Текст книги "Baile De Máscaras"
Автор книги: Mikhail Lermontov
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Драматургия
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ARBENIN. – ¡Así no más! Yo no soy de esos maridos benefactores que buscan los amantes. (Aparte) No se turba por nada... ¡Oh, yo voy a destrozar tu mundo dulce, imbécil, y te agregaré veneno!... Si tú pudieras arrojar sobre la mesa tu alma como arrojas un naipe, yo arrojaría la mía y me la jugaría toda entera.
(Juegan. Arbenin reparte las cartas).
KAZARIN. – Yo pongo cincuenta rublos.
PRÍNCIPE. – Yo también.
ARBENIN. – Les contaré una anécdota que oí cuando era joven; hoy, durante todo el día, no he hecho más que recordarla; pues vean ustedes, cierta vez, cierto señor, hombre casado... -te toca a ti, Kazarin-; este hombre casado, seguro de la fidelidad de su esposa, se abandonaba dulcemente a esa vida... -me parece, príncipe, que usted está escuchando con demasiada atención y puede perder-. El buen marido era querido. Pasaban los días tranquilamente y para colmo de felicidad el marido tenía un amigo... a quien le había hecho un gran servicio en cierto momento; éste parecía tener honor y buena conciencia. Pues bien, no sé por qué caminos, el marido supo que el agradecido amigo y muy honrado deudor le ofrecía a su esposa sus servicios.
PRÍNCIPE. – ¿Y qué hizo el marido?
ARBENIN. – (Aparentando no escuchar la pregunta) Príncipe, usted se ha olvidado del juego; está doblando demasiado. (Mirándolo fijamente) ¿Le interesa a usted saber lo que hizo el marido?... Utilizando un pretexto, le dio una bofetada... ¿Y usted cómo procedería, príncipe?
PRÍNCIPE. – Yo hubiera hecho lo mismo. ¿Y aquella vez qué pasó? ¿Fueron a duelo?
ARBENIN. – ¡No!
KAZARIN. – ¿Se mataron?
ARBENIN. – ¡No!
KAZARIN. – ¿Entonces se amigaron?
ARBENIN. – (Sonriendo amargamente) ¡Oh, no!
PRÍNCIPE. – ¿Entonces qué es lo que hizo?
ARBENIN. – Quedó vengado con haberle dado la bofetada al conquistador.
PRÍNCIPE. – (Sonriendo) Pero si eso está en contra de todas las reglas.
ARBENIN. – Creo que no existe un ukase, ley o reglamento que ordene el odio y la venganza. (Juegan. Pausa). ¡He ganado!... ¡He ganado! (Levantándose)
¡Esperen un poco! ¿No es usted quién ha cambiado esta carta?
PRÍNCIPE. – ¿Yo? Escúcheme...
ARBENIN. – ¡Se acabó el juego!... Aquí ya no hay más decencia... ¡Usted (enfurecido) es un fullero, un canalla!
PRÍNCIPE. – ¿Yo? ¿Yo?
ARBENIN. – ¡Canalla! Yo aquí mismo lo voy a señalar para que todos consideren que es una ofensa ser amigo suyo. (Le arroja los naipes a la cara; el príncipe está tan asombrado que no atina a responder).
KAZARIN. – ¿Qué te pasa? (Al dueño) Se ha vuelto loco en el mejor momento; aquél se ha enardecido, pero hubiera sido mejor esperar que afloje unos dos mil rublos.
PRÍNCIPE. – (Volviendo en sí, se pone de pie bruscamente) Ahora, conmigo únicamente vuestra sangre podrá lavar esta ofensa.
ARBENIN. – ¿A un duelo? ¿Con usted? ¿Yo? ¡Está confundido!
PRÍNCIPE. – ¡Es un cobarde! (Quiere arrojarse sobre él).
ARBENIN. – (Amenazante) Pues que así lo sea, pero no le aconsejo quedarse aquí ni por un solo momento. Yo seré un cobarde, pero usted es incapaz de asustar hasta a un cobarde.
PRÍNCIPE. – ¡Oh, yo lo obligaré a pelear! ¡Yo le contaré a todos su acción y que usted es un canalla!...
ARBENIN. – Estoy dispuesto.
PRÍNCIPE. – (Aproximándose) Yo contaré que su mujer... ¡Oh, cuídese!... Recuerde la pulsera...
ARBENIN. – Por todo esto usted ya está castigado...
PRÍNCIPE. – ¡Oh, furia!... ¿Dónde estoy? ¡Todo el mundo está en contra de mí... yo lo mataré!...
ARBENIN. – Como usted prefiera, y hasta le regalaré el consejo de matarme lo más pronto posible, porque a lo mejor se le enfría el coraje dentro de una hora.
