Текст книги "Baile De Máscaras"
Автор книги: Mikhail Lermontov
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Драматургия
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(El funcionario saluda y se va).
NINA. – Adieu, ma chére; hasta mañana, debo irme.
BARONESA. – Espera un poco, mon ange; no tuve tiempo de conversar contigo ni dos palabras. (Se besan).
NINA. – (Saliendo) Te espero desde la mañana.
(Sale).
BARONESA. – El día me parecerá largo como una semana. (Todos, menos Nina y el funcionario).
PRÍNCIPE. – (Aparte) Ya me vengaré. Vean a la mosquita muerta. Quizá soy un imbécil y seguramente renegará de lo pasado. Pero yo he reconocido la pulsera.
BARONESA. – ¿Se ha quedado pensativo, príncipe?
PRÍNCIPE. – Sí, tendré que pensarlo mucho.
BARONESA. – Por lo visto vuestra conversación fue muy animada. ¿Sobre qué era la discusión?
PRÍNCIPE. – Yo afirmaba que encontré en el baile de máscaras...
BARONESA. – ¿A quién?
PRÍNCIPE. – A ella.
BARONESA. – ¿Cómo, a Nina?
PRÍNCIPE. – Sí, se lo he demostrado.
BARONESA. – Yo veo que usted está dispuesto a avergonzar a la gente.
PRÍNCIPE. – A veces, por lo extraño, no me decido.
BARONESA. – Tenga piedad por lo menos a la distancia. Además, no tiene pruebas.
PRÍNCIPE. – ¿No tengo? Ayer mismo me entregaron una pulsera y hoy veo otra igual en sus manos.
BARONESA. – ¡Qué testimonio!... ¡Qué lógica respuesta! Si pulseras como ésas hay en cada joyería.
PRÍNCIPE. – Hoy he recorrido todas y me he convencido que no hay más que dos iguales. (Breve pausa).
BARONESA. – Mañana le daré un consejo útil a Nina: «Jamás debes confesarte a un charlatán».
PRÍNCIPE. – ¿Y el consejo para mí?
BARONESA. – ¿Para usted? Continuar con audacia el éxito obtenido y guardar con más celo el honor de las damas.
PRÍNCIPE. – Por esos dos consejos le agradezco doblemente. (Sale).
BARONESA. – (Sola) Cómo se puede jugar con tanta fragilidad con el honor de la mujer. Si yo me confesara, a mí me pasaría lo mismo. Así es que adiós, príncipe. No seré yo la que lo sacaré de esa confusión.
¡Oh, no, Dios me libre! Lo único que me extraña es que yo haya encontrado su pulsera. ¡Bien! Nina estuvo allí, he aquí la adivinanza descifrada... No sé por qué, pero yo lo amo; tal vez de aburrimiento, de despecho, de celos... sufro y ardo y no encuentro en nada mi consuelo. Me parece aún oír la risa de la multitud vacía y el rumor de palabras perversas y compasivas. No, yo me salvaré... aunque sea a costa de la otra. Yo me salvaré de esta vergüenza... aunque sea a precio del tormento de tener que renegar de nuevo de mis actos... (queda pensativa) ¡Qué cadena de terribles intrigas! (Entra Shprij. Saludando, se acerca).
BARONESA. – ¡Ah, Shprij! Tú llegas siempre a tiempo.
SHPRIJ. – ¡Qué suerte! Yo estaría muy contento de poder serle útil. Vuestro difunto marido...
BARONESA. – ¿Siempre eres tan amable?
SHPRIJ. – A su sagrado recuerdo, el barón...
BARONESA. – Hace cinco años, yo recuerdo.
SHPRIJ. – Le presté mil...
BARONESA. – Ya sé. Te daré hoy mismo el interés de los cinco años.
SHPRIJ. – Yo no tengo apuro de dinero. No faltaba más; se lo he recordado por casualidad.
BARONESA. – Dime, ¿qué novedades hay?
SHPRIJ. – En la casa de un conde he escuchado una serie de historias... De allí vengo.
BARONESA. – ¿Y no sabe nada del príncipe Zviezdich y de Arbenin?
SHPRIJ. – (Asombrado) No..., no he oído nada...
De eso han hablado algo y ya no dicen nada... (Aparte) No me acuerdo de qué se trata.
BARONESA. – Si es ya del dominio público, no hay por qué comentarlo.
SHPRIJ. – Yo quisiera saber cuál es su opinión. .
