presentó en la sala. La mesa estaba puesta, el desayuno servido, y miss Jackson, ya enjalbegada y encorse-tada, cortaba finas rebanadas de pan. El padre se mostró muy satisfecho del paseo matinal de Lisa.

—No hay nada más sano —dijo– que despertarse con la primera luz del alba.

Y a continuación citó varios ejemplos de longevidad humana, recogidos en revistas inglesas, haciendo la observación de que cuantos vivieron más de cien años no habían probado el vodka y lo mismo en invierno que en verano se levantaban al amanecer. Lisa no le escuchaba. Mentalmente, repasaba todas las circunstancias de la entrevista matutina, toda la conversación de Akulina con el joven cazador, y la conciencia empezaba a remorderle. En vano se objetaba a sí misma que la entrevista no había rebasado los límites del decoro, que aquella travesura no podría tener consecuencia alguna: la voz de la conciencia era más fuerte que la de la razón. Lo que más le inquietaba era la promesa de volver al día siguiente: estaba casi decidida a no cumplir su solemne juramento. Pero Alexei, al ver que no acudía, podía ir a buscar en la aldea a la hija del herrero Vasili, la verdadera Akulina, una moza gruesa y picada de viruelas, y descubrir así su imprudente travesura. Esta idea horrorizó a Lisa y decidió presentarse de nuevo a la mañana siguiente en el bosque como si fuera Akulina.

Por su parte, Alexei estaba entusiasmado. El día entero lo pasó pensando en su nueva conocida; de noche, la imagen de la hermosa morena le persiguió en sus sueños. Apenas había despuntado la aurora cuando ya estaba vestido. Sin molestarse en cargar la escopeta, salió al campo con su fiel Sbogar y acudió con paso ligero al lugar de la cita. Transcurrió cerca de media hora en una espera que se le hizo insoportable; por fin vio aparecer entre los matorrales el sarafán azul y se lanzó al encuentro de la dulce Akulina. Ella sonrió al ver su entusiasmo, pero Alexei advirtió al instante en su rostro huellas de abatimiento e inquietud. Quiso saber la causa. Lisa le confesó que su conducta le parecía ligera, que estaba arrepentida, pero que esta vez no había querido faltar a su palabra, aunque aquella entrevista era la última; le rogaba, pues, poner punto a una amistad que no podía conducirles a nada bueno. Todo esto, fue dicho a la manera de los campesinos; pero las ideas y sentimientos, tan poco comunes en una muchacha del pueblo, sorprendieron a Alexei. Echó mano a toda su elocuencia para que Akulina desistiera de sus propósitos; le encareció la inocencia de sus deseos, le prometió que nunca daría motivos para arrepentirse, que le obedecería en todo, le rogó que no le privara de su única alegría: la de verla a solas, siquiera fuese un día sí y otro no, dos veces por semana. Alexei hablaba con el lenguaje de la verdadera pasión y en aquellos momentos creíase auténticamente enamorado. Lisa le escuchaba en silencio.

—Dame tu palabra —dijo por fin– de que nunca me buscarás en la aldea ni preguntarás por mí. Dame tu palabra de no buscar entrevistas conmigo y de conformarte con las que yo misma señale.

Alexei quiso jurar por lo más sagrado, pero ella le contuvo con una sonrisa.

—No necesito juramento – dijo—. Me basta con tu promesa.

Después de esto pasearon por el bosque conversando amigablemente hasta que Lisa dijo: ya es hora. Se separaron y Alexei se quedó solo sin poder comprender como una simple muchacha aldeana ejerciese ya un auténtico poder sobre él con sólo dos entrevistas. Para él, las relaciones con Akulina tenían el encanto de la novedad, y aunque las prescripciones de la extraña campesina le parecían penosas, ni siquiera se le ocurrió la idea de faltar a su palabra. En efecto, Alexei, a pesar del fatal anillo, de su secreta correspondencia y de la sombría decepción que aparentaba, era muchacho bueno y fogoso, de un corazón puro, capaz de sentir el placer de la inocencia.

Si me dejase llevar por mis deseos, describiría con todo lujo de detalles las citas de los jóvenes, la creciente inclinación y confianza entre ellos, sus ocupaciones, sus charlas; pero sé que la mayoría de mis lectores no disfrutarían con ello. Tales pormenores resultan, en general, empalagosos; los paso pues por alto, limitándome a decir que no habían transcurrido dos meses cuando mi Alexei estaba ya locamente enamorado y Lisa no se mostraba indiferente, aunque no era tan expansiva. Saboreaban el presente y pensaban poco en el porvenir.

