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Relatos De Ivan Petrovich Belkin
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Автор книги: Alejandro Pushkin



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Uno de los principales logros de Aleksandr Pushkin–poeta, dramaturgo, narrador y novelista– fue fundar propiamente la prosa rusa, dando origen a un prodigioso venero que en no muchos años habría de alumbrar obras como Almas muertas de Gógol, Anna Karenina de Tolstoi o Crimen y castigo de Dostoyevski. Gestados en 1830, los Relatos del difunto Iván Petróvich Belkin, en los que Pushkin (1799-1837), con actitud irónica y desenfadada, recorre en un escenario ruso y con personajes rusos los estilos narrativos de los escritores occidentales, son justamente –como nos dice en su introducción Ricardo San Vicente– la primera manifestación de esta fuente, que en el caso del autor habría de prolongarse en obras como La hija del capitán, La dama de picas o Dubrovski. Completan la obra a modo de apéndices la Historia de la aldea de Goriújino, relato acerbo, censurado e inconcluso que pretendía dar un paso más en el camino ya iniciado, así como el prólogo escrito en su día por Yuri Lotman para la edición española, nunca publicada, de su biografía del genial escritor.


RELATOS DE IVAN PETROVICH BELKIN



Uno de los principales logros de Aleksandr Pushkin–poeta, dramaturgo, narrador y novelista– fue fundar propiamente la prosa rusa, dando origen a un prodigioso venero que en no muchos años habría de alumbrar obras como Almas muertas de Gógol, Anna Karenina de Tolstoi o Crimen y castigo de Dostoyevski. Gestados en 1830, los Relatos del difunto Iván Petróvich Belkin, en los que Pushkin (1799-1837), con actitud irónica y desenfadada, recorre en un escenario ruso y con personajes rusos los estilos narrativos de los escritores occidentales, son justamente –como nos dice en su introducción Ricardo San Vicente– la primera manifestación de esta fuente, que en el caso del autor habría de prolongarse en obras como La hija del capitán, La dama de picas o Dubrovski. Completan la obra a modo de apéndices la Historia de la aldea de Goriújino, relato acerbo, censurado e inconcluso que pretendía dar un paso más en el camino ya iniciado, así como el prólogo escrito en su día por Yuri Lotman para la edición española, nunca publicada, de su biografía del genial escritor.




Traductor: de José Laín Entralgo

©1830, Pushkin, Aleksandr Sergueevich

ISBN: 9788420659671

Generado con: QualityEbook v0.35

ALEXANDER PUSHKIN



Los relatos de Belkin






Prólogo y traducción de José Laín Entralgo

PROLOGO




La época


El período que abarca la vida de Pushkin – más bien corta y truncada en plena madurez del poeta – se inicia con un acontecimiento trascendental de ámbito europeo, o más bien mundial, por cuanto Europa a comienzos del siglo XIX era en el mundo, si descontamos los jóvenes Estados Unidos norteamericanos, lo único que contaba. Este acontecimiento es la entrada del Gran Ejército napoleónico en Rusia, cuando cruza el Vístula y avanza hacia la vieja capital, hasta entrar en Moscú; el invasor, sin embargo, no encuentra allí la rendición, sino las llamas que consumen la ciudad y las llamas de la guerra popular contra el extranjero. La nación rusa no se entrega; los ejércitos se mantienen firmes; en la retaguardia francesa, las partidas de campesinos no dan tregua ni cuartel al invasor. Lo que comenzó con el triunfal e imponente paso del Vístula termina con el desastre del Beresina. Después, ya se sabe: la batalla de Leipzig y la abdicación del emperador francés. Los cosacos abrevan sus caballos en el Sena. «¡Un tiempo inolvidable! ¡Tiempo de gloria y entusiasmo! ¡Cómo latía el corazón ruso a la palabra "patria"! ¡Qué dulces lágrimas las del encuentro! ¡Con qué unanimidad uníamos el sentimiento de orgullo nacional y el amor al soberano!», dice el propio Pushkin en uno de los relatos incluidos en el presente volumen. Rusia, el Imperio Ruso, parecía haber coronado con Alejandro el ciclo que se iniciara algo más de cien años antes con Pedro I. Se consideraba arbitro supremo de los destinos de Europa. ¿Qué más podía desear el ruso, desde tiempos inmemoriales y hasta ahora tan sensible a la fibra patriótica?