BARONESA. – Ya han sido juzgados por la sociedad. Por otra parte, yo les podría regalar algún consejo; a él le diría que las mujeres valoran la tenacidad de los hombres, ellas quieren ser heroínas logradas por encima de millares de obstáculos. Y a ella le aconsejaría ser menos severa y más modesta... Adiós, señor Shprij, mi hermana me espera a almorzar; si no, me quedaría conversando a gusto con usted. (Alejándose) Estoy salvada. Ha sido una buena lección.
SHPRIJ. – (Solo) No se preocupe, yo he comprendido su insinuación. No he de esperar que me la repita. ¡Qué rapidez de inteligencia y de imaginación!
Aquí hay una intriga... ¡Oh, sí! Yo me meto en este lío; el príncipe me quedará agradecido y le serviré de agente...
Luego vendré aquí con nuevos datos y quizá entonces reciba los intereses de los cinco años.
ESCENA II
EL GABINETE DE ARBENIN
(Arbenin solo; luego el lacayo).
ARBENIN. – Es evidente que son celos, pero no encuentro las pruebas. Temo caer en un error, pero no tengo fuerza para soportarlo. Dejar las cosas como están y olvidar aquel delirio... Semejante vida es peor que la muerte. He visto a gente con alma fría que duerme tranquilamente durante la tempestad. ¡Cómo la envidio!
LACAYO. – (Entrando) Abajo está esperando un señor que ha traído una cartita para la señora, de parte de la condesa.
ARBENIN. – ¿De quién?
LACAYO. – No he comprendido.
ARBENIN. – ¿Una cartita para Nina? (Sale. El lacayo queda).
AFANASIO PAVLOVICH KAZARIN Y EL
LACAYO
LACAYO. – Recién acaba de salir el señor; espérelo un poco.
KAZARIN. – Bueno. Está bien.
LACAYO. – Se lo voy a comunicar. (Sale).
KAZARIN. – Estoy dispuesto a esperar un año, o cuanto quiera; señor Arbenin; yo esperaré. Mis asuntos valen más y estoy muy triste. Necesito un camarada muy hábil. No sería malo que él, a menudo tan generoso, que tiene más de tres mil siervos, techo y escudo, me ayude en esta ocasión. Habría que atraer nuevamente a Arbenin al juego. Será fiel a su pasado, sabrá defender a sus amigos y no se avergonzará ante los hijos. Para esta juventud hace falta sencillamente un puñal. Por más que le hables y te empeñes, no conocen ni la envidia, ni saben detenerse a tiempo, ni a tiempo demostrar su honradez. Mirad no más cuántos viejos llegaron a puestos importantes sólo con el juego. Desde el barro se vincularon con la sociedad y adelantaron; ¿y todo eso por qué es? Siempre sabían conservar la decencia, defender sus leyes, cumplir sus reglamentos, y vedlos con honores y millones...
KAZARIN Y SHPRIJ
SHPRIJ. – ¡Oh, Afanasio Pavlovich! ¡Qué milagro!
¡Qué contento estoy de verlo! No pensaba encontrarlo aquí.
KAZARIN. – ¡Y yo también! ¿Está de visita?
SHPRIJ. – Sí. ¿Y usted?
KAZARIN. – Como siempre.
SHPRIJ. – No está mal que nos encontráramos; tengo un asunto que resolver con usted.
KAZARIN. – Tú solías tener muchos asuntos, pero jamás te he visto ocupado en uno solo.
SHPRIJ. – (Aparte) Los buenos modos para ustedes están de más. Sin embargo, me hace falta...
KAZARIN. – Yo también debo hablarte sobre algo muy importante para mí.
SHPRIJ. – Pues bien, nos ayudaremos mutuamente.
KAZARIN. – ¿De qué se trata?... Habla.
SHPRIJ. – Permítame preguntarle sólo una cosa: he oído que su amigo Arbenin... (Haciendo un gesto aludiendo a que su amigo es un cornudo).
KAZARIN. – ¿Cómo?... ¡No puede ser! ¿Estás seguro?...
SHPRIJ. – Dios lo sabe. Hace cinco minutos que yo mismo he intercedido. ¿Quién ha de saber sino yo?
KAZARIN. – El demonio está siempre en todas partes.
SHPRIJ. – Ya ve; la esposa..., no recuerdo bien si fue en la misa. o en un baile de máscaras se encontró con un príncipe; ella le pareció bastante linda y muy pronto el príncipe fue dichoso y querido; de pronto la hermosa renegó de sus actitudes de la víspera y el príncipe, enfurecido, fue a contarlo en todas partes, sin tener en cuenta que podía pasar una desgracia. A mí me pidieron que arreglara ese asunto... Y comenzando, todo viene a punto bien maduro. El príncipe prometió callar y vuestro seguro servidor escribió una carta que inmediatamente se entregó a la dirección necesaria.
