Текст книги "El Viejo y el Mar"
Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй
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Классическая проза
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Las burbujas iridiscentes eran bellas. Pero eran la cosa más falsa del mar y el viejo gozaba viendo cómo se las comían las tortugas marinas. Las tortugas las veían, se les acercaban por delante, luego cerraban los ojos de modo que, con su carapacho, estaban completamente protegidas, y se las comían con filamentos y todo. El viejo gustaba de ver a las tortugas comiéndoselas y gustaba de caminar sobre ellas en la playa, después de una tormenta, y oírlas reventar cuando les ponía encima sus pies callosos.
Le encantaban las tortugas verdes y los careyes con su elegancia y velocidad y su gran valor y sentía un amistoso desdén por las estúpidas tortugas llamadas caguamas, amarillosas en su carapacho, extrañas en sus copulaciones, y comiendo muy contentas las aguas malas con sus ojos cerrados.
No sentía ningún misticismo acerca de las tortugas, aunque había navegado muchos años en barcos tortugueros. Les tenía lástima; lástima hasta a los grandes “baúles” que eran tan largos como el bote y pesaban una tonelada. Por lo general, la gente no tiene piedad de las tortugas porque el corazón de una tortuga sigue latiendo varias horas después que han sido muertas. Pero el viejo pensó: “También yo tengo un corazón así y mis pies y mis manos son como los suyos”. Se comía sus blancos huevos para darse fuerza. Los comía todo el mes de mayo para estar fuerte en septiembre y salir en busca de los peces verdaderamente grandes.
También tomaba diariamente una taza de aceite de hígado de tiburón sacándolo del tanque que había en la barraca donde muchos de los pescadores guardaban su aparejo. Estaba allí, para todos los pescadores que lo quisieran. La
mayoría de los pescadores detestaba su sabor. Pero no era peor que levantarse a las horas en que se levantaban y era muy bueno contra todos los catarros y gripes y era bueno para sus ojos.
Ahora el viejo alzó la vista y vio que el ave estaba girando de nuevo en el aire.
– Ha encontrado peces -dijo en voz alta.
Ningún pez volador rompía la superficie y no había desparrame de peces de carnada. Pero mientras miraba el anciano, un pequeño bonito se levantó en el aire, giró y cayó de cabeza en el agua. El bonito emitió unos destellos de plata al sol y después que hubo vuelto al agua, otro y otro más se levantaron y estaban brincando en todas las direcciones, batiendo el agua y dando largos saltos detrás de sus presas, cercándolas, espantándolas.
“Si no van demasiado rápidos los alcanzaré” pensó el viejo, y vio la mancha batiendo el agua, de modo que era blanca de espuma, y ahora el ave picaba y buceaba en busca de los peces, forzados a subir a la superficie por el pánico,
– El ave es una gran ayuda -dijo el viejo. Justamente entonces el sedal de popa se tensó bajo su pie, en el punto donde había guardado un rollo de sedal, y soltó los remos y tanteó el sedal para ver qué fuerza tenían los tirones del pequeño bonito; y sujetando firmemente el sedal, empezó a levantarlo. El retemblor iba en aumento según tiraba y pudo ver en el agua el negro-azul del pez, y el oro de sus costados, antes de levantarlo sobre la borda y echarlo en el bote. Quedo tendido a popa, al sol, compacto y en forma de bala, sus grandes ojos sin inteligencia mirando fijamente mientras dejaba su vida contra la tablazón del bote con los rápidos y temblorosos golpes de su cola. El viejo le pegó en la cabeza para que no siguiera sufriendo y le dio una patada. El cuerpo del pez temblaba todavía a la sombra de popa.
– Bonito -dijo en voz alta-. Hará una linda carnada. Debe de pesar diez libras.
