Текст книги "Baile De Máscaras"
Автор книги: Mikhail Lermontov
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Драматургия
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PRÍNCIPE. – No le creo.
ARBENIN. – ¿Quién lo obliga a creerme? Estoy acostumbrado a eso desde hace mucho tiempo y si no fuera por pereza me volvería hipócrita... Pero terminemos esta conversación. (Pausa). Si nos fuéramos a divertir un poco, no nos haría mal ni a usted ni a mí...
Hoy es fiesta y creo que hay baile de máscaras en la casa de Engelhardt.
PRÍNCIPE. – Es cierto.
ARBENIN. – Vamos.
PRÍNCIPE. – Estoy contento.
ARBENIN. – (Consigo mismo) Entre la multitud descansaré un poco.
PRÍNCIPE. – Allá hay mujeres, ¡una maravilla!... Y hasta dicen que suelen ir...
ARBENIN. – Que digan, a nosotros qué nos importa. Bajo el disfraz, todas las clases son iguales; las máscaras no tienen alma, ni nombre; tienen cuerpo; y si la máscara esconde sus facciones, hay que quitarle el antifaz con audacia. (Salen).
(Los mismos, menos Arbenin y el príncipe Zviezdich).
JUGADOR 1º– Se ha declarado en huelga a tiempo. Con él es inútil jugar
JUGADOR 2º– No nos dio siquiera tiempo de levantar cabeza.
LACAYO. – (Entrando) ¡La cena está lista!
DUEÑO. – ¡Vamos, señores! El champaña os consolará de vuestras pérdidas. (Salen).
SHPRIJ. – (Solo) Quisiera hacer amistad con Arbenin... Pero también quiero cenar gratuitamente.
Cenaré aquí..., averiguaré aún algo, y lo seguiré al baile de máscaras.
(Sale murmurando).
ESCENA II
BAILE DE MÁSCARAS
MÁSCARAS, ARBENIN, LUEGO EL PRÍNCIPE
ZVIEZDICH.
(La multitud se pasea en el escenario. A la izquierda, un canapé)
ARBENIN. – (Entrando) En vano busco distracción en todas partes. Vivaz y ruidosa es la multitud ante mis ojos, pero sigue frío mi corazón y duerme mi fantasía. Son todos extraños para mí y yo también un extraño para ellos. (Se acerca el príncipe, bostezando) He aquí la nueva generación... y yo también fui alguna vez joven como ellos, por lo visto. ¿Qué tal, príncipe? ¿No conquistó todavía alguna aventura?
PRÍNCIPE. – ¿Qué hacer? Hace una hora que estoy buscando.
ARBENIN. – ¡Ah!, ¿usted quiere que la felicidad lo busque a usted? Eso es muy nuevo... habría que hacerle conocer...
PRÍNCIPE. – Todas las mascaritas son muy tontas.
ARBENIN. – Las máscaras nunca son tontas; si calla, es misteriosa; si habla, es encantadora. Usted puede siempre imaginar una sonrisa, una mirada que adorne sus palabras... Por ejemplo, mire usted allí, cómo se yergue noblemente esa alta máscara disfrazada de otomana... ¡Qué gordita! ¡Cómo respira su pecho, con pasión y libremente! ¿La conoce? ¿No sabe usted quién es? Tal vez una orgullosa condesa o baronesa. Una Diana en la sociedad y una Venus en el baile de máscaras. También podría ser que esa hermosura lo visitase esta noche por media hora en su casa. En ambos casos, no pierda el tiempo. (Se aleja).
EL PRÍNCIPE Y LA MASCARITA
(Un dominó se acerca y se detiene; el príncipe, de pie, muy pensativo).
PRÍNCIPE. – Todo eso está muy bien... pero, sin embargo, yo continúo bostezando... Pero he aquí que llega una... ¡Ojalá, Dios mío, que tenga suerte!
(Una mascarita, separándose del grupo, le golpea el hombro).
MASCARITA. – ¡Yo te conozco!
PRÍNCIPE. – Pero, por lo visto, poco.
MASCARITA. – Y hasta sé qué es lo que estás pensando.
PRÍNCIPE. – Entonces eres más feliz que yo.
(Tratando de mirar debajo del antifaz) Si no me equivoco, tiene una boquita espléndida.
MASCARITA. – ¿Te gusto? Tanto peor.
PRÍNCIPE. – ¿Para quién?
MASCARITA. – Para alguno de los dos.
PRÍNCIPE. – No veo por qué... No me asustarás con tus adivinanzas, y aunque no soy nada astuto, ya averiguaré quién eres.
MASCARITA. – Así es que crees estar seguro del fin de nuestra conversación...