KAZARIN. – Ten cuidado, no te arranque las orejas.
SHPRIJ. – He estado en líos aún peores y he salido sin batirme en duelo.
KAZARIN. – ¿Y no has sido jamás herido?
SHPRIJ. – Para usted todas son bromas, risas... Yo siempre digo que no debe arriesgarse la vida sin objeto.
KAZARIN. – Desde luego, una vida así, por nadie apreciada, es un gran pecado arriesgarla sin utilidad.
SHPRIJ. – Dejemos esto a un lado; pues yo quería hablar con usted de algo muy importante.
KAZARIN. – ¿De qué se trata?
SHPRIJ. – Parece una anécdota, pero el asunto es el siguiente...
KAZARIN. – Habrá que aplazar todos los asuntos, pues me parece que se acerca Arbenin.
SHPRIJ. – No hay nadie todavía. Hace poco me han traído de parte del conde Vrut cinco perros de raza.
KAZARIN. – Por Dios, que tu anécdota es entretenida.
SHPRIJ. – Su hermano es cazador y podía hacer una buena compra...
KAZARIN. – Entonces Arbenin ha quedado burlado...
SHPRIJ. – Escúcheme...
KAZARIN. – Cayó en una trampa y fue evidentemente engañado. Después de esto, como para casarse...
SHPRIJ. – Su hermano quedaría encantado con esa compra.
KAZARIN. – La fidelidad y el casamiento son cosas incompatibles. No te vayas a casar, Shprij.
SHPRIJ. – Hace tiempo que estoy casado.
Escúcheme, una de las cosas es importante.
KAZARIN. – ¿La esposa?
SHPRIJ. – No, el perro.
KAZARIN. – (Aparte) ¡Cómo lo tienen los perros!
Escúcheme, mi querido amigo. No sé cuál será la esposa que Dios me dará, pero creo que tú no venderás fácilmente esos perros.
(Arbenin entra con una carta en la mano, sin notar a Kazarin ni a Shprij).
SHPRIJ. – Está pensativo leyendo esa carta; sería interesante saber si...
ARBENIN. – (Habla solo sin notarlos) ¡Qué gratitud! No hace mucho que he salvado su honor y su futuro casi sin conocerlo y he aquí que, como una víbora, comete esta bajeza jamás vista... Jugando como un ladrón entró a mi casa, cubriéndome de vergüenza y deshonor... Y yo, sin poder creer a mis propios ojos, olvidando la amarga experiencia de tantos años, como un niño que no conociera la gente, no me atrevía a sospechar de semejante crimen. He creído que toda la culpa era de ella... Pero no sabe él quién es esta mujer...
Como un extraño sueño lo obligaré a olvidar esta aventura nocturna. Él no pudo olvidarla y ha empezado a buscar hasta encontrarla sin poder detenerse... ¡Qué gratitud!... He visto mucho en el mundo y sigo asombrándome. (Leyendo en voz alta la carta). «¡La he encontrado! Pero no ha querido usted reconocer... Su candor fue muy al caso. Tiene usted razón... ¡Qué puede ser más terrible que el ruego! Podrían habernos escuchado por casualidad. Entonces no es el desprecio ni el horror lo que he leído en vuestra ardiente mirada; usted quiere que se conserve el secreto y así seguirá siéndolo. Pero antes que renunciar a usted me dejaré matar».
SHPRIJ. – ¡La carta! Eso mismo...; se ha perdido todo.
ARBENIN. – Conque es un conquistador realmente hábil. Tengo deseos de contestarle con un duelo. (Notando a Kazarin)
¿Y tú estabas aquí?
KAZARIN. – Estoy esperando hace una hora.
SHPRIJ. – (Aparte) Iré a la casa de la baronesa; que se preocupe ella y haga lo que quiera. (Saliendo sin ser notado).
KAZARIN. – Estoy con Shprij... ¿Dónde está?
(Mirando a su alrededor) Ha desaparecido. ¡Es la carta!
Ahora comprendo todo. (A Arbenin) Estabas preocupado
ARBENIN. – Sí, estaba pensativo.
KAZARIN. – Sobre la fragilidad de las esperanzas y el bienestar terrenal...
ARBENIN. – Más o menos... Pensaba en la gratitud.
KAZARIN. – Sobre este asunto hay opiniones diferentes. Pero por más que haya diferencia de opinión, el tema es digno de reflexión.
ARBENIN. – ¿Y cuál es tu opinión?