Advinieron los tiempos de la Santa Alianza. Pero, al igual que ocurrió en el resto del continente, el vencido se tomaba el desquite. La Revolución Francesa, aplastada por las armas de las monarquías, hacía triunfar en las mentes sus ideas de libertad e igualdad. Los soldados rusos que, según Pushkin nos dice, regresaban del extranjero «intercalando a cada instante en la conversación palabras alemanas y francesas», traían algo más. Traían la visión de unos países en los que el feudalismo había desaparecido, de una vida incomparablemente mejor que la de sus aldeas, sumidas en la miseria y el atn de la servidumbre. Los oficiales traían las ideas de la Grat Revolución. Entre ellos, entre los oficiales más distinguidos de la Guardia Imperial, y también entre el elemento civil, encontró campo abonado el espíritu liberal, que de tantos hombres se había adueñado. En un principio pareció que Alejandro iba a seguir también la «senda de la Constitución». Mas las fuerzas contrarias tenían demasiado peso. Empezaron a surgir sociedades secretas que pretendían más o menos radicales reformas. Y lo mismo que en 1812 la palabra española «.guerrilla» había tomado carta de naturaleza en el idioma ruso, así como el levantamiento del pueblo español contra el invasor había sido ejemplo vivo en la otra punta de Europa, el nombre del general Riego era ahora bandera de la flor y nata de la oficialidad rusa, desde el coronel Péstel al príncipe Trubetskoi. Tanto más cuanto ellos no podían temer una segunda edición de los Cien mil hijos de San Luis. Pushkin compartía las ideas de estos pioneros rusos de la libertad:


Quiero cantar la libertad del mundo,

fulminar el vicio que anida en los tronos...

Temblad, tiranos. Y vosotros, esclavos caídos, levantaos.


El 14 de diciembre de 1825, la tropas de la guarnición de Petersburgo tenían que prestar juramento al nuevo zar, Nicolas I, hermano del difunto Alejandro. Los regimientos reunidos en la Plaza del Senado, dirigidos por oficiales afiliados a las sociedades secretas, se negaron a obedecer. El nuevo zar, aprovechando la pasividad de los insurrectos, los hizo ametrallar. Cuatro de los dirigentes pagaron con la vida. Otros muchos fueron desterrados a Siberia.

Advino un largo período de reacción personificada en las figuras de Nicolás y de su temible ministro Arakchéiev, un período que se iba a prolongar hasta 1855, año de la muerte del zar, en plena guerra de Crimea, que tan funesto desenlace tendría para Rusia. Pero de momento Crimea estaba lejos, y Nicolás no sólo implantó un régimen de hierro, sino que hizo de su país el «gendarme de Europa». Dondequiera que la voz de la libertad se dejase oír, allí estaba el zar ruso con sus «hijos de San Luis» para sofocarla.

Pushkin, sin embargo, no hizo dejación de sus ideales:


En la espantosa orilla a que fui arrojado,

canto el mismo himno de otros tiempos,


aunque en la primavera de 1826 escribía al poeta Zhukovski: «Cualquiera que sea mi modo de pensar político y religioso, lo guardo para mí, y no tengo la intención de oponerme como un insensato al orden generalmente admitido de la necesidad.» Los liberales y radicales de su tiempo debían «comprender la necesidad y perdonarla». Pero esta «necesidad» —el régimen de servidumbre y la autocracia – fue la causa indirecta de su trágica muerte.