PRÍNCIPE. – Hablaremos y nos separaremos.
MASCARITA. – ¿Estás seguro?
PRÍNCIPE. – Tú hacia la izquierda, yo hacia la derecha...
MASCARITA. – Pero si yo estoy aquí con el único propósito de verte y de hablar contigo; si te dijese que dentro de una hora me jurarás que jamás podrás olvidarme; que serías feliz de entregarme la vida aunque sea sólo por un instante. ¡Oh!, cuando yo desaparezca como un fantasma sin nombre y escuches de mis labios sólo: hasta la vista...
PRÍNCIPE. – Eres una mascarita inteligente, pero pierdes mucho tiempo hablando. Ya que me conoces, dime quién soy yo.
MASCARITA. – ¿Tú? Un hombre sin carácter, sin moral, ateo, engreído, malo y débil; en ti se refleja todo nuestro siglo. Nuestro tiempo es brillante, pero miserable. Quieres llenar tu vida, pero huyes de las pasiones; quieres tener todo, pero no sabes sacrificarte; desprecias a la gente sin corazón y sin orgullo, pero tú mismo eres juguete de esa gente. ¡Oh, yo te conozco!...
PRÍNCIPE. – Eso me halaga mucho.
MASCARITA. – También has hecho mucho mal...
PRÍNCIPE. – Sin querer, tal vez.
MASCARITA. – ¡Quién sabe! Lo único que sé es que no deberían quererte tanto las mujeres.
PRÍNCIPE. – Yo no busco amor.
MASCARITA. – ¡No sabes buscarlo!
PRÍNCIPE. – Mejor dicho, estoy cansado de buscarlo.
MASCARITA. – Pero si ella de pronto aparece ante ti y dice: eres mío, ¿acaso eres capaz de quedar insensible?
PRÍNCIPE. – ¿Pero quién es ella?... Desde luego, un ideal...
MASCARITA. – No, una mujer... ¿Y lo demás, qué importa?
PRÍNCIPE. – Pero muéstramela, que aparezca, y sea valiente
MASCARITA. – Tú quieres demasiado. Piensa lo que has dicho. (Breve pausa) Ella no exige ni suspiros, ni declaraciones, ni lágrimas, ni ruegos, ni discurso apasionado.
Pero dadme el juramento de abandonar todo intento, de averiguar quién es ella... y de todo, ¡callar!...
PRÍNCIPE. – ¡Juro por la tierra y por todos los cielos y por mi honor!...
MASCARITA. – ¡Mira, ahora vamos! Y recuerda que no puede haber bromas entre nosotros... (Se van del brazo).
ARBENIN Y DOS MÁSCARAS
(Arbenin arrastra del brazo una máscara).
ARBENIN. – Usted me ha dicho tales cosas, señor mío, que mi honor no me permite soportarlo... ¿Usted sabe quién soy yo?
MÁSCARA. – Yo sé quién ha sido usted.
ARBENIN. – Quítese inmediatamente el antifaz.
Usted procede con falta de honradez.
MÁSCARA. – ¿Por qué? Usted desconoce mi rostro y es como una careta; yo lo veo a usted por primera vez.
ARBENIN. – No creo. Me parece que usted me tiene demasiado miedo. Me da vergüenza enfadarme.
¡Usted es un cobarde! ¡Fuera de aquí!
MÁSCARA. ¡Adiós, entonces!... ¡Pero cuídese! Esta noche le ocurrirá una desgracia. (Desaparece entre la multitud).
ARBENIN. ¡Espere un poco!... ¡Desapareció!...
¿Quién será? Vea la nueva preocupación que Dios me ha dado. Será algún enemigo cobarde, y yo tengo tantos.
¡ja, ja, ja, ja! ¡Adiós, amigo, que te vaya bien!
SHPRIJY ARBENIN
(Entra Shprij. Sentadas en el canapé conversan dos mascaritas; alguien se acerca, intrigándolas, y trata de tomar a una de ellas de la mano... Esta, desprendiéndose, se aleja, dejando caer sin darse cuenta una pulsera).
SHPRIJ. ¿A quién trataba usted sin piedad, Eugenio Alexandrovich?
ARBENIN. – Nada, bromeaba con un amigo.
SHPRIJ. – Por lo visto, la broma era muy en serio, pues se alejaba insultándolo.
ARBENIN. – ¿A quién?
SHPRIJ. – A otra máscara.
ARBENIN. – Tiene usted un oído envidiable.
SHPRIJ. – Yo escucho todo, pero guardo completo silencio, y jamás me meto en asuntos ajenos...
ARBENIN. – Se ve. ¿Entonces no sabe usted quién es?... ¿Pero cómo puede ser, no tiene usted vergüenza?