PRÍNCIPE– ¡Oh!, ¿dónde está mi honor?
Devuélvame esta palabra y yo quedaré a sus pies... ¡Para usted no hay nada sagrado! ¿Usted es un hombre o un demonio?
ARBENIN. – Soy un simple jugador.
PRÍNCIPE. – (Sentándose, cubriendo el rostro con las manos) ¡Oh, mi honor, mi honor!
ARBENIN. – El honor no volverá a usted. La barrera que existía entre el bien y el mal ha sido rota y todo el mundo le dará vuelta la cabeza con desprecio; ahora irá por el camino de los renegados y comprenderá la dulzura de las lágrimas sangrientas y hasta la felicidad de sus allegados será un peso para su alma; pensará sólo una cosa día y noche, y poco a poco los sentimientos de amor más espléndidos se apagarán, hasta morir y la felicidad no le dará su arte; todos esos amigos ruidosos desaparecerán como las hojas de los árboles de una rama podrida, y cubriéndose la cara y sonrojándose pasará entre la multitud, le entristecerá la vergüenza más que los crímenes del malvado. ¡Y ahora... (Saliendo) le deseo larga vida! (Sale).
ACTO TERCERO
ESCENA PRIMERA
BAILE
DUEÑA. – Estoy esperando a la baronesa; no sé si vendrá. Realmente me daría lástima por usted.
VISITA 1ª – No la comprendo.
VISITA 2ª – ¿Usted espera a la baronesa Shtral? Ella ha partido de viaje
VARIOS – ¿Adónde? ¿Para qué? ¿Hace mucho?
VISITA 2ª– Partió al campo esta mañana.
DAMA – ¡Dios mío! ¿Por qué será? ¿Será por propia voluntad?
VISITA 2ª– Son fantasías, novelas. Deje nomás. (Se disuelve el grupo).
(Un grupo de hombres)
VISITA 3ª– ¿Supo usted que el príncipe Zviezdich ha perdido otra vez en el juego?
VISITA 4ª – Al contrario, ganó, pero por lo visto con engaños, y recibió una bofetada.
VISITA5ª – ¿Hubo duelo?
VISITA4ª – No, no quiso.
VISITA3ª – ¡Qué canalla resultó ser!...
VISITA5ª – Desde hoy yo no lo conozco más.
VISITA6ª – Y yo tampoco ¡Qué procedimientos incorrectos!
VISITA4ª – ¿Vendrá aquí?
VISITA3ª – No, no creo que se atreva.
VISITA4ª – Ahí está (Se acerca el príncipe; apenas lo saludan. Todos se apartan, menos las visitas 5ª y 6ª; luego ellos también se apartan. Nina se sienta en un sofá).
PRÍNCIPE. – Ahora estamos apartados de todos y no tendré otra ocasión mejor para hablarle.
(Dirigiéndose a ella) Debo decirle dos palabras, y usted debe escucharme.
NINA– ¿Debo?
PRÍNCIPE. – ¡Por su felicidad!
NINA. – ¡Qué felicidad tan extraña!.
PRÍNCIPE. – Sí, es extraño, porque usted es la culpable de mi desgracia... pero yo le tengo lástima; yo veo que he sido vencido por la misma mano que la matará a usted; jamás me rebajaré a una venganza denigrante; pero escúcheme y sea prudente; su marido es un malvado, sin alma, sin fe, y yo presiento que le amenaza a usted una desgracia. Me despido para siempre; el malvado no ha sido descubierto y yo ahora no lo puedo castigar, pero ya llegará el día..., yo esperaré.
Tome usted su pulsera, ya no me hace falta.
(Arbenin los está observando desde lejos).
NINA. – ¡Príncipe! Usted se ha vuelto loco. Sería un absurdo enojarse con usted.
PRÍNCIPE. – Me despido para siempre y le pido por última vez...
NINA. – ¿A dónde se va? ¿Por lo visto, muy lejos?
Me imagino que no hace un viaje a la luna.
PRÍNCIPE. – (Saliendo) No, algo más cerca; al Cáucaso.
DUEÑA. – (A otros) Parece que han venido muchas visitas y no tengo mucho lugar. ¡Señores, por favor, pasen a la sala! ¡ Mesdames! A la sala. (Salen).
ARBENIN. – (Consigo mismo) Yo dudaba, y todos lo sabían; todos no hacen más que hacerme insinuaciones... me persiguen... para ellos soy lastimoso, ridículo. ¿Dónde estará el fruto de mi esfuerzo? ¿Dónde estará el poder que antes tenía para castigar a esta gente con la palabra y mi agudeza? ¡Dos mujeres la han matado! Una de ellas... ¡Oh, cómo la amo! ¡La amo... y he sido tan impunemente engañado!... ¡No, yo no la entregaré a la gente y no les daré el derecho de juzgarnos; yo mismo haré el terrible juicio y encontraré el castigo! (Acercando una mano al corazón) Ella morirá; yo no puedo vivir más con ella... ¿Y vivir separados? (Asustándose de sus propias palabras) Está resuelto; ella morirá. No cambiaré mi firme decisión.