La vida


Alexandr Serguéievich Pushkin nació el 6 de junio de 1799, en Moscú. Procedía de un noble linaje venido a menos. El ambiente que le rodeaba – su casa era frecuentada por poetas y escritores, y en ella se leían a menudo versos – no pudo por menos de contribuir a despertar su talento poético. A los ocho años componía comedíelas y epigramas en los aue las víctimas de su agudo ingenio solían ser sus propios maestros. Muy pronto también se despertó su afición a la lectura. En la biblioteca del padre encontró a todos los poetas rusos, de Lomonósov a Zhukosvski, las comedias de Molière y Beaumarchais, las obras de Voltaire y de otros escritores franceses del siglo XVIII.

En 1811 ingresó en el liceo de Tsárskoe Selo, en los alrededores de Petersburgo, privilegiado centro de enseñanza que entonces abría sus puertas. Allí encontró amigos como el futuro decembrista Puschin y los poetas Delvig y Küchelbeker. La guerra había estallado. Ellos, los alumnos, salían a despedir a las tropas que cruzaban por Tsárskoe Selo, «envidiando a quienes iban al encuentro de la muerte». La lírica pushkiniana en los años del liceo es un himno a la alegría y a la vida. Tuvo el poeta su consagración en los exámenes de 1815, en los que declamó sus Recuerdos de Tsárskoe Selo, que conmovieron al viejo Derzhavin, entonces patriarca de las letras rusas.

En 1817, terminados los estudios, Pushkin es incorporado al Colegio (Ministerio) de Asuntos Exteriores. Fueron tres años de entrega plena a los placeres de la vida y de formación espiritual del poeta. Se relaciona con miembros de las sociedades secretas y escribe la oda A la libertad. La Ley que expresa la voluntad del pueblo es la base de la vida de la nación. En marzo de 1820 termina su primer gran poema, Ruslán y Liudmila, que había empezado en el liceo. Su popularidad va en aumento. Circulan de mano en mano sus versos políticos. En pleno teatro muestra a cuantos quisieran verlo un retrato de Louvelle, que había dado muerte al heredero del trono francés, con un expresivo pie: «Una lección para los reyes.» Todo esto hizo que fuera desterrado al sur de Rusia.

Antes de llegar a Kishiniov —Besarabia—, lugar de su residencia, pasó por el Cáucaso y Crimea. Recuerdo de este viaje son El cautivo del Cáucasoy La fuente de Bajchisarai. En Kishiniov conoció a muchos oficiales que eran miembros de la Sociedad del Sur, al frente de la cual se encontraba el coronel Péstel. Era un ambiente muy parecido al que había vivido en Petersburgo. El poeta «estaba convencido de que los gobiernos, al perfeccionarse, implantarían poco a poco una eterna paz universal» y de que, con el tiempo, los culpables de las guerras «serían juzgados como simples violadores de la paz pública». La musa pushkiniana, en estos años de su primer destierro, encuentra inspiración en las ideas de los futuros decembristas. En una comida de gala que ofrecía el general Nizov, su superior, se atrevió a proclamar: «Antes, los pueblos se levantaban unos contra otros. Ahora, el rey de Nápoles lucha contra el pueblo, el rey de Prusia lucha contra el pueblo, y lo mismo hace el rey de España. No es difícil predecir quién saldrá victorioso.» Otro hecho que despierta sus entusiasmos – como los de Byron – es el levantamiento de los griegos contra la dominación turca. Sueña con tomar parte en la guerra contra las tropas del sultán. «Estoy plenamente convencido de que Grecia triunfará”, escribía en una de sus cartas.

Todo esto complicó aún más su situación. Debe abandonar Odesa, ciudad en la que había fijado su residencia, y se le confina en la aldea de Mijáilovo, provincia de Pskov, bajo la vigilancia de la policía y de las autoridades eclesiásticas. Su vida allí, entre agosto de 1824 y septiembre de 1826, transcurre en un aislamiento casi absoluto, entregado a la lectura y a la creación. Se despierta su interés por el folklore. Le agradaba la conversación con los campesinos, frecuentaba las ferias y lugares de peregrinación, estudiaba la vida del pueblo. Recogía sus canciones y, por las tardes, escuchaba los cuentos de su vieja niñera Arina Rodiónovna. La suerte de sus amigos decembristas – muchos estaban en prisión y a algunos les aguardaba la horca– le inquietaba profundamente.