No recordaba cuánto tiempo hacía que había empezado a hablar solo en voz alta cuando no tenía a nadie con quien hablar. En los viejos tiempos, cuando estaba solo, cantaba; a veces, de noche, cuando hacía su guardia al timón de las chalupas y los tortugueros cantaba también. Probablemente había empezado a hablar en voz alta cuando se había ido el muchacho. Pero no recordaba. Cuando
él y el muchacho pescaban juntos, generalmente hablaban únicamente cuando era necesario. Hablaban de noche o cuando los cogía el mal tiempo. Se consideraba una virtud no hablar innecesariamente en el mar y el viejo siempre lo había considerado así y lo respetaba. Pero ahora expresaba sus pensamientos en voz alta muchas veces, puesto que no había nadie a quien pudiera mortificar.
– Si los otros me oyeran hablar en voz alta creerían que estoy loco -dijo en voz alta-. Pero, puesto que no estoy loco no me importa. Los ricos tienen radios que les hablan en sus embarcaciones y les dan las noticias del béisbol
“Esta no es hora de pensar en el béisbol, -pensó-. Ahora hay que pensar en una sola cosa. Aquella para la que he nacido. Pudiera haber un pez grande en torno a esa mancha -pensó-. Solo he cogido un bonito extraviado de los que estaban comiendo. Pero están trabajando rápidamente y a lo lejos. Todo lo que asoma hoy a la superficie viaja muy rápidamente y hacia el nordeste. ¿Será la hora? ¿O será alguna señal del tiempo que yo no conozco?”
Ahora no podía ver el verdor de la costa; sólo las cimas de las verdes colinas que asomaban blancas como si estuvieran coronadas de nieve y las nubes parecían altas montañas de nieve sobre ellas. El mar estaba muy oscuro y la luz hacía prismas en el agua. Y las miríadas de lunares del plancton eran anuladas ahora por el alto sol y el viejo solo veía los grandes y profundos prismas en el agua azul que tenía una milla de profundidad y en la que sus largos sedales descendían verticalmente.
Los pescadores llamaban bonitos a todos los peces de esa especie y solo distinguían entre ellos por sus nombres propios cuando venían a cambiarlos por carnadas. Los bonitos estaban de nuevo abajo. El sol calentaba fuerte y el viejo lo sentía en la parte de atrás del cuello, y sentía el sudor que le corría por la espalda mientras remaba.
“Pudiera dejarme ir a la deriva -pensó-, y dormir y echar un lazo al dedo gordo del pie para despertar si pican. Pero hoy hace ochenta y cinco días y tengo que aprovechar el tiempo.”
Justamente entonces, mientras vigilaba los sedales, vio que una de las varillas verdes se sumergía vivamente.
– Sí -dijo-. Sí -y monto los remos sin golpear el bote.
Cogió el sedal y lo sujetó suavemente en el índice y el pulgar de la derecha. No sintió tensión ni peso y aguanto ligeramente. Luego volvió a sentirlo. Esta vez fue un tirón de tanteo, ni sólido ni fuerte, y el viejo se dio cuenta, exactamente, de lo que era. A cien brazas más abajo una aguja estaba comiendo las sardinas que cubrían la punta y el cabo del anzuelo en el punto donde el anzuelo, forjado a mano, sobresalía de la cabeza del pequeño bonito.
El viejo sujeto delicada y blandamente el sedal y con la mano izquierda lo soltó del palito verde. Ahora podía dejarlo correr entre sus dedos sin que el pez sintiera ninguna tensión.
“A esta distancia de la costa, en este mes, debe de ser enorme -pensó el viejo. Cómelas, pez. Cómelas. Por favor, cómelas, están de lo más frescas; y tu, ahí, a seiscientos pies en el agua fría y a oscuras. Da otra vuelta en la oscuridad y vuelve a comértelas.”
Sentía el leve y delicado tirar y luego un tirón más fuerte cuando la cabeza de una sardina debía de haber sido más difícil de arrancar del anzuelo. Luego nada.
– Vamos, ven -dijo el viejo en voz alta-. Da otra vuelta. Da otra vuelta. Ven a olerlas. ¿Verdad que son sabrosas? Cómetelas ahora, y luego tendrás un bonito. Duro y frío y sabroso. No seas tímido, pez. Cómetelas.