Por lo visto, ella está destinada a sucumbir en la flor de los años y ser amada por un hombre como yo, malvado, y amar a otro... eso es evidente... ¿Cómo puedo vivir después de todo esto?... Dios, tú pareces ciego, aunque todo lo ves. ¡Tómala en tu seno, tómala, yo te la entrego, perdónala y dale tu bendición; yo no soy Dios y no perdono. (Se oye la melodía de una música cercana.
Arbenin camina por la habitación y de pronto se detiene) Hace diez años, cuando me iniciaba en el camino de la corrupción, cierta noche perdí en el juego hasta el último centavo; en aquel tiempo no sabía el precio del dinero ni el precio de la vida. Estaba desesperado y fui en busca de un veneno. Después de haberlo comprado regresé a la mesa de juego; la sangre me ardía en el pecho; en una mano tenía preparada la copa con limonada y en la otra una carta; el último rublo en el bolsillo esperaba su destino junto al sello fatal; el riesgo era realmente grande, pero la felicidad me salvó y en una hora recuperé todo lo perdido. Desde aquel día guardo ese veneno como un talismán misterioso y raro es que me defienda en los agitados días y lo he guardado para la negra hora de mi vida. Y esa hora ha llegado.
(Sale rápidamente).
(La dueña, Nina, varias damas y caballeros; van acercándose otras visitas).
DUEÑA. – No estaría mal descansar un poco.
DAMA– (Conversando con otra) Hace tanto calor, que me derrito.
PETROV. – Mientras, Nina Pavlovna nos cantará algo.
NINA. – Nuevas canciones, realmente no conozco, y las viejas ya los tendrán aburridos.
DAMA. – ¡Ay! De veras, Nina, canta algo.
DUEÑA. – Eres tan encantadora, que no nos obligarás a rogarte en vano toda una hora.
NINA. – (Sentándose al piano) Pero escuchadme con atención, es mi orden, aunque sea un castigo para ustedes. (Canta):
Cuando la tristeza hace asomar las lágrimas Sin querer en tus espléndidos ojos, Yo veo y comprendo sin esfuerzo
Cuán desgraciada eres viviendo con él.
Un ciego gusano corroe
Tu vida indefensa sin saberlo.
Yo estoy contento que él no pueda Amarte como te amo yo.
Si la felicidad acaso asoma
Resplandeciendo en la luz de tus ojos, arde todo un infierno en mi pecho, Entonces sufro en secreto amargamente.
(Al terminar la tercera cuarteta, Arbenin se acerca al piano y se apoya con los codos, mirando a Nina fijamente. Su esposa, al verlo, se detiene).
ARBENIN. – ¿Qué pasa? Continúa.
NINA. – Me he olvidado completamente del final.
ARBENIN. – Si a usted le parece, yo trataré de recordarlo.
NINA. – (Confundida) ¡No! ¿Para qué?
(Dirigiéndose a la dueña) No me siento bien.
VISITA. – (A otro) En toda canción de moda siempre hay palabras que la mujer no puede repetir.
VISITA2ª – Además, por naturaleza, nuestro idioma es demasiado directo y no está acostumbrado a los antojos femeninos de hoy.
VISITA3ª – Usted tiene razón. Como un salvaje que obedece sólo a la libertad, nuestro orgulloso idioma no se dobla; sin embargo, con qué benevolencia nos inclinamos nosotros casi siempre.
(Sirven helados. Las visitas se dirigen a otro rincón de la sala y se dispersan por otras habitaciones, de modo que Arbenin y Nina quedan solos. Un desconocido aparece en el fondo del escenario).
NINA. – (Dirigiéndose a la dueña) Hace tanto calor, que voy a sentarme a descansar aquí. (Dirigiéndose al marido) Angel mío, tráeme un helado. (Arbenin se estremece y va en busca de un helado; al volver, hecha el veneno en el helado).
ARBENIN. – (Aparte) ¡Muerte, ayúdame!
NINA. – No sé por qué, pero estoy triste, aburrida; me parece que voy a sufrir una desgracia.
ARBENIN– A veces creo en los presentimientos.
(Sirviéndole el helado) Toma, es un buen remedio contra el aburrimiento.
NINA. – Sí, esto me refrescará. (Comiendo).
ARBENIN. – ¡Oh, cómo no ha de refrescarte!