KAZARIN. – Yo creo, amigo, que la gratitud es una cosa que depende del valor del servicio prestado y que muchas veces o casi siempre el bien está en nuestras manos. Por ejemplo, he aquí que ayer de nuevo Slukin perdió casi cinco mil rublos y yo, por Dios, le estoy muy agradecido; y mientras bebo, como y duermo no hago más que pensar en él.
ARBENIN. – Kazarin, tú no haces más que bromas.
KAZARIN. – ¡Escúchame! Yo te quiero y vamos a hablar en serio. Pero hazme el favor, hermano, de dejar ese aspecto terrible, y yo abriré ante ti todos los secretos de la sabiduría humana. ¿Quieres escuchar mi opinión sobre la gratitud? Ten un poco de paciencia. Por más que expliquemos a Voltaire y Descartes, el mundo para mí es un juego de naipes y la vida el banquero; el azar un faro y yo aplico a la gente las reglas del juego. Por ejemplo, para explicarlas ahora me imagino que he jugado al As; lo he hecho por presentimiento, porque soy supersticioso para las cartas; supongamos que por casualidad y sin engaño, él haya ganado, yo estoy muy contento, pero no le puedo agradecer al As y seguiré apostándole hasta cansarme; y luego, en conclusión, quedará bajo la mesa una carta destrozada. Pero tú no me escuchas, mi querido.
ARBENIN. – (Pensativo) En todas partes reina el mal y el engaño. Y yo ayer, como un tonto, he escuchado en silencio cómo ha sucedido...
KAZARIN. – (Aparte) Sigue pensativo.
(Dirigiéndose a Arbenin) Ahora pasaremos a otro caso y lo analizaremos, pero poco a poco para no confundirlo.
Supongamos, por ejemplo, que tú quieras nuevamente abandonarte al juego o al libertinaje y tu amigo te dijese:
«¡Eh, cuidado, hermano!», y te diese otros sabios consejos; tú le escucharías y le desearías buenas noches y muchos años felices. Y si tratase de curarte de tu vicio por el vino, debes emborracharlo inmediatamente, y en cuanto a los naipes, ganarle inmediatamente una partida a cambio de sus consejos y si se salva en el juego debes ir al baile y enamorar a su mujer y si no te enamoras, por lo menos conquistarla para vengarte del marido, y en ambos casos tendrás razón, amigo; le darás por el consejo una lección.
ARBENIN. – Eres un notable moralista. Todos te conocen... Pero en cuanto al príncipe, le pagaré por la lección con mi honradez.
KAZARIN. – (Sin prestar atención a sus palabras) El último punto lo debo aclarar. Tú amas una mujer, por ejemplo; le das en sacrificio tu honor, tu riqueza, tu amistad y tu vida tal vez; la rodeas de honores y diversiones, pero, ¿por qué te debe estar ella agradecida?
Tú habrás hecho todo eso quizá no por pasión, sino en parte por amor propio; para poseerla, tú te sacrificas, pero no es por su felicidad. ¡Sí! Piénsalo fríamente y me dirás que todo en el mundo es convencional.
ARBENIN. – (Disgustado) Sí, sí, tienes razón; ¿qué es el amor para las mujeres? Ellas siempre necesitan nuevas victorias y tal vez ruegos, llanto y tormentos, y le parecerá ridículo este aspecto y esta voz implorante.
Tienes razón: es tonto aquel que cree, que sueña encontrar en una sola mujer el paraíso terrenal.
KAZARIN. – Tú piensas con mucha sensatez, aunque eres casado y feliz.
ARBENIN. – ¿En serio?
KAZARIN. – ¿No te parece?
ARBENIN. – Yo, feliz... sí...
KAZARIN. – Yo estoy contento, aunque lamento que estés casado.
ARBENIN. – ¿Por qué?
KAZARIN. – Así no más... Recuerdo nuestro pasado... cuando contigo bebíamos a cuenta de no recuerdo quién y éramos dos muchachos sin cabeza.
¡Qué tiempos aquéllos! A la mañana descansando con los recuerdos agradables de la víspera, luego el almuerzo, el vino, Raúl, el honor en copas talladas, brillantes y con espuma desbordante, conversaciones animadas de agudezas, luego el teatro..., el alma estremecida pensando cómo atraer a las bailarinas o a las actrices... ¿No es verdad que antes todo era mejor y más barato? La obra ha terminado y corremos apresurados a la casa de un amigo... entramos... el juego está en su apogeo; junto a los naipes, columnas de monedas de oro; unos arden y otros palidecen. Nos sentamos y comienza de nuevo una batalla y parece nuestra alma atravesada de pasiones y sensaciones incontenibles, y con frecuencia una idea gigante como un resorte levanta y enciende nuestra mente... y si vences al enemigo con tu habilidad, te parecerá que el propio Napoleón es lastimoso y ridículo, pues creerás que tienes el destino humildemente a tus pies.