De esto...
SHPRIJ. – ¿De qué se trata?
ARBENIN. – No es nada, lo dije en broma...
SHPRIJ. – Diga no más.
ARBENIN. – (Cambiando de tono) ¿Sigue visitándolo aquel morocho con bigotes? (Se aleja, silbando una canción).
SHPRIJ. – (Solo) Que se le seque la garganta... Se ríe de mí... pero tú también andarás pronto con cuernos.
(Confundiéndose entre la multitud).
MASCARITA 1ª SOLA
(Aparece caminando rápidamente la 1ª mascarita y muy agitada se deja caer sentada sobre el canapé).
MASCARITA. – ¡Ay!... Apenas respiro... No hace más que seguirme. ¡Y si... me arranca el antifaz!... ¡Pero no, él no me ha reconocido!... Cómo podría sospechar de una mujer que la sociedad admira y envidia, que olvidándose de todo se arroja a su cuello, rogándole instantes de dulzura, sin exigir amor y sólo compasión y que le dice: «¡soy tuya!». Este secreto jamás lo conocerá... ¡Que así sea!. .. Yo no quiero... Pero él desea guardar de mí algún objeto de recuerdo..., un anillo...
¿Qué hacer?... El riesgo es terrible... (Advierte una pulsera en el suelo y la levanta) ¡Qué dicha! ¡Dios mío!
Una pulsera perdida. Esmalte y oro... Se la daré...
¡Espléndido!... Que me encuentre después con ella.
LA 1ª MÁSCARA Y EL PRÍNCIPE ZVIEZDICH
(El príncipe, con monóculo, se acerca con paso apresurado).
PRÍNCIPE. – Es la misma... ¡Es ella!... ¡Entre miles la reconocería! (Sentándose en el canapé y tomándola de la mano) ¡Oh, no te escaparás!...
MASCARITA. – Yo no me escapo. ¿Qué es lo que quieres?
PRÍNCIPE. – Quiero verte.
MASCARITA. – ¡La idea es ridícula! Estoy delante tuyo...
PRÍNCIPE. – ¡Es una broma perversa! Tu fin es bromear, pero mi fin es otro... Si no me descubres inmediatamente tus rasgos celestiales, te arrancaré por la fuerza ese pícaro antifaz...
MASCARITA. – ¡Vaya una a comprender a los hombres!... Está insatisfecho... Le es poco saber que yo lo amo... Pero no, usted quiere todo; usted necesita mi honor para mancillarlo. Para encontrarme después en un baile o en un paseo y poder contar esta alegre aventura a los amigos, y para quitarles las dudas, decirles, señalándome con un dedo: es ella.
PRÍNCIPE. – Yo recordaré su voz.
MASCARITA. – Eso sí que es gracioso. Encontrará cien mujeres que hablen con esta misma voz; lo avergonzarán cuando se acerque, y eso no estaría mal.
PRÍNCIPE. – Pero mi felicidad no es completa.
MASCARITA. – ¡Vaya a saberlo! Tal vez usted deba bendecir a la suerte que no me haya quitado el antifaz. Tal vez soy vieja y fea...
PRÍNCIPE. – Tú quieres asustarme, pero conociendo la mitad de tus maravillas, ¿cómo no adivinar las demás?
MASCARITA. – (Intentando alejarse) Adiós para siempre.
PRÍNCIPE. – ¡Oh, espera un solo instante! No me has dejado nada de recuerdo, no tienes ninguna compasión para este pobre loco.
MASCARITA. – (Alejándose) Tiene razón... me da lástima... Tome esta pulsera.
(Arroja la pulsera al suelo; mientras él la levanta, ella desaparece entre la multitud).
EL PRÍNCIPE Y LUEGO ARBENIN
PRÍNCIPE. – (Buscándola en vano con la mirada) Me he quedado con un palmo de narices. ¡Es como para perder el juicio!... (Viendo a Arbenin) ¡Ah!
ARBENIN. – (Acercándose pensativo) ¿Quién será ese mal adivino?... Debe conocerme... y seguramente no es una broma.
PRÍNCIPE. – (Acercándose) Me ha servido muy bien su lección de hoy.
ARBENIN. – Me alegro en el alma.
PRÍNCIPE. – Pero la felicidad llegó volando sola.
ARBENIN. – Sí, la felicidad es siempre así.
PRÍNCIPE. – Apenas creí que ya la tenía, pensé: esto es todo, cuando de pronto como un soplo (sopla en la palma de la mano) ha desaparecido. Ahora puedo estar seguro que si no ha sido un sueño soy un gran idiota.
ARBENIN. – Como yo no sé nada, no puedo discutir.