NINA. – Esto está hoy muy aburrido.
ARBENIN. – ¿Qué hacer? Para no aburrirse con la gente hay que acostumbrarse a mirar con tranquilidad su imbecilidad y su perversidad, ejes alrededor de los cuales se mueve.
NINA. – ¡Tienes terriblemente razón!...
ARBENIN. – Sí, terriblemente.
NINA. – No hay almas inocentes...
ARBENIN. – No. Yo creía que había encontrado una y me equivoqué.
NINA. – ¿Qué dices?
ARBENIN. – Yo decía que había encontrado sólo un alma cándida y eras tú.
NINA. – Estás muy pálido.
ARBENIN. – Será de tanto bailar.
NINA. – ¡Vuelve en ti, mon ami! ¡Si no has bailado ni una sola pieza!
ARBENIN. – Sí, es cierto, he bailado poco...
NINA. – (Devolviendo el plato vacío) Toma, déjalo en la mesa.
ARBENIN. – (Levantándose) Lo has comido todo.
No me has dejado nada... qué crueldad. (Consigo mismo) He dado el paso fatal, ya es imposible detenerse, pero no quiero que nadie muera por ella. (Arroja el plato y lo rompe).
NINA. – Qué torpe eres.
ARBENIN. – No es nada, estoy enfermo. Vamos pronto a casa.
NINA. – Vamos. Pero, dime, mi querido, ¿por qué estás hoy tan sombrío?... ¿Estás disgustado conmigo?
ARBENIN. – Hoy precisamente estoy satisfecho de ti. (Sale).
DESCONOCIDO. – Casi le tengo piedad; hubo un momento cuando quise arrojarme para salvarlos...
(Pensativo) No, que se cumpla su destino, que ya llegará la hora de obrar. (Sale).
ESCENA II
EL DORMITORIO DE ARBENIN
(Entra Nina seguida de la mucama).
MUCAMA. – Señora, usted se ha puesto demasiado pálida.
NINA. – (Quitándose los aros) Me siento mal.
MUCAMA. – Usted está cansada.
NINA. – (Consigo misma) Mi marido me asusta, no sé por qué. Anda muy callado y tiene una mirada extraña. (Dirigiéndose a la mucama) Me siento realmente mal. Debe ser por el corset. Dime, ¿qué te parece el vestido que llevaba hoy? ¿Me quedaba bien a la cara? (Acercándose al espejo) Tienes razón; estoy pálida, mortalmente pálida. ¿Pero quién no está pálido en Petersburgo?.
Sólo la vieja princesa, y, sin embargo, sus colores son sospechosos. (Se quita los bucles y comienza a trenzarse el pelo). Toma, y alcánzame un chal.
(Sentándose en un sillón) ¡Qué bonito es el nuevo vals!
Hoy bailaba con una agilidad, como si estuviese embriagada, llevando una idea, un deseo que me oprimía involuntariamente el corazón; no sé si era algo de tristeza o tal vez algo de alegría... Sascha 1, dame un libro. Cómo me ha fastidiado este príncipe... En realidad me da lástima ese chiquillo enloquecido. No recuerdo ya qué es lo que me decía... Su marido es un malvado... hay que castigar... el Cáucaso... desgracia... ¡Qué pesadilla!
MUCAMA. – (Señalando los vestidos) ¿Puedo retirarlos?
NINA. – Déjalos. (Muy pensativa. Aparece Arbenin en el marco de la puerta).
MUCAMA. – ¿Puedo retirarme?
ARBENIN. – (A la mucama, en voz baja) Puede retirarse. (La mucama espera la orden de Nina). ¿Por qué no sales? (Sale, y Arbenin cierra la puerta con llave).
ARBENIN. – Ya no te hace falta.
NINA. – ¿Estás aquí?
ARBENIN. – Estoy aquí.
NINA. – Creo que estoy enferma; tengo la cabeza ardiendo. Acércate un poco. Dame la mano; ¿sientes cómo me arde? ¡No sé para qué he comido ese helado!
Por lo visto, me he resfriado. ¿No te parece?
ARBENIN. – (Distraído) ¿El helado? Sí.
NINA. – Querido mío, tenía deseos de conversar contigo. Has cambiado tanto desde un tiempo a esta parte. Ya no eres tan cariñoso como antes y tu voz es brusca y tu mirada fría. Y todo por aquel baile de máscaras. Yo realmente los odio y he jurado no volver jamás a un baile semejante.
ARBENIN. – (Aparte) No es extraño. Ahora ya no lo necesita...
NINA. – A qué conduce proceder alguna vez sin cuidado.
ARBENIN. – ¡Sin cuidado, oh!...
NINA. – Esa es la desgracia.