Esperó con el sedal entre el índice y el pulgar, vigilándolo y vigilando los otros al mismo tiempo, pues el pez pudiera virar arriba o abajo. Luego volvió a sentir la misma y suave tracción.
– Lo cogerá -dijo el viejo en voz alta-. Dios lo ayude a cogerlo.
No lo cogió, sin embargo. Se fue y el viejo no sintió nada más.
– No puede haberse ido -dijo-. ¡No se puede haber ido, maldito! Está dando una vuelta. Es posible que haya sido enganchado alguna otra vez y que recuerde algo de eso.
Luego sintió un suave contacto en el sedal y se sintió feliz.
– No fue más que una vuelta -dijo-. Lo cogerá.
Era feliz sintiendo tirar suavemente y luego tuvo sensación de algo duro e increíblemente pesado. Era el peso del pez y dejo que el sedal se deslizara abajo,
abajo, abajo, llevándose los dos primeros rollos de reserva. Según descendía, deslizándose suavemente entre los dedos del viejo, todavía él podía sentir el gran peso, aunque la presión de su índice y de su pulgar era casi imperceptible.
– ¡Que pez! -dijo-. Lo lleva atravesado en la boca y se está yendo con él.
“Luego virara y se lo tragará” pensó. No dijo esto porque sabía que cuando uno dice una buena cosa posiblemente no sucede. Sabía que éste era un pez enorme y se lo imaginó alejándose en la tiniebla con el bonito atravesado en la boca. En ese momento sintió que había dejado de moverse, pero el peso persistía todavía. Luego el peso fue en aumento, y el viejo le dio más sedal. Acentuó la presión del índice y el pulgar por un momento y el peso fue en aumento. Y el sedal descendía verticalmente.
– Lo ha cogido -dijo-. Ahora dejaré que se lo coma a gusto.
Dejó que el sedal se deslizara entre sus dedos mientras bajaba la mano izquierda y amarraba el extremo suelto de los dos rollos de reserva al lazo de los rollos de reserva del otro sedal. Ahora estaba listo. Tenía tres rollos de cuarenta brazas de sedal en reserva, además del que estaba usando.
– Come un poquito más -dijo-. Come bien.
“Cómetelo de modo que la punta del anzuelo penetre en tu corazón y te mate -
pensó-. Sube sin cuidado y déjame clavarte el arpón. Bueno. ¿Estás listo? ¿Llevas suficiente tiempo a la mesa?”
– ¡Ahora! -dijo en voz alta y tiró fuerte con ambas manos; ganó un metro de sedal; luego tiró de nuevo, y de nuevo, balanceando cada brazo alternativamente y girando sobre sí mismo.
No sucedió nada. El pez seguía, simplemente, alejándose lentamente y el viejo no podía levantarlo una pulgada. Su sedal era fuerte, era cordel catalán y nuevo, de este año; hecho para peces pesados, y lo sujetó contra su espalda hasta que estaba tan tirante que soltaba gotas de agua. Luego empezó a hacer un lento sonido de siseo en el agua.
El viejo seguía sujetándolo, afincándose contra el banco e inclinándose hacia atrás. El bote empezó a moverse lentamente hacia el noroeste.
El pez seguía moviéndose sin cesar y viajaban ahora lentamente en el agua tranquila. Los otros cebos estaban todavía en el agua, pero no había nada que hacer.
– Ojalá estuviera aquí el muchacho -dijo en voz alta-. Voy a remolque de un pez grande y yo soy la bita de remolque. Podría amarrar el sedal. Pero entonces pudiera romperlo. Debo aguantarlo todo lo posible y darle sedal cuando lo necesite. Gracias a Dios que va hacia adelante, y no hacia abajo. No sé qué haré si decide ir hacia abajo. Pero algo haré. Puedo hacer muchas cosas.
Sujetó el sedal contra su espalda y observó su sesgo en el agua; el bote seguía moviéndose ininterrumpidamente hacia el noroeste.