PRÍNCIPE. – Usted siempre bromeando. No podrá ayudarme en esta desgracia. Le contaré todo... (Le habla al oído). Quedé completamente asombrado. La pícara se arrancó de mis brazos... y he aquí el lamentable fin y todo como un sueño. (Mostrándole la pulsera)
ARBENIN. – (Sonriendo) No comenzó tan mal...
¡Muéstremela! La pulsera es bastante delicada, y creo que yo la he visto alguna vez. Espere un poco pero no, no puede ser... He olvidado...
PRÍNCIPE. – ¿Dónde la volveré a encontrar?...
ARBENIN. – Arréglese con cualquiera; hay muchas bellas, no cuesta mucho encontrar...
PRÍNCIPE. – Pero si no es ella...
ARBENIN. – Tal vez sea muy fácil. Acaso es una desgracia... Imagínese...
PRÍNCIPE. – No, yo la escucho desde el fondo del mar; la pulsera me ha de ayudar.
ARBENIN. – ¿Qué le parece si damos unas vueltas? Si ella no es del todo tonta, hace rato que se habrá ido sin dejar huella.
ESCENA III
SALE EUGENIO ARBENIN Y UN LACAYO
ARBENIN. – Pues bien, la velada ha terminado...
¡Qué contento estoy! Ya es tiempo de olvidarme un poco, aunque en mi mente aún se agita toda esa multitud pintoresca..., ese baile de máscaras. ¿Pero para qué estuve? ¿No es acaso algo ridículo? A un amante le he dado consejos, hice adivinanzas, comparé pulseras y he soñado por otros, como hacen los poetas. ¡Dios mío, ese papel ya no está de acuerdo con mis años. (Se acerca el lacayo) ¿Ha vuelto la señora?
LACAYO. – No, señor.
ARBENIN. – ¿Cuándo regresará?
LACAYO. – Prometió volver a las doce de la noche, señor.
ARBENIN. – Ya son cerca de las dos de la mañana y aún no ha regresado. ¿No se habrá quedado a dormir en algún lado?
LACAYO. – No sé, señor.
ARBENIN. – Por lo visto. Puedes irte. Coloca una vela sobre la mesa. Si me haces falta, te llamaré.
(El lacayo sale, y Arbenin se sienta en un sillón).
ARBENIN. – (Solo) ¡Dios es siempre justo! Y yo también estoy destinado a cargar con mi tristeza por todos los pecados de mis tiempos idos. Hubo veces en que esposas ajenas me estuvieron esperando, y ahora soy yo quien espero a mi esposa... En un círculo de adorables mujercitas infieles he perdido en vano y tontamente mi juventud; fui amado con frecuencia, con ardor y apasionadamente, y, sin embargo, a ninguna de ellas la he querido de verdad. Al comenzar la novela ya sabía cómo debía terminar; y para muchas tenía palabras de amor para sus corazones, como cuentos tienen las nodrizas... La vida se me ha hecho penosa y aburrida.
Alguien me dio un consejo muy astuto: «cásate»..., para tener el derecho sagrado de no amar a nadie más que a tu mujer, y he encontrado una esposa, humilde creación humana; era delicada y espléndida como un cordero del Señor y la llevé conmigo hacia el altar... De pronto se ha despertado en mí aquel olvidado sabor y mirando en mi alma muerta he visto que la amo y vergüenza me da – ¡qué horror!-, nuevamente los sueños, nuevamente el amor se agita en mi pecho vacío y como un trompo quebrado, de nuevo he sido arrojado al mar sin saber si volveré a la costa... (Queda pensativo).
ARBENINY NINA
(Nina entra de puntillas y desde atrás lo besa en la frente).
ARBENIN. – ¡Oh, salud, Nina!... ¡Por fin! Ya era hora.
NINA. – ¿Acaso es tan tarde?
ARBENIN. – Hace una hora que te estoy esperando.
NINA. – ¿En serio? ¡Ay, qué agradable!
ARBENIN. – Qué pensará el tonto. Él espera y...
NINA. – ¡Ay, mi Creador!... ¡Siempre estás de mal humor! Miras amenazante y nada te satisface; me extrañas cuando estoy lejos y cuando nos encontramos, rezongas. Mejor dime sencillamente: «Nina, abandona el mundo, yo voy a vivir contigo y sólo para ti. ¿Para qué te hace falta otro hombre? Algún pitucode boulevard, vacío y sin alma, entallado en un corsetque contigo se encuentra desde la mañana hasta la noche y yo sólo puedo decirte algunas palabras en todo el día?» Dime todo esto, estoy dispuesta a escucharte. Estoy dispuesta a enterrar mi juventud en una aldea, dejar los bailes, las fiestas y las modas y esta libertad aburrida. Dímelo sencillamente como a un amigo... Pero para qué hacer fantasías. Supongamos que me amas, pero creo que no me celas a nadie.