ARBENIN. – Había que haberlo pensado todo antes.
NINA. – ¡Oh, si yo hubiera conocido de antemano tus costumbres, no hubiera sido tu esposa! Poco divertido resulta estar sufriendo así sola.
ARBENIN. – Además, ¿para qué te hace falta mi amor? ¡Si mi amor no te hace falta!
NINA. – ¿De qué amor me hablas? ¿Para qué quiero yo esta vida?
ARBENIN. – (Sentándose a su lado) Tienes razón.
¿Qué es la vida? La vida es una cosa vacía; mientras rápidamente hierve la sangre en el corazón, todo en el mundo nos alegra y nos contenta. ¿Por qué pasarán los años con sus deseos y pasiones y todo se volverá cada vez más sombrío? ¿Qué es la vida? Una charada hace mucho tiempo conocida para conjugación de los niños, cuya primera parte es el nacimiento y la segunda una serie terrible de preocupaciones y el tormento de nuestras heridas secretas. ¡Y, por último, la muerte, y todo junto, un engaño!
NINA. – (Señalando el pecho) Hay algo que me arde terriblemente en el pecho.
ARBENIN. – Ya pasará... si está vacío. Calla y escucha. Te estaba diciendo que la vida es un camino hermoso. ¿Pero cuánto dura?... La vida es como un baile, gira alegremente, y todo alrededor es claro y luminoso... Y cuando uno vuelve a casa y se quita el vestido arrugado, recuerda sólo que está cansado. Pero es mejor despedirse mientras el alma no se acostumbra a su vaciedad y el mundo por un instante parece un sueño, y la mente no es pesada y la lucha con la muerte todavía es fácil. Pero no todos tienen esa felicidad que le da el destino.
NINA. – ¡Oh, es claro, pero yo quiero vivir!
ARBENIN. – ¿Para qué?
NINA. – ¡Eugenio, estoy sufriendo, estoy enferma!
ARBENIN. – ¿Acaso no hay tormentos más fuertes y terribles que los tuyos?
NINA. – Manda a buscar un médico.
ARBENIN. – La vida es la eternidad, la muerte un solo instante.
NINA. – ¡Pero yo quiero vivir!
ARBENIN. – ¡Y cuánto consuelo les espera a los mártires!
NINA. – (Asustada) ¡Te imploro; manda a buscar un médico, pronto!
ARBENIN. – (Levantándose. Fríamente). No iré.
NINA. – (Después de una pausa) ¿Estás bromeando? ¡Pero hablar de esa manera es no tener corazón! ¡Me puedo morir! ¡Anda, rápido!
ARBENIN. – ¿Y qué? ¿Acaso no puede usted morirse sin el médico?
NINA. – ¡Pero eres un malvado, Eugenio! ¡Soy tu esposa!...
ARBENIN. – ¡Sí! ¡Ya lo sé, ya lo sé!
NINA. – ¡Oh, ten piedad! Este fuego se derrama por mi pecho, me muero...
ARBENIN. – (Mirando el reloj) ¿Tan pronto?
Todavía no; te falta media hora.
NINA. – ¡Oh, tú no me quieres!
ARBENIN. – ¿Por qué te he de querer? ¿Por qué me has encendido un infierno en el pecho? ¡Oh, no!
¡Estoy contento, contento con tus sufrimientos! ¡Dios mío!, ¿y tú, tú te atreves a exigir amor? ¿Acaso te he amado poco? Dime. ¿Y acaso has sabido apreciar el valor de mi ternura? ¿Acaso he exigido mucho de tu amor? Una sonrisa de ternura, una mirada amistosa de tus ojos... ¿y qué es lo que he encontrado?: astucia e infidelidad. ¿Es acaso posible venderme así a mí, a mí, traicionarme por el beso de un imbécil?... ¿A mí, que era capaz de entregar el alma por una sola palabra tuya? ¡A mí me has traicionado, a mí, y tan pronto!
NINA. – ¡Oh!, si yo supiera en qué soy culpable, entonces...
ARBENIN. – Calla, o me volveré loco. ¿Cuándo acabará este tormento?
NINA. – El príncipe encontró mi pulsera y luego tú has sido engañado por algún calumniador.
ARBENIN. – ¡Con qué yo he sido el engañado!
¡Basta! Yo me he equivocado... Yo he soñado que podía ser feliz... Yo pensaba nuevamente amar y tener fe... pero la hora del destino ha sonado y todo ha pasado como el delirio de un enfermo. Quizá hubiera podido realizar mis sueños celestiales dejando que mis esperanzas renacieran en el corazón y florecieran como antes. ¡Pero tú no lo has querido!... ¡Llora, llora! ¿Pero qué valen, Nina, las lágrimas de las mujeres? Nada más que agua. Yo, yo he llorado, pero yo soy un hombre. ¡Sí, yo he llorado de rabia, de celos, de dolor y de vergüenza! Pero tú no sabes lo que significan las lágrimas de un hombre. ¡Oh, no te acerques a él en ese instante: lleva la muerte en las manos y un infierno en el pecho!