El nuevo zar, Nicolás i, conocedor de la gran influencia de la poesía de Pushkin entre los «liberalistas», trató de ganárselo. Lo hizo trasladar a Moscú, a su presencia. Pushkin se mantuvo fiel a sus ideas. A la pregunta del zar —¿dónde habría estado el 14 de diciembre de 1825, si el levantamiento de los decembristas le hubiese sorprendido en Petersburgo?—, respondió sin dudarlo: «En las filas de los rebeldes.» No obstante, Nicolás levantó la pena de confinamiento que pesaba sobre el poeta. En adelante, le manifestó, él sería su único censor.

Moscú acogió a Pushkin con entusiasmo. Al aparecer en el teatro, todas las miradas se volvían hacia él, y la gente le seguía por la calle. «Lo conoce la ciudad entera, todos se interesan por él», escribía un contemporáneo del poeta. El, por su parte, debía definir su posición. Aun siendo contrario a la violencia de sus amigos decembristas, seguía considerando suyos los fines que éstos perseguían, y ante todo la supresión de la servidumbre. Un poderoso factor para conseguirlo, pensaba, era la ilustración, lo que traería como «consecuencia inevitable» la libertad del pueblo. «La cohorte de los sabios y escritores – escribió en una ocasión – marcha siempre a la vanguardia de todos los avances de la cultura, de todos los embates de la instrucción.»

En febrero de 1831 se casó con Natalia Goncharova. Tres meses más tarde el matrimonio se trasladaba a Tsárskoe Selo, y poco después a Petersburgo. «Estoy casado y me siento feliz – escribió por aquel entonces—. Lo único que deseo es que nada cambie en mi vida: no conoceré nada mejor.» A esta época corresponden producciones tan importantes como El jinete de bronce– en el que vuelve al tema de Pedro I, por él tan querido, que ya había tratado en el poema Poltavay en la obra en prosa El negro de Pedro el Grande—, Evgueni Oneguin, una Historia de Pugachov, asunto que también utiliza magistralmente en La hija del capitány Dubrovski.

Su esposa era muy aficionada a la vida de sociedad, no comprendía lo que para él era lo primero de todo y le apartaba del trabajo. La aristocracia petersburguesa, blanco de sus mordaces epigramas, veía en Pushkin a un elemento peligroso cuyas ideas minaban las bases mismas de la autocracia. Se montó un auténtico complot para acabar con él. Se hizo circular el falso rumor de que su esposa le engañaba con un emigrado francés, un tipo aventurero que se había refugiado en Rusia en los tiempos de la Revolución. Pushkin recibió un infame anónimo que le puso en trance de batirse. El duelo tuvo lugar el 8 de febrero de 1837. Gravemente herido, fallecía dos días más tarde. Lérmontov escribió con este motivo A la muerte del poeta. Una estrella se apagaba y surgía otra.


La obra


Pushkin fue y es el gran poeta nacional ruso. Lo era ya en vida, lo fue a lo largo de los 134 años transcurridos desde su muerte y, más que nunca, lo sigue siendo en nuestros días. Todos los lugares relacionados con su memoria son objeto de constante peregrinación. El pedestal del monumento que se le erigió en el centro de Moscú se encuentra siempre cubierto de flores, ofrenda de gentes anónimas. Todos conocen y leen sus versos. No podría ser así si el ruso no sintiese vibrar en el poeta hasta las últimas fibras de su alma rusa, es decir, si no fuese auténticamente nacional.