ARBENIN. – (Sonriendo) ¿Qué hacer? Estoy acostumbrado a vivir sin preocupaciones y tener celos es ridículo...
NINA. – Desde luego.
ARBENIN. – ¿Estás enfadada?
NINA. – No, te lo agradezco.
ARBENIN. – Te has puesto triste.
NINA. – Yo sólo digo que tú no me amas.
ARBENIN. – ¡Nina!
NINA. – ¿Qué hay?
ARBENIN. – Escucha. El destino nos ha unido para siempre... Ni tú ni yo podemos juzgar si es un error tal vez. (Atrayéndola, trata de sentarla sobre sus rodillas y besarla). Eres joven de alma y de cuerpo. En el enorme libro de la vida, tú has leído únicamente la portada, y ante ti se descubre un mar de felicidad y de maldad. Marchas por cualquier camino con esperanzas y sueños. Más adelante todo te espera. El pasado de tu vida es una página blanca. Sin conocer tu corazón ni el mío te has entregado y me amas; yo te creo. Pero amas jugando ligeramente con los sentimientos y haciendo travesuras como una niña. Yo amo de otra manera; yo he visto todo, he adivinado todo y todo he comprendido y conocido. He amado con frecuencia, más a menudo he odiado y más que nada he sufrido. Al principio todo lo he deseado, luego lo he despreciado; a veces yo mismo no me he comprendido y otras veces el mundo a mí. En mi vida he visto las huellas de la maldición y fríamente he cerrado el camino para mi felicidad sobre la tierra... Así pasaron muchos años.
Aquellos días envenenados de inquietudes de mi viciosa juventud, ¡con qué repugnancia profunda los recuerdo recostado ahora sobre tu pecho! Antes, desgraciadamente, no conocía el valor que representabas tú para mí. Pero por suerte, esa corteza ruda pronto fue cayendo de mi alma, y nuevamente se descubrió ante mis ojos el mundo, y por cierto, espléndido; y he renacido para la vida y para el bien. Pero sabes, nuevamente a veces no sé qué espíritu maligno me atrae a la tempestad de los días pasados y borra en mi recuerdo tu mirada clara y tu milagrosa voz. En la lucha conmigo mismo, bajo el peso de penosos pensamientos, me vuelvo callado, severo y sombrío; a veces temo mancharte con mis manos; temo que te asuste un quejido, el sonido de un tormento, y es entonces me dices que no te amo.
NINA. – (Mirándolo cariñosamente le acaricia la cabeza). Eres un hombre raro. Cuando me hablas con tanta elocuencia de tu amor, y tu cabeza arde y tus ideas brillan en los ojos, entonces yo creo fácilmente en todo; pero a veces... con frecuencia...
ARBENIN. – ¿Con frecuencia?...
NINA. – No, a veces...
ARBENIN. – Yo tengo el corazón demasiado viejo y tú eres demasiado joven, pero podríamos sentir igual.
Recuerdo que a tu edad yo creía en todo sin discusión.
NINA. – Nuevamente estás insatisfecho... ¡Dios mío!
ARBENIN. – ¡Oh, no! Yo soy feliz, feliz... Yo soy un calumniador cruel y enloquecido, alejado de la multitud mala y envidiosa. Yo soy feliz... Yo estoy contigo. Dejemos el pasado. Olvidemos los recuerdos negros y penosos. Yo veo que el Creador te ha bendecido y te ha enviado para mí. (Le besa las manos y de pronto advierte que le falta una pulsera; se detiene bruscamente y palidece).
NINA. – Has palidecido, tiemblas... ¡Oh, Dios mío!
ARBENIN. – (Poniéndose bruscamente de pie)
¿Yo? ¡No es nada! ¿Dónde está la otra pulsera?
NINA. – Se ha perdido.
ARBENIN. – ¡Ah! ¿Con que se ha perdido?
NINA. – ¿Qué tiene? No es una gran desgracia. No ha de costar más de veinticinco rublos, desde luego...
ARBENIN. – (Consigo mismo) Perdido... ¿Por qué estoy tan turbado? ¿Qué sospecha tan extraña me asalta?
¡Oh! ¿Aquello fue un sueño y recién he despertado?
NINA. – Yo realmente no te puedo comprender.
ARBENIN. – (Con los brazos cruzados, la mira fijamente). ¿La pulsera se ha perdido?
NINA. – (Ofendida). ¡No, yo miento!
ARBENIN. – (Consigo mismo) ¡Pero qué parecida, qué parecida!
NINA. – Seguramente se me ha caído en la carroza.