NINA. – (Echándose de rodillas y llorando, levanta los brazos hacia el cielo) Dios Todopoderoso, ten piedad de mí. Él no me oye, pero tú siempre me escuchas. Tú todo lo sabes y tú, Todopoderoso, me perdonarás...
ARBENIN. – ¡Calla! ¡Siquiera ante El, no mientas!
NINA. – Yo no miento. Yo jamás mancharé mi ruego y mi plegaria con una mentira; yo le entrego mi alma atormentada. El será tu juez y también mi defensor.
ARBENIN. – (Caminando por la habitación, con los brazos cruzados) Ahora ya es tiempo, Nina, para que reces; tú morirás, faltan sólo algunos minutos, y quedará en secreto la causa de tu muerte y sólo nos juzgará Dios.
NINA. – ¿Cómo? ¿Morir? ¿Ahora? ¿En seguida?
¡No, no puede ser!
ARBENIN. – (Riendo) Ya sabía que eso a usted la asustaría.
NINA. – ¡La muerte, la muerte! ¿Es cierto?... ¡Tengo un fuego en el pecho que parece un infierno!...
ARBENIN. – Sí, yo te he dado veneno en el baile.
(Pausa).
NINA. – ¡No creo, es imposible..., no! ¡Te estás burlando de mí! (Aproximándose) Tú no eres un monstruo, no puede ser; tú debes tener en el alma alguna chispa de bondad... No me puedes matar en la flor de mi vida con semejante frialdad. No vuelvas la cabeza de esa manera, Eugenio, no me dejes sufrir de esa manera. Sálvame, quítame este miedo... Mírame a los ojos... (Mirándolo fijamente y buscándole los ojos) ¡Oh, veo la muerte en tus ojos! (Dejándose caer sobre una silla, cierra los ojos; él se acerca y la besa).
ARBENIN. – Sí, morirás, y yo quedaré solo, solo...
Pasarán los años y moriré también y estaré solo... ¡Qué horror! Pero no tengas miedo: se abrirá ante ti un mundo espléndido y los ángeles te llevarán ante su celestial amparo. (Llorando) Sí, yo te amo, te amo..., yo he olvidado todo nuestro pasado. Hay límites para la venganza, y mira: tu asesino está aquí como un niño, llorando a tus pies... (Pausa).
NINA. – (Apartándose de sus brazos, sale corriendo hacia la puerta) ¡Aquí! ¡Aquí!... ¡Socorro!... ¡Me muero!...
¡Veneno! ¡Me han envenenado! ¡No oyen!...
Comprendo; eres prudente... ¡No hay nadie... no vienen... pero recuerda: hay un juicio final y yo, asesino, te maldigo!
(Antes de llegar a la puerta, cae desmayada).
ARBENIN. – (Sonriendo amargamente) ¡Una maldición! ¿Qué utilidad tiene una maldición? Yo he sido maldecido por Dios mismo. (Acercándose a ella) Pobre criatura, no tiene fuerzas para castigar... (De pie ante ella, con los brazos cruzados) Está pálida...
(Estremeciéndose) Pero todos sus rasgos siguen tranquilos; no se ve en ellos el arrepentimiento ni la conciencia atormentada... ¿Habrá sido...?
NINA. – (Débilmente) Adiós, Eugenio, me muero, pero soy inocente... ¡Eres un malvado!
ARBENIN. – No, no, no te excuses, que ya no te ayudará ni la mentira, ni la astucia... Habla pronto... ¿Me has engañado?... ¡El propio infierno no puede jugar con mi amor! ¿Callas? ¡Oh, la venganza es digna de ti!... Pero no te ayudará; morirás y será un secreto para la gente.
Queda en paz...
NINA. – Ahora para mí todo es igual... pero ante Dios soy inocente... (Muere).
ARBENIN. – (Se acerca a ella y rápidamente se aleja) ¡Mentira! (Se deja caer sentado en un sillón).
ACTO CUARTO
ESCENA PRIMERA
ARBENIN. – (Sentado frente a la mesa, en un sillón) Me he debilitado en esta lucha conmigo mismo, en un esfuerzo torturante y agotador... y, por último, los sentimientos adquirieron no sé qué tranquilidad engañadora y penosa... Sólo a veces se inquieta el alma sin tener por las preocupaciones esta pesadilla fría; y el corazón sufre y parece que se quema. ¿Acaso no ha acabado todo? ¿Acaso todavía debo sufrir más?