“Esto lo matará -pensó el viejo-. Alguna vez tendrá que parar.” Pero cuatro horas después el pez seguía tirando, llevando el bote a remolque, y el viejo estaba todavía sólidamente afincado, con el sedal atravesado a la espalda.
– Eran las doce del día cuando lo enganché -dijo-. Y todavía no lo he visto una sola vez.
Se había calado fuertemente el sombrero de paja en la cabeza antes de enganchar el pez; ahora el sombrero le cortaba la frente. Tenía sed. Se arrodilló y, cuidando de no sacudir el sedal, estiró el brazo cuanto pudo por debajo de la proa y cogió la botella de agua. La abrió y bebió un poco. Luego reposó contra la proa. Descansó sentado en la vela y el palo que había quitado de la carlinga y trató de no pensar: sólo aguantar.
Luego miró hacia atrás y vio que no había tierra alguna a la vista. “Eso no importa -pensó-. Siempre podré orientarme por el resplandor de La Habana. Todavía quedan dos horas de sol y posiblemente suba antes de la puesta del sol. Si no, acaso suba al venir la luna. Si no hace eso, puede que suba a la salida del sol. No tengo calambres y me siento fuerte. Él es quien tiene el anzuelo en la boca. Pero para tirar así, tiene que ser un pez de marca mayor. Debe de llevar la boca fuertemente cerrada contra el alambre. Me gustaría verlo. Me gustaría verlo aunque sólo fuera una vez, para saber con quién tengo que vérmelas.”
El pez no varió su curso ni dirección en toda la noche; al menos hasta donde el hombre podía juzgar guiado por las estrellas. Después de la puesta del sol hacía frío y el sudor se había secado en su espalda, sus brazos y sus piernas. De día había cogido el saco que cubría la caja de las carnadas y lo había tendido a secar al sol. Después de la puesta del sol se lo enrolló al cuello de modo que le caía sobre la espalda. Se lo deslizó con cuidado por debajo del sedal, que ahora le cruzaba los hombros. El saco mullía el sedal y el hombre había encontrado la manera de inclinarse hacia adelante contra la proa en una postura que casi le resultaba confortable. La postura era, en realidad, tan solo un poco menos intolerable, pero la concibió como casi confortable.
“No puedo hacer nada con él, y él no puede hacer nada conmigo -pensó-. Al menos mientras siga este juego.”
Una vez se enderezó y orinó por sobre la borda y miró a las estrellas y verificó el rumbo. El sedal lucía como una lista fosforescente en el agua, que se extendía, recta, partiendo de sus hombros. Ahora iban más lentamente y el fulgor de La Habana no era tan fuerte. Esto le indicaba que la corriente debía de estar arrastrándolo hacia el este. “Si pierdo el resplandor de La Habana, será que estamos yendo más hacia el este”, pensó.
Pues si el rumbo del pez se mantuviera invariable vería el fulgor durante muchas horas más. “Me pregunto quién habrá ganado hoy en las grandes ligas -
pensó-. Sería maravilloso tener un radio para enterarse. -Luego pensó-: Piensa en esto; piensa en lo que estás haciendo. No hagas ninguna estupidez.” Luego dijo en voz alta:
– Ojalá estuviera aquí el muchacho. Para ayudarme y para que viera esto.
“Nadie debiera estar solo en su vejez -pensó-. Pero es inevitable. Tengo que acordarme de comer el bonito antes de que se eche a perder a fin de conservar las fuerzas. Recuerda: por poca gana que tengas tendrás que comerlo por la mañana. Recuerda”, se dijo.
Durante la noche acudieron delfines en torno al bote. Los sentía rolando y resoplando. Podía percibir la diferencia entre el sonido del soplo del macho y el suspirante soplo de la hembra.
– Son buena gente -dijo-. Juegan y bromean y se hacen el amor. Son nuestros hermanos, como los peces voladores.