(Arbenin se aparta).
ARBENIN. – ¡Oh! ¡Quién me devolverá aquellas tempestuosas esperanzas, quién me devolviera aquellos días insoportables y ardientes! Por aquellos días yo daría mi dicha ignorada y la tranquilidad; pero no son para mí... ¿Acaso estoy hecho para ser marido o padre de familia? ¿Yo, a mí, que he probado todas las debilidades, los vicios y las perversidades y ante su rostro jamás he temblado? ¡Fuera de mí, ángel benefactor! Yo no te conozco. Yo he sido engañado y nuestra breve unión desde hoy queda rota, destrozada. Adiós, adiós... (Se deja caer sobre una silla y se cubre el rostro con las manos).
KAZARIN. – ¡Ahora me pertenece!
ESCENA III
LAS HABITACIONES DEL PRÍNCIPE. LA PUERTA QUE UNE LAS DOS HABITACIONES ESTÁ ABIERTA; ÉL SE HALLA ACOSTADO SOBRE UN SOFÁ
IVÁN Y LUEGO ARBENIN
(El lacayo Iván mira el reloj).
IVÁN. – Ya son más de las siete y me ha ordenado despertarlo cuando suenen las ocho. Como duerme a la rusa y no a la moda, tendré tiempo de ir hasta la cantina.
Cerraré la puerta con candado, es más seguro, pero... parece que sube alguien por la escalera; diré que no está en casa y rápidamente los haré marchar. (Entra Arbenin).
ARBENIN. – ¿Está el príncipe en casa?
LACAYO. – No está en casa, señor.
ARBENIN. – No es verdad.
LACAYO. – Hace cinco minutos que se acaba de ir.
ARBENIN. – (Escuchando) ¡Mientes! Está aquí.
(Señalando el escritorio del príncipe) Y está durmiendo, por lo visto, dulcemente; desde aquí se escucha su pausada respiración. (Aparte) Pero pronto dejarás de hacerlo.
LACAYO. – (Aparte) Qué oído tiene...
(Dirigiéndose a Arbenin) El príncipe me ha prohibido despertarlo.
ARBENIN. – Le gusta dormir... tanto mejor, ya dormirá para siempre en paz, en sueño eterno. (Al lacayo) Creo que ya le he dicho que deberé esperar hasta que se despierte. (El lacayo sale).
ARBENIN. – (Solo) Ha llegado el momento.
Ahora o nunca. Ahora pondré a prueba todo, sin trabajo y sin temor; demostraré a nuestra generación que por lo menos hay un espíritu que sabe responder con frutos cuando le cae la semilla de la ofensa y la humillación.
¡Oh! Yo no soy de ellos. Es tarde para mí. Gritando atraería al enemigo y ellos reirían..., pero ahora no podrán hacerlo, ¡oh, no! Yo no soy de ésos. No permitiré ni una hora más sobre mi cabeza esta vergüenza insoportable. (Acercándose a la puerta) Duerme. ¿Qué es lo que verá en sueños por última vez?
(Con sonrisa terrible) Yo creo que él morirá del golpe.
Ha dejado la cabeza colgando... Yo le ayudaré a la sangre... Y todo a cuenta de la naturaleza. (Entra en la habitación. Después de dos minutos sale con el rostro pálido) ¡No puedo! (Pausa) Sí, es más fuerte que mi voluntad. Yo me he traicionado, he temblado por primera vez en mi vida. ¿Hace mucho que soy un cobarde, acaso?... ¿Un cobarde?... ¿Quién lo ha dicho?...
Yo mismo, y eso es cierto... ¡Qué vergüenza! ¡Huye, avergüénzate, hombre despreciable! ¡A ti, como a los demás, nuestro siglo te ha aplastado! Por lo visto te vanagloriabas lastimosamente..., lastimosamente, por cierto, y te has cansado y te encuentras bajo el yugo de la civilización. No has sabido amar y has desviado la venganza. Has llegado y... y no puedes, y no has podido.
(Pausa. Se sienta) He querido abarcar mucho; debo elegir un camino seguro y el intento enciende profundamente mi corazón atormentado. ¡Así es, así es!
El vivirá, el asesinato ya no está de moda. A los asesinos los castigan en la plaza pública. Así es, he nacido en el seno de un pueblo instruido; el idioma y el oro son nuestro puñal y nuestro veneno!