En la obra de Pushkin resalta, ante todo, lo que él llamaba «.espíritu populara. Entendía por tal reflejar «en el espejo de la poesía la fisonomía peculiar del pueblo, su modo de pensar y de sentir, las costumbres y creencias propias y exclusivas de un pueblo concreto»; es decir, lo específicamente nacional. Aconsejaba estudiar la poesía popular y el lenguaje de la gente del pueblo. Este espíritu popular, o nacional, es lo que luego exalta el gran crítico Belinski y lo que inspira a los maestros rusos del siglo XIX, desde Gógol a León Tolstoi, pasando, como no, por Dostoievski. Mas el principio de lo nacional encuentra su primer campeón en Pushkin. Así, sobre toda su obra, profundamente nacional, se levanta Evgueni Oneguin, que nos ofrece «la reproducción poética de un panorama de la sociedad rusa tomada en uno de los momentos más interesantes de su desarrollo». Pero Evgueni Oneguinno es sólo espejo de cierta época, sino también espejo del alma del propio poeta.

Este espíritu nacional o popular es lo que diferencia su romanticismo de los primeros tiempos – El cautivo del Cáucaso, El demonio, Poltava, Gitanos– del romanticismo de Byron, cuyas obras había leído Pushkin durante su viaje por el Cáucaso. El amor a la libertad y el espíritu de protesta del inglés ganaron al ruso. Sin embargo, señaló ya Belinski, «es difícil encontrar a dos poetas tan opuestos por su naturaleza y, por tanto, por el énfasis de su poesía, como Byron y Pushkin». El pesimismo del primero se enfrenta al optimismo del segundo. Pushkin, que siempre mantuvo el más estrecho vínculo con la vida de su tiempo, no podía aceptar el escepticismo de Byron, su amor a la libertad en abstracto, su individualismo y su orgulloso desprecio por la realidad. Creía en el futuro de la humanidad y en los altos destinos de Rusia, mientras que Byron no veía horizonte alguno en un porvenir inmediato.

Por eso Pushkin, en su evolución artística, proclama el principio del realismo, que él llamaba «romanticismo auténtico», como base del desarrollo de la literatura rusa. Es lo que luego había de conocerse como «escuela natural», la escuela a que dio plena vida Gógol en El capote, la de Pobres gentesde Dostoievski. En el presente volumen encontrará el lector una muestra pushkiana, la primera de las letras rusas, de la «escuela natural»: es El jefe de posta. Se trata de la tragedia del hombre humilde aplastado por el medio en que vive.

Un último rasgo de la obra de Pushkin: su humanismo, su amor al hombre —que en toda la literatura rusa, con Gorki sobre todos, pasa a primer plano– y su aspiración a despertar en el lector sentimientos de estimación y respeto hacia la dignidad de sus semejantes. En este sentido, decía Belinski, «ningún otro poeta ruso puede como Puskin contribuir a la educación de los jóvenes, a la formación de sus sentimientos...»

J. LAÍN ENTRALGO

PREFACIO DEL EDITOR



Al iniciar las gestiones para la edición de los relatos de Iván Petróvich Belkin, que ahora ofrecemos al público, teníamos el propósito de dar con ellos siquiera fuese una breve biografía de su difunto autor y satisfacer así, en parte, la justa curiosidad de los amantes de la literatura patria. A tal fin, nos dirigimos a María Alexéievna Trafílina, la más cercana pariente y heredera de Iván Petróvich Belkin; mas, por desgracia, le fue imposible facilitarnos noticia alguna, ya que el difunto le era desconocido en absoluto. Nos sugirió que recurriésemos a un respetable varón que había sido amigo de Iván Petróvich. Seguimos su consejo y, en contestación a nuestra carta, recibimos la deseada respuesta, que insertamos a continuación sin cambios ni observaciones de ningún género, como valioso monumento de noble juicio y tierna amistad y, a la vez, como una noticia bibliográfica bastante completa.