Habría que ordenar que la revisen. Yo no me la hubiera puesto si hubiera imaginado que podrías...
(Entra el lacayo, respondiendo al llamado de Arbenin).
ARBENIN. – (Al lacayo) Revisa la carroza de arriba a abajo; se ha perdido una pulsera... ¡Dios te libre volver sin ella! (A ella) Se trata de mi honor y de mi felicidad.
(El lacayo sale. Después de una pausa, dirigiéndose a ella) ¿Y si no encuentran allí la pulsera?
NINA. – Quiere decir, entonces, que la he perdido en otro lado.
ARBENIN. – ¿En otro lado? ¿Y dónde? ¿Tú sabes?
NINA. – Es la primera vez que lo veo tan avaro y tan severo; y para calmarlo rápidamente mañana mismo encargaré una pulsera nueva. (Entra el lacayo).
ARBENIN. – ¿Qué tal?... Habla, rápido...
LACAYO. – He revuelto toda la carroza...
ARBENIN. – ¿Y no la has encontrado?
LACAYO. – No, señor.
ARBENIN. – Ya sabía... Puedes irte. (Mirando significativamente a la mujer).
LACAYO. – Seguramente la ha perdido en el baile de máscaras.
ARBENIN. – ¡Ah! Con que estuvo en el baile de máscaras... (Al lacayo) Puedes irte. (A ella) ¿Qué le costaba a usted decirme eso antes? Estoy seguro que me hubiera permitido el honor de acompañarla y traerla de nuevo a casa. Yo no la hubiera importunado con mi vigilancia severa ni con mi ternura y mi cuidado... ¿Con quién estuvo?
NINA. – Pregunte usted a la gente y ellos le dirán toda la verdad y aún agregarán algo. Le explicarán punto por punto quién estuvo y con quién he hablado y a quién le he regalado la pulsera de recuerdo. Se enterará mil veces mejor que si usted mismo hubiera estado en el baile de máscaras. (Riendo) ¡Qué gracioso! ¡Qué gracioso, Dios mío! ¿No le da vergüenza?; si es un pecado hacer tanto ruido por una bagatela.
ARBENIN. – Ruega a Dios que esa risa no sea la última.
NINA. – ¡Oh! Si su fantasía continúa, seguramente no será la última.
ARBENIN. – ¿Quién sabe? Tal vez... ¡Escucha, Nina!... Yo estoy ridículo, naturalmente, porque te amo tanto, infinitamente, como sólo puede amar un hombre.
¿Y no hay en todo esto nada de asombroso? Otros en el mundo tienen un millón de esperanzas; algunos tienen riquezas en objetos y otros viven entregados a la ciencia; algunos viven logrando un ascenso, un puesto, una cruz o la gloria; otros aman la sociedad, las diversiones; otros, los viajes, y a los terceros el juego les calienta la sangre...
Yo he viajado, he jugado, fui trivial y he trabajado, tuve amigos y desgraciados amores; no busqué puestos ni he logrado gloria; soy rico sin tener un centavo; acosado por el hastío, he visto en todas partes el mal y, orgulloso, jamás me he doblegado ante él. Tú eres todo lo que tengo en mi vida, un ser débil, pero un ángel de belleza. Tu amor, tu sonrisa, tu mirada y tu aliento... Yo soy un hombre y mientras vivo, todo eso será mío; sin ello no existe para mí la felicidad, ni los sentimientos, ni me hace falta la existencia. Pero si he sido engañado... si he sido engañado... si sobre mi pecho una vil víbora encontró amparo durante tantos días... y si he descubierto la verdad y por el cariño que te tengo no la he visto antes y he sido burlado por otro..., escucha, Nina... Yo he nacido con un alma ardiente, hecho de lava volcánica; mientras no se enciende es dura como la piedra fría... Pero mala suerte si chocan contra mi corriente. Entonces, entonces no esperes mi perdón; no llamaré a las leyes para cumplir mi venganza. ¡Solo, sin lágrimas, y sin piedad destrozaré nuestras dos vidas!
(Quiere tomarla de la mano, pero ella retrocede).
NINA. – ¡No te acerques!... ¡Oh, qué horrible estás!
ARBENIN. – ¿En serio estoy horrible? No; bromeas. ¡Estoy ridículo! ¡Ríanse, ríanse ustedes, ya que después de haber conseguido vuestro fin palidecen y están temblando. ¡Rápido! ¿Dónde está él, el apasionado amante, juguete de ese baile de máscaras? Que venga a entretenerse. Usted me ha dado a probar casi todos los tormentos del infierno y eso es lo único que falta.