Entonces empezó a sentir lastima por el gran pez que había enganchado. “Es maravilloso y extraño, y quién sabe que edad tendrá -pensó-. Jamás he cogido un pez tan fuerte, ni que se portara de un modo tan extraño. Puede que sea demasiado prudente para subir a la superficie. Brincando y precipitándose locamente pudiera acabar conmigo. Pero es posible que haya sido enganchado ya muchas veces y sepa que ésta es la manera de pelear. No puede saber que no hay más que un hombre contra él, ni que este hombre es un anciano. Pero ¡qué pez más grande! Y que bien lo pagarán en el mercado si su carne es buena. Cogió la carnada como un macho y tira como un macho y no hay pánico en su manera de pelear. Me pregunto si tendrá algún plan o si estará, como yo, en la desesperación.”
Recordó aquella vez en que había enganchado una de las dos agujas que iban en pareja. El macho dejaba siempre que la hembra comiera primero, y el pez enganchado, la hembra, presentó una pelea fiera, desesperada y llena de pánico que no tardo en agotarla. Durante todo ese tiempo el macho permaneció con ella, cruzando el sedal y girando con ella en la superficie. Había permanecido tan cerca, que el viejo había temido que cortara el sedal con la cola, que era afilada como una guadaña y casi de la misma forma y tamaño. Cuando el viejo la había enganchado con el bichero, la había golpeado sujetando su mandíbula en forma de espada y de áspero borde, y golpeado en la cabeza hasta que su color se había tornado como el de la parte de atrás de los espejos; y luego, cuando, con ayuda del muchacho, la había izado a bordo el macho había permanecido junto al bote. Después, mientras el viejo levantaba los sedales y preparaba el arpón, el macho dio un brinco en el aire junto al bote para ver dónde estaba la hembra. Y luego se había sumergido en la profundidad con sus alas azul-rojizas, que eran sus aletas pectorales, desplegadas ampliamente y mostrando todas sus franjas del mismo color. Era hermoso, recordaba el viejo. Y se había quedado junto a su hembra.
“Es lo más triste que he visto jamás en ellos -pensó-. El muchacho había sentido también tristeza, y le pedimos perdón a la hembra y le abrimos el vientre prontamente.”
– Ojalá estuviera aquí el muchacho -dijo en voz alta y se acomodó contra las redondeadas tablas de la proa y sintió la fuerza del gran pez en el sedal que sujetaba contra sus hombros, moviéndose sin cesar hacia no sabía dónde: adonde el pez hubiese elegido.
“Por mi tracción ha tenido que tomar una decisión”, pensó el viejo.
“Su decisión había sido permanecer en aguas profundas y tenebrosas, lejos de todas las trampas y cebos y traiciones. Mi decisión fue ir allá a buscarlo, más allá de toda gente. Más allá de toda gente en el mundo. Ahora estamos solos uno para el otro y así ha sido desde mediodía. Y nadie que venga a valernos, ni a él ni a mí.”
“Tal vez yo no debiera ser pescador -pensó-. Pero para eso he nacido. Tengo que recordar sin falta comerme el bonito tan pronto como sea de día.”
Algo antes del amanecer cogió uno de los sedales que tenía detrás. Sintió que el palito se rompía y que el sedal empezaba a correr precipitadamente sobre la regala del bote. En la oscuridad sacó el cuchillo de la funda y, echando toda la presión del pez sobre el hombro izquierdo, se inclinó hacia atrás y cortó el sedal contra la madera de la regala. Luego cortó el otro sedal más próximo y en la oscuridad sujetó los extremos sueltos de los rollos de reserva. Trabajó diestramente con una sola mano y puso su pie sobre los rollos para sujetarlos mientras apretaba los nudos. Ahora tenía seis rollos de reserva. Había dos de cada carnada, que había cortado, y los dos del cebo que había cogido el pez. Y todos estaban enlazados.