Muy señor mío:

He recibido el 23 del corriente su estimada carta del 15, en la que expresaba su deseo de obtener cumplidas noticias acerca de las fechas del nacimiento y muerte del difunto Iván Petróvich Belkin, que fue mi sincero amigo y vecino de finca, así como acerca de su trabajo, sus circunstancias domésticas y ocupaciones y su carácter. Con gran satisfacción complazco su deseo y paso a comunicarle cuanto puedo recordar, tanto de las conversaciones con él como de mis propias observaciones.

Iván Petróvich Belkin nació de padres honrados y nobles en 1798, en la aldea de Goriújino. Su difunto progenitor, comandante Piotr Ivánovich Belkin, se casó con Pelagueia Gavrílovna, de la casa de los Trafilin. No era rico, aunque sí moderado en sus aficiones y sumamente entendido en las cuestiones de la hacienda. El hijo aprendió las primeras letras con el sacristán de la aldea, venerable varón a quien debía, al parecer, su interés por los libros y por las bellas letras rusas. En 1815 ingresó en un regimiento de cazadores (no recuerdo su número), en el que sirvió hasta 1823. La muerte de sus padres, que fallecieron simultáneamente, le obligó a solicitar el retiro y a regresar a su finca de la aldea de Goriújino.

A poco de hacerse cargo de la administración de la finca, Iván Petróvich, debido a su inexperiencia y a su bondad, abandonó estos cuidados y prescindió del severo orden a que se atenía su difunto padre. Destituyó al bueno y experto «stárosta», del que los campesinos (fieles a su costumbre) estaban descontentos, y encomendó la administración de la aldea a su vieja ama de llaves, que se había ganado su confianza por el arte con que relataba todo género de historias. Esta estúpida vieja no pudo diferenciar nunca un billete de veinticinco rublos de uno de cincuenta; los campesinos, de todos los cuales era comadre, no le tenían ningún temor; el «stárosta» por ellos elegido les favorecía cuanto podía y tomaba parte en sus trampas, de tal modo que Iván Petróvich se vio obligado a levantar la prestación personal y a establecer un tributo en especie muy moderado; pero también aquí los campesinos, valiéndose de su debilidad, consiguieron condiciones muy ventajosas en el primer año, y en los siguientes satisficieron más de dos terceras partes del tributo en nueces, arándano y cosas semejantes; y aun así, había atrasos.

Como amigo que había sido del difunto padre de Iván Petróvich, consideré deber mío brindar mis consejos a su hijo y me ofrecí reiteradamente a restablecer el antiguo orden perdido por su culpa. Para ello fui un día a verle, pedí que me mostrara los libros de contabilidad y, en presencia de Iván Petróvich, me puse a revisarlos. El joven amo me escuchaba al principio con gran atención; pero al sacar cuentas, resultó que en los últimos dos años se había multiplicado el número de campesinos mientras que el número de aves de corral y de animales domésticos había sido rebajado intencionadamente.

Iván Petróvich quedó satisfecho con la primera parte de la noticia y luego ya no me hizo ningún caso, pues en el momento mismo en que con mis indagatorias y mi severo interrogatorio dejaba confundido al bribón « stárosta” y le hacía enmudecer, oí, con gran disgusto por mi parte, que Iván Petróvich roncaba sonoramente en su silla. Desde entonces dejé de inmiscuirme en sus disposiciones administrativas y encomendé sus asuntos (igual que él había hecho) al arbitrio del Altísimo.

Tal circunstancia, sin embargo, no alteró en nada nuestras amistosas relaciones, porque yo, compadecido de su debilidad y de su funesta negligencia, común entre nuestros jóvenes nobles, profesaba sincero cariño a Iván Petróvich; era imposible no querer a un joven tan bondadoso y honrado. Por su parte, Iván Petróvich respetaba mis años y me había tomado cordial afecto. Hasta que sobrevino su muerte nos veíamos casi a diario; él estimaba mi sencilla conversación, aunque ni nuestras costumbres, ni nuestras ideas, ni nuestros caracteres coincidían en la mayoría de los casos.