(Tomando una hoja de papel y la pluma del tintero que está sobre la mesa, escribe; luego toma el sombrero y se dirige a la puerta, y en ese momento se enfrenta con una dama con un velo).
DAMA. – (Con velo) ¡Ay! ¡Todo ha fracasado!...
ARBENIN. – ¿Qué es esto?
DAMA. – (Arrancándose de sus brazos) ¡Déjeme pasar!
ARBENIN. – ¡No! ¡Este no es un grito fingido de una benefactora sobornada! (Dirigiéndose a ella)
¡Cállese! Ni una palabra, o si no en el instante... ¿Qué sospecha es ésta?... Levante ese velo mientras estamos solos.
DAMA. – Me he equivocado... He entrado aquí por un error.
ARBENIN. – Sí, se ha equivocado en la hora y el lugar.
DAMA. – ¡Por Dios, déjeme pasar! ¡Yo a usted no lo conozco!
ARBENIN. – Su turbación me extraña... Usted debe descubrirse. Levante el velo. Él está durmiendo y puede levantarse en cualquier momento. Yo lo sé todo...
Pero debo convencerme...
DAMA. – ¿Lo sabe todo?
(Levantando el velo de la dama, retrocede asombrado; luego vuelve en sí).
ARBENIN. – Agradezco al Creador, que me ha permitido hoy no equivocarme.
BARONESA. – ¡Oh! ¿Qué es lo que he hecho?
¡Ahora todo ha terminado!
ARBENIN. – La desesperación está fuera de lugar.
No es muy agradable, ni muy divertido, por cierto, en una hora como ésta, en vez de recibir abrazos apasionados, encontrarse con una mano fría. Un instante de temor no es todavía una gran desgracia. Yo soy modesto y sabré callar. Puede usted agradecer a Dios que soy yo precisamente y no otro; si no, la noticia correría por la ciudad como un reguero de pólvora.
BARONESA. – ¡Ah! ¡Él se ha despertado, habla!
ARBENIN. – Está hablando en sueños... Cálmese, yo ya me voy. Pero explíqueme únicamente, ¿qué poder tiene Cupido que este hombre la ha embrujado y por él todas las mujeres se encienden de pasión? ¿Por qué no es él el que está desesperado a sus pies rogándole con juramentos y con lágrimas? ¿Pero es usted, es usted misma, esa mujer espiritual, que ha olvidado la vergüenza y que ha venido a entregarse? Explíqueme qué poder tiene para que otra mujer, que en nada vale menos que usted, también está dispuesta entregar todo, la felicidad, la vida, el amor, por una sola mirada y una sola palabra. ¿Para qué?... ¡Oh, soy un imbécil!
(Enfurecido) ¿Para qué, para qué?...
BARONESA. – (Categórica) Ya comprendo de que me habla... Ya sé para qué ha venido...
ARBENIN. – ¡Cómo! ¿Quién le ha contado?
(Cambiando de tono) ¿Qué es lo que sabe?...
BARONESA. – ¡Oh! Yo le ruego que me perdone...
ARBENIN. – Yo no la he acusado. Por el contrario, me alegro por la felicidad de mi amigo.
BARONESA. – Estoy enceguecida por la pasión; yo soy culpable de todo, pero escúcheme...
ARBENIN. – ¿Por qué? A mí realmente me da lo mismo..., soy enemigo de la moral severa.
BARONESA. – Si no fuera por mí, no hubiera existido la carta, ni...
ARBENIN. – ¡Ah! ¡Esto es ya demasiado!... ¡La carta!. .., ¿Qué carta? ¡Ah! ¡Entonces es usted quien los ha juntado... y los ha aleccionado!... ¿Hace mucho que usted se empeña en ese nuevo papel? ¿Qué es lo que la ha empujado?... ¿Usted trae aquí sus inocentes víctimas o es que la juventud viene a usted? Sí, reconozco que usted es todo un tesoro, pero ya no me extraña el libertinaje de nuestras damas.
BARONESA. – ¡Oh, Dios mío!...
ARBENIN. – Le hablo sin halago... ¿Cuánto le pagan por sus servicios estos señores?
BARONESA. – (Cae sentada sobre un sillón) ¡Pero usted es inhumano!...
ARBENIN. – Sí, me he equivocado, soy culpable.
¡Usted lo hace por su honor! (Quiere salir).
BARONESA. – ¡Oh! ¡Voy a perder el juicio!...
Espere... Se va, no quiere escucharme... ¡Oh... me muero!...