NINA. – ¡Conque ésa es vuestra sospecha! Y la culpable de todo eso es la pulsera. Créame usted que su conducta motivará no sólo mi risa, sino también la de todos mis amigos.
ARBENIN. – ¡Sí! Reíd, imbéciles, maridos desgraciados, que yo también los he engañado algún día, mientras ustedes vivían como santos, sin saber nada, en el paraíso. Pero tú, mi paraíso celestial y terrenal, adiós... adiós, yo ya sé todo. (Dirigiéndose a ella) ¡No te acerques a mí, hiena! Creía yo, muy tonto, que tú, conmovida, tristemente, confesarías todo, poniéndote de rodillas; entonces yo me hubiera ablandado al ver aunque sea sólo una lágrima... una... ; pero no, la risa fue tu única respuesta.
NINA. – No sé quién me ha calumniado. Yo te perdono, yo no soy culpable en nada. Me das lástima, aunque no puedo ayudarte, pero para que te consueles, desde luego, no puedo mentir.
ARBENIN. – ¡Oh, cállate, te pido!... ¡Basta!...
NINA. -Pero escucha... Soy inocente... Que Dios me castigue, escucha...
ARBENIN. – Sé de memoria todo lo que tú me puedes decir.
NINA. – Me duele escuchar tus reproches... Yo te amo, Eugenio.
ARBENIN. – Entonces, confiesa al fin...
NINA. – ¡Escucha, por favor! ¡Oh, Dios mío!, ¿qué quieres de mí?
ARBENIN. – ¡Venganza!
NINA. – ¿Pero a quién quieres vengar?
ARBENIN. – La hora llegará y estoy seguro de encontrarlo.
NINA. – ¿Es para mí la amenaza?... Y entonces,
¿por qué tardas?
ARBENIN. – El heroísmo no te queda bien.
NINA. – (Disgustada) ¿A quién?
ARBENIN. – ¿Usted por quién teme?
NINA. – ¿Será posible que continúes todavía en ese estado? ¡Oh, deja! Con esos celos terminarás por matarme... Yo no sé pedir y tú eres implacable... Pero esta vez también yo te perdono.
ARBENIN. – Está de más.
NINA. -Sin embargo, hay un Dios... Y él no perdonará.
ARBENIN. – ¡Qué lástima! (Ella se va llorando)..
(Solo) ¡Qué mujer!... Ya hace mucho que a ustedes las conozco. Y a vuestras caricias y vuestros reproches.
¡Muy caro me ha costado esta lección! ¿Y por qué será que ella me quiere? ¿Acaso porque tengo un aspecto y una voz terrible? (Se acerca a la puerta de la habitación de su esposa y escucha) ¿Qué hace ella? Tal vez está riendo... No, llora... (Apartándose) Lástima que ya es tarde...
ACTO SEGUNDO
ESCENA PRIMERA
(La baronesa está sentada en un sillón, y algo fatigada abandona el libro que está leyendo).
BARONESA. – ¿Para qué será la vida? ¡Para satisfacer siempre deseos ajenos, costumbres ajenas y vivir esclavizada! Jorge Sand casi tiene razón. ¿Qué es la mujer ahora? Un ser sin voluntad, un juego de pasiones o un capricho de los demás. Teniendo juicio vive sin defensa en la sociedad, ocultando siempre el ardor de sus sentimientos o bien sofocándolos en plena flor.
¿Qué es la mujer? Vende su juventud según ciertas conveniencias y como a víctima de un sacrificio la preparan. La obligan a querer a un hombre solamente, prohibiéndole todo otro afecto. En su pecho se agita a veces la pasión, y el temor y la razón alejan los nuevos pensamientos; y si alguna vez, olvidando la fuerza de la sociedad, deja caer su honor entregándose con toda el alma a sus sentimientos, entonces deberá olvidar la tranquilidad y la felicidad. El mundo es así; no quiere conocer los secretos; juzga por el aspecto y por el vestido a la honradez y al vicio y jamás ofenderá a la decencia y es muy cruel en sus castigos... (Intentando leer) No, no puedo leer..., estoy turbada por todos estos pensamientos y temo... Y al recordar lo sucedido, yo misma me asombro. (Entra Nina).
NINA. – Paseando en una troika, tuve la idea de venir a verte, mon amour.
BARONESA. – C'est une idée charmante, vous en avez toujours. (Sentándose)
Me parece que estás más pálida que antes. Hoy, sin embargo, a pesar del viento y del frío, tienes los ojos colorados. ¿Me imagino que no es de haber llorado?
NINA. – He pasado mala noche y no me siento bien.
BARONESA. – Si tu médico es malo, elige otro.
(Entra el príncipe Zviezdich).
BARONESA. – (Fríamente) ¡Oh, príncipe!