La idea de unos lazos indisolubles cruzaba a menudo por sus mentes, pero nunca hablaban de ello. La causa era clara: Alexei, por encariñado que estuviese con su dulce Akulina, no olvidaba la distancia que existía entre él y la humilde aldeana; por su parte, Lisa veía el odio que separaba a los padres, y no se atrevía a confiar en una conciliación. Además, su amor propio se veía espoleado en secreto por la vaga y romántica esperanza de contemplar al propietario de Tuguílovo a los pies de la hija del herrero de Prilúchino. Así las cosas, un señalado acontecimiento estuvo a punto de estropearlo todo.

Una mañana clara y fría (una de esas mañanas en que tanto abunda nuestro otoño ruso) Iván Petróvich Bérestov salió a dar un paseo a caballo, llevando consigo, por si acaso, tres pares de galgos, al palafrenero y a varios chiquillos de la servidumbre con matracas. A la misma hora, Grigori Ivánovich Múromski, cautivado por la hermosa mañana, mandó ensillar su yegua rabona y salió al trote para hacer un recorrido por sus anglómanas propiedades. Al acercarse al bosque vio a su vecino, montado orgullosamente en su caballo, con una casaca forrada de piel de zorro, esperando una liebre que los gritos y las matracas de los chicos levantaban entre los matorrales.

Si Grigori Ivánovich hubiera podido prever el encuentro, indudablemente habría dado la vuelta, pero se tropezó con Pérestov por sorpresa, cuando ya estaba a un tiro de pistola de él. No había más remedio: Múromski, como europeo culto que se consideraba, se acercó a su adversario y lo saludó cortesmente. Bérestov le contestó con el mismo celo con que un oso encadenado saluda a los señoresobedeciendo al domador. En aquel momento la liebre salió del bosque y emprendió veloz carrera por el campo. Bérestov y el palafrenero, entre grandes gritos, soltaron los perros y se lanzaron a galope tendido. La yegua de Múromski, que nunca había estado en una cacería, se asustó y se echó desbocada a campo traviesa. Múromski, que presumía de buen jinete, aflojó las bridas, satisfecho de aquel incidente que le libraba de tan desagradable interlocutor. Pero el animal, al llegar a una barranca que no había visto, se echó súbitamente a un lado y Múromski no pudo mantenerse en la silla. Se dio un fuerte golpe contra el suelo helado y quedó allí tendido, maldiciendo a su yegua rabona, la que, serenándose, se detuvo en cuanto se sintió sin jinete.

Iván Petróvich se acercó al galope y preguntó a Múromski si se había hecho daño. Mientras tanto, el palafranero trajo de la brida a la culpable. Ayudó a Múromski a montar y Bérestov, por su parte, le invitó a descansar en su casa. Múromski no podía negarse, pues se sentía agradecido, y de este modo Bérestov regresó a su mansión con una aureola de gloria, después de cazar la liebre y conduciendo a su adversario herido y casi como prisionero de guerra.

Los vecinos conversaron con bastante cordialidad mientras desayunaban. Múromski pidió a Bérestov un tílburi, ya que, según dijo, a consecuencia del golpe no estaba en condiciones de volver a caballo a su casa. Bérestov le acompañó hasta el portal y Múromski no quiso partir antes de tener su palabra de honor de que al día siguiente él y Alexei Ivánovich acudirían a Priíúchino a compartir su mesa. Así, la vieja enemistad, tan profundamente arraigada, parecía a punto de desaparecer gracias al miedo de una yegua rabona.

Lisa corrió al encuentro de Grigori Ivánovich.

—¿Qué significa eso, papá? —preguntó asombrada—. ¿Por qué cojea? ¿Dónde está su caballo? ¿De quién es ese tílburi?

—No puedes figurártelo, my dear– contestó Grigori Ivánovich, y explicó a su hija cuanto había sucedido.

Lisa no podía dar crédito a sus oídos. Grigori Ivánovich, sin darle tiempo a reaccionar, anunció que al día siguiente los dos Bérestov comerían en su casa.

—¿Qué dice usted? —exclamó ella, palideciendo—. ¡Los Bérestov, padre e hijo! ¡Que mañana comerán con nosotros! No, papa, yo no me dejaré ver por nada del mundo.

—¿Qué dices? ¿Te has vuelto loca? —objetó el padre—. ¿Desde cuándo eres tan tímida? ¿O es que sientes por ellos un odio hereditario, como la heroína de una novela romántica? Basta, no digas estupideces...

—No, papá, por nada del mundo, ni por todos los tesoros de la tierra me presentaría ante los Bérestov.