Iván Petróvich llevaba una vida muy moderada, evitando toda clase de excesos; jamás llegué a verle bebido (lo que en nuestras tierras puede considerarse insólito milagro); tenía gran debilidad por el género femenino, pero su timidez era realmente de doncella. (Sigue un lance que no reproducimos por reputarlo innecesario: aseguramos, sin embargo, al lector que en él no hay nada vituperable para la memoria de Iván Petróvich Belkin.)

Además de los relatos que usted se digna mencionar, Iván Petróvich dejó numerosos escritos, parte de los cuales conservo en mi poder; el resto ha sido utilizado por su ama de llaves en distintos usos domésticos. Así, el invierno pasado tapó todas las junturas de las ventanas de sus habitaciones con la primera parte de una novela que Iván Petróvich no llegó a terminar.

Los mencionados relatos fueron, al parecer, su primen ensayo. Según decía Iván Petróvich, en su mayoría eran verídicos y él los había oído referir a distintas personas (Efectivamente, en los escritos del señor Belkin se dice, de puño y letra del autor: «Lo oí relatar a Fulano de Tal (graduación o título e iniciales del nombre y apellido).» Transcribimos, para los curiosos investigadores: El jefe de postase lo refirió el consejero titular A. G. N: El disparo, el teniente coronel I. L. P.; El fabricante de ataúdes, el empleado B. V.; La nevascay La señorita campesina, la doncella K. I. T.) No obstante, casi todos los nombres de personajes son imaginarios, inventados por él mismo; en cuanto a los nombres de los pueblos y lugares, fueron tomados de los de nuestra comarca, razón por la cual en cierto lugar se menciona también mi aldea. Esto no se debe a un malvado designio, sino tan sólo a su falta de imaginación.

En el otoño de 1828, Iván Petróvich enfermó de un resfriado con calenturas que le produjo más tarde altas fiebres y murió a pesar de los celosos cuidados del médico de nuestro distrito, hombre muy experto, de manera particular en el tratamiento de males crónicos, como los callos y otros por el estilo. Falleció en mis brazos a los treinta años de edad y fue enterrado en el cementerio de la iglesia de Goriújino, cerca de sus difuntos padres.

Iván Petróvich era de estatura mediana; tenía los ojos grises, los cabellos rubios y la nariz recta; su rostro era blanco y delgado.

He aquí señor, todo lo que he podido recordar acerca del género de vida, ocupaciones, carácter y aspecto de mi difunto vecino y amigo. En el caso de que considere oportuno hacer uso de mi carta, le ruego encarecidamente que no mencione de ninguna manera mi nombre, ya que, si bien respeto y estimo el más alto grado a los hombres de letras, adjudicarme este lo lo considero superfluo y, a mis años, indecoroso. Sinceramente suyo.

Nenarádovo, 16 de noviembre de 1830.


Estimamos nuestro deber respetar la voluntad del honorable amigo de nuestro autor, le quedamos profundamente reconocidos por las noticias que nos ha facilitado y abrigamos la esperanza de que el público apreciará su sinceridad y bondadoso espíritu.

A. P.

EL DISPARO



I



Nuestro regimiento se encontraba en la pequeña localidad de X. De sobra es conocida la vida del oficial. Por la mañana, instrucción y picadero; almuerzo en casa del coronel o en la taberna de algún judío; por la noche, el ponche y las cartas. En X no había ni una sola reunión de buena sociedad, ni una sola muchacha casadera; nos juntábamos los unos en casa de los otros y no veíamos nada más que nuestros propios uniformes.