“Tan pronto como sea de día -pensó-, me llegaré hasta el cebo de cuarenta brazas y lo cortaré también y enlazaré los rollos de reserva. Habré perdido doscientas brazas del buen cordel Catalán y los anzuelos y alambres. Eso puede ser reemplazado. Pero este pez, ¿quién lo reemplaza? Si engancho otros peces, pudiera soltarse. Me pregunto qué peces habrán sido los que acaban de picar. Pudiera ser una aguja, o un emperador, o un tiburón. No llegué a tomarle el peso. Tuve que deshacerme de él demasiado pronto.”
En voz alta dijo:
– Me gustaría que el muchacho estuviera aquí.
“Pero el muchacho no está contigo”, pensó. “No cuentas más que contigo mismo, y harías bien en llegarte hasta el último sedal, aunque sea en la oscuridad, y empalmar los dos rollos de reserva.”
Fue lo que hizo. Fue difícil en la oscuridad y una vez el pez dio un tirón que lo lanzó de bruces y le causó una herida bajo el ojo. La sangre le corrió un poco por la mejilla. Pero se coaguló y secó antes de llegar a su barbilla y el hombre volvió a la proa y se apoyo contra la madera. Ajustó el saco y manipuló cuidadosamente el sedal de modo que pasara por otra parte de sus hombros y, sujetándolo en estos, tanteo con cuidado la tracción del pez y luego metió la mano en el agua para sentir la velocidad del bote.
“Me pregunto por qué habrá dado ese nuevo impulso -pensó-. El alambre debe de haber resbalado sobre la comba de su lomo. Con seguridad, su lomo no puede dolerle tanto como me duele el mío. Pero no puede seguir tirando eternamente de este bote, por grande que sea. Ahora todo lo que pudiera estorbar está despejado y tengo una gran reserva de sedal: no hay más que pedir.”
– Pez -dijo dulcemente en voz alta-, seguiré hasta la muerte.
“Y él seguirá también conmigo, me figuro”, pensó el viejo, y se puso a esperar a que fuera de día. Ahora, a esta hora próxima al amanecer, hacía frío y se apretó contra la madera en busca de calor. “Voy a aguantar tanto como él”, pensó. Y con la primera luz el sedal se extendió a lo lejos y hacia abajo en el agua. El bote se movía sin cesar y cuando se levantó el primer filo de sol fue a posarse sobre el hombro derecho del viejo.
– Se ha dirigido hacia el norte -dijo el viejo. “La corriente nos habrá desviado mucho al este -pensó-. Ojalá virara con la corriente. Eso indicaría que se estaba cansando.”
Cuando el sol se hubo levantado más el viejo se dio cuenta de que el pez no se estaba cansando. Solo había una señal favorable. El sesgo del sedal indicaba que nadaba a menos profundidad. Eso no significaba, necesariamente, que fuera a brincar a la superficie. Pero pudiera hacerlo.
– Dios quiera que suba -dijo el viejo-. Tengo suficiente sedal para manejarlo.
“Puede que si aumento un poquito la tensión le duela y surja a la superficie -
pensó-. Ahora que es de día, conviene que salga para que llene de aire los sacos a lo largo de su espinazo y no pueda luego descender a morir a las profundidades.”
Trató de aumentar la tensión, pero el sedal había sido estirado ya todo lo que daba desde que había enganchado el pez y, al inclinarse hacia atrás, sintió la dura tensión de la cuerda y se dio cuenta de que no podía aumentarla. “Tengo que tener cuidado de no sacudirlo -pensó-. Cada sacudida ensancha la herida que hace el anzuelo y, si brinca, pudiera soltarlo. De todos modos me siento mejor al venir el sol y por esta vez no tengo que mirarlo de frente.”
Había algas amarillas en el sedal pero el viejo sabía que eso no hacía más que aumentar la resistencia del bote, y el viejo se alegró. Eran las algas amarillas del Golfo -el sargazo– las que habían producido tanta fosforescencia de noche.
– Pez -dijo-, yo te quiero y te respeto muchísimo. Pero acabaré con tu vida antes de que termine este día.