¡Mentiras!... Pasarán los días y llegará el olvido. Bajo el peso de los años morirá la imaginación y vendrá por fin alguna vez la tranquilidad a albergarse en este pecho...
(Pensativo, de pronto levanta la cabeza) ¿Me he equivocado? No, los recuerdos son implacables... ¡Cómo veo vivamente sus ruegos, su angustia!... ¡Oh, fuera, fuera, víbora que en mí despiertas! (Dejando caer la cabeza sobre las manos).
ENTRA KAZARIN
KAZARIN. – (En voz baja) Arbenin está aquí, triste y suspirando. Veremos cómo se desempeña en esta comedia. (Dirigiéndose a él) Querido amigo, me he apurado en visitarte al conocer tu desgracia. ¿Qué hacer? El destino así lo quiso y a cada uno le espera su fin... (Pausa). Pero basta, hermano; no te dejes vencer tan fácilmente; eso está bien para la gente, para el público, pero nosotros somos actores. Dime, hermano...
¡Qué pálido te has puesto! Se podría pensar que te has pasado la noche jugando a los naipes y has perdido.
¡Oh, viejo pícaro!... Ya tendremos tiempo de hablar más tarde... Ya llegan tus parientes. Vienen a despedirse de la finada. Adiós, entonces, hasta otro día.
(Sale)
ENTRAN Y PASAN LOS PARIENTES
DAMA. – (A la sobrina) Se ve que Dios lo ha maldecido; fue un mal marido y un mal hijo... No me hagas olvidar que tengo que entrar a una tienda para comprarme un vestido de luto. Aunque no tengo muchos recursos, soy capaz de arruinarme por mis parientes.
SOBRINA. – ¡ Ma tante! ¿Cuál habrá sido la causa de la muerte de mi prima?
DAMA. – La causa, señorita, se debe a que es tonta vuestra sociedad de moda. ¡Ya llegarán a conocer otras desgracias! (Salen).
(Salen de la habitación de la finada el doctor y un anciano).
ANCIANO. – ¿Se murió delante suyo?
DOCTOR. – No tuvieron tiempo de encontrarme.
¡Yo siempre he dicho que son una desgracia esos helados y esos bailes!
ANCIANO. – El entierro es lujoso. ¿Ha visto usted la mortaja? Cuando murió mi hermano la primavera pasada, habían puesto una igual sobre el ataúd. (Salen).
DOCTOR. – (Acercándose a Arbenin y tomándolo del brazo) Usted debe descansar.
ARBENIN. – (Estremeciéndose) ¡Ah!... (Aparte) Se me oprime el corazón.
DOCTOR. – Esta noche se ha entregado usted demasiado a la tristeza. Duerma.
ARBENIN. – Trataré de hacerlo.
DOCTOR. – Ya no podemos ayudarle en nada; pero usted debe cuidarse.
ARBENIN. – ¡Oh! ¡Yo soy invulnerable! ¡Cuántos sufrimientos terrenales llenaron mi corazón y yo sigo viviendo... Yo buscaba la felicidad y Dios me la envió con aspecto de mujer; mi aliento perverso manchó su espíritu celestial y he ahí esa criatura espléndida que veis, fría y muerta! Cierta vez, un hombre ajeno a mi vida, arriesgando su honor, perdió en el juego y fue salvado por mí. Sin embargo, sin decir una palabra y burlándose, me quitó todo, todo al cabo de una hora.
(Sale).
DOCTOR. – Está enfermo, fuera de broma, esta vez no me equivoco; esta cabeza está llena de tormentos, pero si se vuelve loco, respondo que seguirá viviendo. (Al salir se encuentra con dos personas).
EL DESCONOCIDO Y EL PRÍNCIPE
DESCONOCIDO. – Con su permiso; quisiera preguntarle si podríamos ver a Arbenin.
DOCTOR. – No podría asegurarle... pues la esposa acaba de fallecer ayer.
DESCONOCIDO. – Cuánto lo lamentamos.
DOCTOR. – Y está tan afligido...
DESCONOCIDO. – Él también me da lástima...
¿Pero está en casa?
DOCTOR. – ¿En casa? Sí.
DESCONOCIDO. – Tengo un asunto muy importante para él.
DOCTOR. – ¿Ustedes son, seguramente, sus amigos?
DESCONOCIDO. – Por ahora, no; pero hemos venido para ver si podemos intimar un poco.
DOCTOR. – Arbenin está enfermo, fuera de bromas.
PRÍNCIPE. – (Asustado) ¿Está acostado, sin conocimiento?
DOCTOR. – ¡No! Habla, camina y tenemos esperanzas todavía...