PRÍNCIPE. – Estuve ayer en su casa para comunicarle que nuestro picnicse ha postergado.
BARONESA. – Le ruego que se siente, príncipe.
PRÍNCIPE. – Acabo de discutir asegurando que la noticia iba a disgustarle, pero veo que usted la ha tomado con calma...
BARONESA. – Realmente me da lástima.
PRÍNCIPE. – Yo estoy muy contento. Yo daría veinte picnicspor un solo baile de máscaras.
NINA. – ¿Usted estuvo ayer en el baile de máscaras?
PRÍNCIPE. – Estuve.
BARONESA. – ¿Con qué disfraz?
NINA. – ¿Había muchas máscaras?...
PRÍNCIPE. – Sí. Bajo el antifaz he reconocido allí a muchas damas nuestras. Naturalmente, ustedes hubieran querido conocer sus nombres. (Riendo).
BARONESA. – (Apasionadamente) Yo debo declararle, príncipe, que estas calumnias me resultan completamente ridículas. ¿Cómo puede admitir que una mujer honesta se atreva a ir entre esa gente, donde cualquiera puede ofenderla y atreverse... y arriesgar a ser reconocida... ¡Oh, usted debe avergonzarse y renunciar a sus palabras!
PRÍNCIPE. – Renunciar no puedo, pero estoy dispuesto a avergonzarme.
(Entra un funcionario).
BARONESA. – ¿De dónde viene?
FUNCIONARIO. – Vengo de la administración y quería conversar sobre sus asuntos.
BARONESA. – ¿Han resuelto algo?
FUNCIONARIO. – No, pero pronto se resolverá...
¿Tal vez molesto?...
BARONESA. – De ninguna manera. (Apartándose con él, sigue conversando).
PRÍNCIPE. – (Consigo mismo). Buen tiempo ha elegido para venir con explicaciones. (Dirigiéndose a Nina) Yo la he visto hoy en un negocio.
NINA. – ¿En cuál?
PRÍNCIPE. – En la tienda inglesa.
NINA. – ¿Hace mucho?
PRÍNCIPE. – Recién.
NINA. – Es extraño que yo no lo haya reconocido.
PRÍNCIPE. – Usted estaba muy ocupada.
NINA. – (Animadamente) Elegía una pulsera igual a una que tuve. (Sacándola de la cartera) Es ésta...
PRÍNCIPE. – La pulserita es preciosa, ¿y la otra dónde está?
PRÍNCIPE. – La he perdido.
PRÍNCIPE. – ¿De veras?
NINA. – ¿Qué tiene de raro?
PRÍNCIPE. – ¿Si no es un secreto, puedo saber cuándo ha sido?
NINA. – Hace tres días, tal vez ayer o la semana pasada. ¿Para qué quiere saber cuándo ha sido?
PRÍNCIPE. – Tengo una idea un poco rara tal vez... (Aparte) Está algo turbada y mi pregunta la inquieta. ¡Oh, estas mujeres candorosas! (Dirigiéndose a ella) Quería ofrecerle mis servicios... Tal vez podríamos encontrar la otra pulsera.
NINA. – Cómo no... ¿Pero dónde?
PRÍNCIPE. – ¿Dónde la ha perdido?
NINA. – No recuerdo.
PRÍNCIPE. – ¿Seguramente en algún baile?
NINA. – Puede ser.
PRÍNCIPE. – ¿O tal vez la ha regalado a alguien de recuerdo?
NINA. – ¿De dónde ha sacado semejante conclusión? ¿A quién podría regalarla? ¿A mi marido, por ejemplo?
PRÍNCIPE. – ¡Como si en el mundo sólo existiera su marido! Tiene usted muchas amigas, no cabe la menor duda. Imaginémonos que está perdida, pero aquel que la ha encontrado, ¿recibirá de usted en pago algún agradecimiento?
NINA. – (Sonriendo) Depende...
PRÍNCIPE. – ¿Pero si él la ama, si él por haber encontrado su sueño perdido, por una sonrisa suya daría todo un mundo? ¿Si usted alguna vez le ha sugerido placeres futuros, si usted ocultándose detrás de un antifaz, con palabras amorosas lo ha acariciado...?
¡Oh!... ¡Compréndame!...
NINA. – De todo esto he comprendido una sola cosa: que usted se ha olvidado por primera y última vez de hablar conmigo con el respeto necesario.
PRÍNCIPE. – ¡Oh, Dios mío! Yo he creído... ¿Será posible que usted se haya enfadado? (Aparte) Se ha escapado muy bien... pero llegará la hora y yo lograré mi propósito. (Nina se aleja en dirección a la Baronesa).