De todos nosotros sólo había uno que no era militar. Tenía unos treinta y cinco años, por lo que le considerábamos ya viejo. La experiencia le daba una gran superioridad sobre nosotros; por otra parte, su carácter siempre sombrío, sus bruscos modales y su mala lengua ejercían gran influencia en nuestras jóvenes mentes. Cierto misterio le rodeaba; parecía ruso, pero su nombre era extranjero. En otro tiempo había servido en húsares e incluso con fortuna, pero nadie conocía los motivos que le indujeron a pedir el retiro y a recluirse en en aquella mísera localidad, donde llevaba, a la vez, una vida pobre y de despilfarro: siempre iba a pie, vestía una raída levita negra, pero su mesa estaba siempre puesta para todos los oficiales de nuestro regimiento. Cierto que sus comidas se componían solamente de dos o tres platos que preparaba un soldado retirado del servicio, pero el champaña corría allí a borros. Nadie sabía nada de sus bienes ni de sus rentas, y Qadie se atrevía a preguntarle a este respecto. Tenía libros, en su mayor parte militares y novelas. Los prestaba de buen grado y no los reclamaba nunca; por su parte, jamás devolvía a su dueño el libro que hubiera pedido. Su ejercicio favorito consistía en el tiro de pistola. Las paredes de su aposento, desconchadas por las balas, estaban tan llenas de agujeros que parecían panales. Una valiosa colección de pistolas era el único lujo de la humilde casita en que vivía. La habilidad que había alcanzado en el tiro era extraordinaria, y si hubiese querido tomar como blanco una pera colocada sobre la cabeza de alguno de nosotros, nadie en el regimiento habría dudado en ofrecer la suya. Nuestras conversaciones giraban con frecuencia en torno a los duelos. Silvio (le llamaré así) nunca tomaba parte en ellas. Cuando se le preguntaba si se había batido alguna vez, respondía secamente que sí, pero no entraba en detalles y era visible que estas preguntas le desagradaban. Suponíamos que sobre su conciencia debía pesar alguna víctima de su terrible destreza. Jamás se nos habría ocurrido recelar en él nada semejante a la timidez. Hay hombres cuyo aspecto disipa tales sospechas. Un suceso casual nos dejó estupefactos. En cierta ocasión comíamos alrededor de diez oficiales en casa de Silvio. Bebimos como de costumbre, es decir, muchísimo; después de la comida insistimos cerca del anfitrión para que jugásemos a las cartas y él fuese el banquero. Se resistió largo rato, porque no jugaba nunca; al fin, dio orden de que trajeran los naipes, arrojó sobre la mesa medio centenar de billetes de diez rublos y se dispuso a cortar. Nosotros le rodeamos y empezó el juego. Silvio tenía la costumbre de guardar silencio absoluto mientras jugaba; jamás discutía ni daba explicaciones. Si alguien se equivocaba en la cuenta, él inmediatamente abonaba el resto o anotaba lo que sobrabat. Nosotros conocíamos su costumbre y le dejábamos hacer. Pero aquella vez estaba entre nosotros un oficial trasladado hacía poco a nuestro regimiento. Pues bien, este joven oficial, en un momento de distracción, se apuntó un punto de más. Silvio tomó la tiza y rectificó el error, según tenía por costumbre. El oficial, creyendo que Silvio se había equivocado, comenzó a dar explicaciones. Silvio siguió contando en silencio. El oficial, perdida la paciencia, tomó el cepillo y borró lo que le parecía haber sido apuntado sin motivo. Silvio echó mano a la tiza y restableció la cifra. Enardecido por el vino, el juego y la risa de sus compañeros, el oficial se consideró terriblemente agraviado, y blandiendo con furia un candelabro de cobre que había sobre la mesa, lo arrojó contra Silvio, que apenas si pudo rehuir el golpe. Nosotros quedamos sobrecogidos. Silvio se levantó, pálido de cólera, y con los ojos echando chispas dijo:

—Caballero, tenga la bondad de salir, y dé gracias a Dios de que esto ha ocurrido en mi casa.

No poníamos en duda las consecuencias del incidente y dábamos ya por muerto a nuestro nuevo camarada. El oficial abandonó la casa, no sin antes decir que estaba dispuesto a responder de la ofensa como tuviese a bien el señor banquero. El juego se prolongó unos minutos, mas se veía que el anfitrión no estaba para cartas, por lo que nos levantamos uno a uno y nos marchamos a nuestras casas, haciendo comentarios acerca de la próxima vacante.


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