Grigori Ivánovich se encogió de hombros y no quiso discutir más con ella, pues sabía que no lograría nada llevándole la contraria, y se retiró a reposar después de su memorable paseo.

Lisaveta Grigórievna se fue a su habitación y llamó a Nastia. Durante largo rato estuvieron hablando de la visita que les esperaba el día siguiente. ¿Qué pensaría Alexei si identificaba a su Akulina en la bien educada señorita? ¿Qué concepto tendría de su conducta, de sus principios y su cordura? Por otra parte, Lisa sentía grandes deseos de ver qué impresión le causaba tan inesperada entrevista... De pronto se le ocurrió una idea. En el acto se la comunicó a Nastia; ambas quedaron muy contentas del hallazgo y decidieron ponerla en práctica.

Al día siguiente, mientras desayunaban, Grigori Ivánovich preguntó a su hija si seguía pensando en ocultarse de los Bérestov.

—Papá —contestó Lisa—, los recibiré si usted lo desea, sólo que con una condición: me presente como me presente ante ellos y haga lo que haga, usted no me reprenderá ni hará ningún gesto de extrañeza o de disgusto.

—¡Otra travesura! —dijo, riendo, Grigori Ivánovich—. Está bien, está bien, de acuerdo. Haz lo que quieras, picaruela.

Le dio un beso en la frente, y Lisa corrió a prepararse.

A las dos en punto, un coche tirado por seis caballos entraba en el patio y rodaba en torno al círculo de verde césped. El viejo Bérestov subió al portal ayudado por dos criados de Múromski, vestidos de librea. Tras él llegó el hijo, que venía a caballo, y juntos pasaron al comedor, donde ya estaba puesta la mesa. El recibimiento de Múromski no pudo ser más afable, les invitó a recorrer antes de la comida el jardín y el local de las fieras, conduciéndolos por senderos recién barridos sobre los que habían echado una ligera capa de arena. Bérestov padre deploraba para sus adentros el trabajo y el tiempo perdidos en tan poco útiles caprichos, pero callaba por cortesía. El hijo no compartía ni el descontento del calculador propietario ni los entusiasmos del anglómano, tan pagado de sí mismo; esperaba impaciente la aparición de la hija del dueño de la casa, de la que tantos elogios había oído, y aunque su corazón, como ya sabemos, estaba comprometido, cualquier hermosa joven tenía derecho a ocupar su fantasía.

De vuelta a la sala, tomaron asiento los tres: los viejos evocaron otros tiempos y anécdotas de su época, mientras Alexei pensaba en el papel que le correspondía desempeñar ante Lisa. Decidió que, en todo caso, lo más correcto sería una fría displicencia, y se dispuso a comportarse en consonancia con ello. Se abrió la puerta y Alexei volvió la cabeza con tal indiferencia, con tan orgulloso desprecio, que el corazón de la coqueta más recalcitrante se habría estremecido. Lamentablemente, no era Lisa, sino la vieja miss Jackson, enjalbegada, tiesa como un huso y con la vista baja, haciendo pequeñas reverencias, y la magnífica astucia militar de Alexei se perdió en el vacío. Apenas si se había éste recuperado cuando la puerta se abrió de nuevo, ahora para dar paso a Lisa. Todos se pusieron en pie: el padre, que había empezado las presentaciones, se detuvo de pronto y se apresuró a morderse los labios... Lisa, su morena Lisa, se había blanqueado hasta las orejas, se había pintado las cejas más que la propia miss Jackson; los rizos postizos, mucho más claros que su cabello natural, aparecían tan ahuecados como una peluca de Luis XIV; las mangas à l'imbécileno estaban menos tiesas que el miriñaque de madame de Pompadour; el talle lo tenía tan ceñido que semejaba una letra X, y todos los brillantes de su madre que aún no habían sido empeñados, centelleaban en sus dedos, cuello y orejas. Alexei no pudo reconocer a su Akulina en aquella ridicula y resplandeciente señorita. Bérestov padre se acercó a besarle la mano y él le siguió contrariado; al rozar los blancos dedos le pareció que temblaban. Mientras tanto, pudo ver un piececito, expuesto intencionadamente y calzado con toda la coquetería posible. Esto le reconcilió un tanto con el resto del atavío. En lo que se refiere al blanquete y a la pintura de las cejas, en el candor de su corazón, debemos confesarlo, no los advirtió siquiera a primera vista, y luego tampoco sospechó lo más mínimo. Grigori Ivánovich, fiel a su promesa, procuraba no mostrar el menor signo de extrañeza, aunque la travesura de su hija le parecía tan divertida que le costaba mucho contenerse. La que no estaba para bromas era la rígida inglesa. Adivinaba que los afeites habían sido sustraídos de su cómoda, y un intenso arrebol de disgusto se transparentaba a través de la artificial palidez de su rostro. Lanzaba flamígeras miradas a la traviesa joven, que, dejando para otra ocasión las explicaciones, simulaba no advertirlas.