ARBENIN. – Y bien, continúe, eso la conducirá a la gloria... No me tenga miedo y despidámonos... Pero Dios me libre encontrarnos nuevamente... Usted me ha quitado todo, todo en el mundo; la he de perseguir siempre y en todas partes; en la calle o en su soledad y en la sociedad! Y si nos encontráramos... sería para ambos una desgracia... Yo la mataría... pero la muerte sería un premio que debo guardar para castigar a otra.
Usted ve que yo soy bueno; a cambio de los tormentos del infierno le dejo el paraíso de la tierra. (Sale).
LA BARONESA SOLA
BARONESA. – (Dirigiéndose a Arbenin, que sale) Escúcheme, le juro que fue un engaño... ella es inocente... y la pulsera... todo fue cosa mía... todo fue obra mía... ¡Se fue y no me oye! ¿Qué hacer? En todas partes la desesperación... ¡Debo decirle! Yo quiero salvarlo, cueste lo que cueste. Le rogaré, me humillaré, engañaré, hasta puedo llegar a fingir cualquier cosa... pero... él se ha levantado... viene... ¡Oh, qué tormento!
LA BARONESA Y EL PRÍNCIPE
PRÍNCIPE. – (Desde la otra habitación) ¡Iván!
¿Quién está allí?... He oído voces. ¡Qué gente! No se puede uno acostar a dormir ni por media hora.
(Aparece) ¡Ah! ¡Qué visita! Hermosa, me alegro mucho verla. (La reconoce y se echa atrás). ¡Ay, baronesa! ¡No, no puede ser, es increíble!...
BARONESA. – ¿Por qué ha retrocedido? (Con voz débil) ¿Está asombrado?
PRÍNCIPE. – (Algo turbado) Naturalmente, me es muy agradable... Pero esta felicidad no la esperaba.
BARONESA. – Y sería extraño que la esperase.
PRÍNCIPE. – ¿En qué he estado pensando? ¡Oh, si yo hubiera sabido!
BARONESA. – Usted hubiera podido saber todo y, sin embargo, no sabía nada.
PRÍNCIPE. – Estoy dispuesto a pagar mi culpa y recibiré todo castigo con humildad; estaba ciego y mudo; mi ignorancia, los hechos... y ahora no encuentro ni palabra... (Tomándola de las manos) ¡Pero sus manos están heladas! ¡Su rostro revela sufrimiento! ¿Acaso duda de mis palabras?
BARONESA. – ¡Usted se equivoca! No he venido a pedir amor, ni rogar su reconocimiento; he decidido venir a verlo olvidando el temor y la vergüenza natural entre nosotros, para cumplir una obligación sagrada. Mi vida ha pasado y la que me espera es muy distinta. Pero fui motivo de una desgracia y habiendo decidido abandonar la sociedad para siempre, quería arreglar algunas cosas y para eso he venido. Estoy dispuesta a soportar mi vergüenza, y si yo no me he salvado, trataré de salvar a la otra.
PRÍNCIPE. – ¿Qué significa esto?
BARONESA. – No me interrumpa: me ha costado mucho esfuerzo decidirme a hablar de esta manera. Sólo usted, sin saberlo, fue causa de todos mis dolores. Sin embargo, yo debo salvarlo... ¿Por qué? No sé... Usted no merece todos estos sacrificios; usted no puede amar... ni comprenderme... y quizá tal vez no es eso lo que yo quiero..., pero escúcheme. Hoy he sabido, puedo decirlo, total es lo mismo..., usted le ha enviado ayer a la esposa de Arbenin, imprudentemente, una carta... Por las palabras suyas se podría suponer que ella lo quiere.
¡Pero eso es mentira, mentira! ¡No crea, por Dios!... ¡Esa idea nos perderá a todos, a todos! Ella no sabe nada...
¡Pero el marido ha leído la carta y es terrible en el amor y en el odio! Él estuvo aquí... él lo matará... está acostumbrado a la maldad... usted es tan joven...
PRÍNCIPE. – En vano es su temor; Arbenin hace mucho tiempo que conoce la sociedad y es demasiado inteligente para decidirse a hablar públicamente y por último terminar sin necesidad, de una manera sangrienta, esta comedia. Si él se ha enfadado, no es todavía una desgracia. Tomará las pistolas, mediremos los treinta y dos pasos... y le aseguro que estos galones no los he recibido por haber huido del enemigo.
BARONESA. – Pero si su existencia para alguien tiene más valor que para usted... y está vinculada con su vida... ¿Pero y si lo mataran? Si lo matan... ¡Oh, Dios, yo seré culpable de todo!
PRÍNCIPE. – ¿Usted?