PRÍNCIPE. – ¡Gracias a Dios! (Sale el doctor) Por fin...
DESCONOCIDO. – Tiene usted el rostro enardecido. ¿Sigue firme en su resolución?
PRÍNCIPE. – ¿Y usted me asegura que es justa su sospecha?
DESCONOCIDO. – Escúcheme; los dos perseguimos un mismo fin, y ambos lo odiamos por igual; pero usted no conoce su alma; es sombría y profunda como la caja de un ataúd; cuando se abre, lo que cae en ella se entierra para siempre; las sospechas necesitan su demostración; él no conoce el perdón ni la piedad cuando está ofendido. La venganza y sólo la venganza es lo que persigue, y ésa es su ley. Sí, esta muerte parece tener una causa oculta. Yo sabía que ustedes eran enemigos y estaba muy dispuesto a servirle.
Si ustedes piensan pelear, yo me apartaré a un lado para ser espectador.
PRÍNCIPE. – Dígame, ¿cómo es que usted supo el día anterior que yo fui ofendido por él?
DESCONOCIDO. – Me gustaría contarle, pero temo que lo aburra. Además, toda la ciudad está comentando...
PRÍNCIPE. – La idea es insoportable, DESCONOCIDO. – Lo está atormentando demasiado.
PRÍNCIPE. – ¡Oh, usted no sabe qué es la vergüenza!
DESCONOCIDO. – ¿La vergüenza? No existe. La experiencia se lo demostrará y le enseñará a olvidarlo.
PRÍNCIPE. – ¿Pero quién es usted?
DESCONOCIDO. – ¿Le hace falta mi nombre?
Yo soy su amigo, celoso defensor de su honor, y creo que no le hace falta saber nada más. Pero chitón, que ya viene... Es él, su andar pesado y lento. ¡Es él! Apártese un instante, que yo debo hablarlo y para ello usted no me sirve de testigo. (El príncipe se aparta)...
(Aparece Arbenin con un candelabro de velas encendidas).
ARBENIN. – ¡La muerte... la muerte! ¡Oh, esta palabra está por todas partes y me penetra; me persigue; callado observé más de una hora su cadáver y mi corazón estaba lleno de angustia intraducible al ver sus rasgos tranquilos de infantil candor; la sonrisa constante, floreciendo apenas en sus labios ante la eternidad que se abrió ante ella marcando el destino de su alma. ¿Será posible que me haya equivocado? ¡Imposible! ¿Yo, equivocarme? ¿Quién me puede demostrar su inocencia? ¡Mentira! ¡Mentira! ¿Dónde están las pruebas? Yo tengo otras. Si a ella yo no le he creído, ¿a quién le daré fe? Sí... yo fui un marido apasionado, pero fui un juez muy frío. ¿Quién se atreverá a decirme lo contrario?
DESCONOCIDO. – Yo me atrevería.
ARBENIN. – (Al principio se asusta y luego, apartándose, acerca las velas hacia el rostro del desconocido para identificarlo) ¿Quién es usted?
DESCONOCIDO. – No es extraño, Eugenio, que no me reconozcas, y, sin embargo, fuimos amigos.
ARBENIN. – ¿Pero quién es usted?
DESCONOCIDO. – Yo soy tu genio del bien.
Siempre he estado a tu lado, aunque invisible. Siempre con otro rostro y con otra vestimenta; conozco todos tus asuntos y casi todos tus pensamientos y hace poco te he vigilado en el baile de máscaras.
ARBENIN. – (Estremeciéndose) No me gustan los profetas y le ruego que se retire inmediatamente. Le estoy hablando en serio.
DESCONOCIDO. – De acuerdo; pero a pesar de tu voz amenazante y de tu decisión categórica, yo no me voy. Y veo, veo claramente que no me has reconocido.
Yo no pertenezco a ese tipo de personas que puede renunciar en un momento de peligro al fin que persigue durante mucho tiempo. He logrado algo de lo que me proponía y moriré aquí, pero no daré un paso atrás.
ARBENIN. – Yo mismo soy así y, sin embargo, no me vanaglorio. (Sentándose) Escucho.
DESCONOCIDO. – (Aparte) ¿Por ahora mis palabras no lo han conmovido o en realidad estoy equivocado? Veremos más adelante. (Dirigiéndose a Arbenin) Siete años atrás. Arbenin, todavía me reconocías. Yo era joven, sin experiencia, impulsivo y con riquezas. Pero tú... en tu pecho ya se encubría esta frialdad, ese desprecio infernal hacia todos, de que tú siempre te vanaglorias No sé si adjudicar ese rasgo a tu inteligencia o a cierta situación; no voy a analizar tu alma; la comprenderá Dios, que fue su creador.