Se sentaron a la mesa. Alexei seguía interpretando el papel de joven distraído y meditabundo. Lisa hacía melindres, hablaba entre dientes, alargando las palabras, y sólo en francés. El padre la miraba a cada instante, sin comprender su propósito, aunque aquello le parecía muy divertido. La inglesa, furiosa, guardaba silencio. El único que se sentía a sus anchas era Iván Petróvich: comía por dos, bebía a discreción, se reía de su propia risa y a cada momento se mostraba más jovial.

Por fin, se levantaron de la mesa; los invitados se fueron y Grigori Ivánovich pudo dar rienda suelta a la risa y empezar las preguntas.

—¿Por qué se te ha ocurrido burlarte de ellos? ¿Y sabes lo que te digo? Que el blanquete te va muy bien. No quiero inmiscuirme en los secretos de tocador de las mujeres, pero yo, en tu lugar, me pintaría. No mucho, se comprende, unos pequeños toques.

Lisa estaba entusiasmada con el éxito de su ocurrencia. Abrazó a su padre, le prometió pensar en su consejo y corrió a calmar a la irritada miss Jackson, quien sólo después de hacerse rogar largo rato se dignó abrirle la puerta y escuchar sus explicaciones. A Lisa le había dado vergüenza presentarse ante unos desconocidos con un cutis tan moreno; no se había atrevido a pedirle... estaba segura de que la buena, la amable miss Jackson la perdonaría... Y así sucesivamente... Miss Jackson, convencida de que no había querido burlarse de ella, se calmó, dio un beso a Lisa y, en prenda de reconciliación, le regaló un tarrito de blanquete inglés, que Lisa recibió con muestras de sincera gratitud.

El lector adivinará que a la mañana siguiente Lisa no faltó al lugar del bosque donde se celebraban las entrevistas.

—¿Es verdad que ayer estuviste en casa de nuestros señores? – fue lo primero que preguntó a Alexei—. ¿Qué te pareció la señorita?

Alexei contestó que no se había fijado en ella.

—Es una pena.

—¿Por qué?

—Porque quería preguntarte si es verdad lo que dice la gente...

—¿Qué es lo que dicen?

—Que me parezco a la señorita. ¿Es cierto?

—¡Qué absurdo! Comparada contigo es un verdadero monstruo.

—No digas eso, señor. ¡Nuestra señorita es tan blanca y tan elegante! ¡Cómo me voy a comparar con ella!

Alexei juró y perjuró que ella era mucho más hermosa que todas las señoritas de blanco cutis y, para acabar de tranquilizarla, empezó a describir a su señora con rasgos tan ridículos, que Lisa rió de la mejor gana.

—Sin embargo —dijo suspirando—, aunque la señorita sea quizá ridicula, yo soy a su lado una estúpida analfabeta.

—¡Vaya una cosa! —exclamó Alexei—. ¡Buena razón para entristecerse! Si quieres, te podría enseñar a leer y a escribir.

—¡Pues es verdad! —dijo Lisa—. ¿Y si probásemos?

—Cuando quieras, querida. Podemos empezar ahora mismo.

Se sentaron. Alexei sacó del bolsillo un lápiz y una libreta de notas y Akulina aprendió el abecedario con pasmosa rapidez. Alexei se maravillaba de la facilidad con que ella lo comprendía todo. A la mañana siguiente Lisa quiso también probar a escribir; en un principio el lápiz no le obedecía, pero al cabo de unos minutos ya dibujaba las letras con bastante perfección.

—¡Esto es un milagro! —decía Alexei—. Nuestros estudios progresan con más rapidez que según el sistema de Lancaster.

En efecto, a la tercera lección Akulina deletreaba ya Natalia, la hija del boyardo, interrumpiendo la lectura con observaciones que dejaban estupefacto a Alexei. Luego cubrió toda una hoja de papel de garabatos con aforismos entresacados de esa misma novela.

Transcurrió una semana y empezaron a escribirse. El buzón se encontraba instalado en el hueco de un viejo roble. Nastia, en secreto, ejercía las funciones de cartero. Alexei llevaba allí sus cartas escritas con grandes letras y en el mismo sitio encontraba, en unas hojas de basto papel azul, los garabatos de su amada. Akulina, al parecer, se iba acostumbrando a estructurar mejor las oraciones y su inteligencia se desarrollaba a ojos vistas.


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