BARONESA. – Tenga piedad...
PRÍNCIPE. – (Pensativo) Yo debo ir al duelo: yo soy culpable ante él, he herido su honor aunque no lo sabía, pero no puedo justificarme.
BARONESA. – Hay un medio.
PRÍNCIPE. – Acaso sea mentir. Encuéntreme otra solución. Yo no mentiré para conservar la vida. ¡Voy en seguida!
BARONESA. – Un momento... no vaya... escúcheme. (Tomándolo del brazo) Todos estáis engañados... Aquella mascarita... (Inclinándose casi sobre la mesa) fui yo.
PRÍNCIPE. – ¿Cómo? ¿Usted?... ¡Oh, qué ilusión!.
(Pausa). ¿Pero Shprij? Él me dijo... ¡Él es el culpable de todo!
BARONESA. – (Volviéndose y apartándose algo) Fueron momentos de olvido, una locura terrible de la que me arrepiento ahora. Ya ha pasado y olvídese de todo. Devuélvale la pulsera, que fue encontrada por casualidad por este destino extraño y prométame que este secreto quedará entre nosotros... A mí me juzgará Dios y a usted lo perdonará... Yo me retiro... y pienso que ya no nos veremos más. (Acercándose a la puerta, ve que él quiere seguirla) No me siga. (Sale).
PRÍNCIPE. – (Solo. Después de larga reflexión) Realmente no sé qué pensar. De todo esto sólo comprendo que he perdido una ocasión feliz como un simple escolar. Dejándola ir sin hacer nada.
(Acercándose a la mesa) Pero... ¿y esta carta? ¿De quién es? ¿De Arbenin?... ¿Qué dice?... «Estimado príncipe.: Te espero hoy en lo de M. a la noche; habrá de todo y pasaremos un rato alegre. No te quise despertar, para que siguieras durmiendo toda la tarde. Adiós. Te espero sin falta. Tuyo sinceramente. Eugenio Arbenin». Hace falta realmente un ojo muy especial para ver en esto una amenaza. ¿Dónde se ha visto que se invite a una cena antes de convocar a un duelo?
ESCENA IV
LA HABITACIÓN DE M.
(Kazarin, el dueño y Arbenin se sientan y juegan a los naipes).
KAZARIN. – ¿Con que has dejado todas tus rarezas con las que honras la sociedad y vuelves tus pasos al pasado?... La idea es estupenda. Tú deberías ser poeta y más aún, por todos los rasgos, un genio; te sofoca el círculo doméstico. Dame la mano, querido amigo. ¿Eres nuestro?
ARBENIN. – Soy vuestro. Del pasado no ha quedado ni la sombra.
KAZARIN. – Es agradable ver, ya lo creo, cómo la gente inteligente mira ahora las cosas. La decencia para ellos es más terrible que las cadenas... ¿Verdad?
¿Jugaremos la partida a medias?
DUEÑO. – ¡Pero al príncipe hay que pellizcarlo un poco!
KAZARIN. – Sí... sí. (Aparte) El encuentro va a ser interesante.
DUEÑO. – Veremos. Llega un coche... (Se oyen ruidos).
ARBENIN. – Es él.
KAZARIN. – ¿Te tiembla la mano?...
ARBENIN. – ¡Oh, no es nada! Es la falta de costumbre. (Entra el príncipe).
DUEÑO. – ¡Oh, príncipe, qué alegría para mí! Le ruego que se siente; quítese el sable. Jugamos una terrible partida.
PRÍNCIPE. – ¡Oh, yo estoy dispuesto a observar!
ARBENIN. – ¿Desde aquel día usted tiene miedo aun?
PRÍNCIPE. – No, con usted, desde luego, no tengo miedo. (Aparte) Siguiendo las reglas de la sociedad, al marido le concedo y a la mujer le arrastro el ala... Con tal de ganar allí, aquí puedo perder. (Se sienta).
ARBENIN. – Hoy estuve en su casa.
PRÍNCIPE. – He leído su cartita y, como ve, soy obediente.
ARBENIN. – En la entrada encontré a alguien un poco confundida y alarmada.
PRÍNCIPE. – ¿Y la reconoció?
ARBENIN. – (Riendo) Creo que la reconocí.
Príncipe, usted es un conquistador peligroso. He comprendido todo. He adivinado todo.
PRÍNCIPE. – (Aparte) Por lo visto, no ha comprendido nada. (Se aparta y deja el sable).
ARBENIN. – No hubiera querido que mi mujer le gustase a usted.
PRÍNCIPE. – (En tono distraído) ¿Por qué?