“Ojalá”, pensó.
Un pajarito vino volando hacia el bote, procedente del norte. Era una especie de curruca que volaba muy bajo sobre el agua. El viejo se dio cuenta de que estaba muy cansado.
El pájaro llegó hasta la popa del bote y descanso allí. Luego voló en torno a la cabeza del viejo y fue a posarse en el sedal, donde estaba más cómodo.
– ¿Qué edad tienes? -preguntó el viejo al pájaro-. ¿Es este tu primer viaje?
El pájaro lo miro al oírlo hablar. Estaba demasiado cansado siquiera para examinar el sedal y se balanceó asiéndose fuertemente a él con sus delicadas patas.
– Estás firme -le dijo el viejo-. Demasiado firme. Después de una noche sin viento no debieras estar tan cansado. ¿A que vienen los pájaros?
“Los gavilanes -pensó– salen al mar a esperarlos.” Pero no le dijo nada de esto al pajarito que de todos modos no podía entenderlo y que ya tendría tiempo de conocer a los gavilanes.
– Descansa, pajarito, descansa -dijo-. Luego ve a correr fortuna como cualquier hombre o pájaro o pez.
Lo estimulaba a hablar porque su espalda se había endurecido de noche y ahora le dolía realmente.
– Quédate en mi casa si quieres, pajarito -dijo-. Siento que no pueda izar la vela y llevarte a tierra, con la suave brisa que se está levantando. Pero estás con un amigo.
Justamente entonces el pez dio una súbita sacudida; el viejo fue a dar contra la proa y hubiera caído por la borda si no se hubiera aferrado y soltado un poco de sedal.
El pájaro levantó el vuelo cuando el sedal se sacudió y el viejo ni siquiera lo había visto irse. Palpó cuidadosamente el sedal con la mano derecha y notó que su mano sangraba.
– Algo la ha lastimado -dijo en voz alta y tiró del sedal para ver si podía virar el pez. Pero cuando llegaba a su máxima tensión sujeto firme y se echó para atrás para tomar contrapeso.
– Ahora lo estás sintiendo, pez -dijo-. Y bien sabe Dios que también yo lo siento.
Miro en derredor a ver si veía el pájaro porque le hubiera gustado tenerlo de compañero. El pájaro se había ido.
“No te has quedado mucho tiempo -pensó el viejo-. Pero adonde vas a ser más difícil, hasta que llegues a la costa. ¿Cómo me habré dejado cortar por esa rápida sacudida del pez? Me debo de estar volviendo estúpido. O quizás sea que estaba mirando al pájaro y pensando en él. Ahora prestaré atención a mi trabajo y luego me comeré el bonito para que las fuerzas no me fallen.”
– Ojalá estuviera aquí el muchacho y tuviese un poco de sal -dijo en voz alta.
Pasando la presión del sedal al hombro izquierdo y arrodillándose con cuidado lavó la mano en el mar y la mantuvo allí, sumergida, por más de un minuto, viendo correr la sangre y deshacerse en estela y el continuo movimiento del agua contra su mano al moverse el bote.
– Ahora va mucho más lentamente -dijo.
Al viejo le hubiera gustado mantener la mano en el agua salada por más tiempo, pero temía otra súbita sacudida del pez y se levantó y se afianzó y levantó la mano contra el sol. Era sólo un roce del sedal lo que había cortado su carne. Pero era en la parte con que tenía que trabajar. El viejo sabía que antes de que esto terminara necesitaría sus manos y no le gustaba nada estar herido antes de empezar.
– Ahora -dijo cuando su mano se hubo secado– tengo que comer ese pequeño bonito. Puedo alcanzarlo con el bichero y comérmelo aquí tranquilamente.
Se arrodilló y halló el bonito bajo la popa con el bichero y lo atrajo hacia sí evitando que se enredara en los rollos de sedal. Sujetando el sedal nuevamente con el hombro izquierdo y apoyándose en el brazo izquierdo saco el bonito del garfio del bichero y puso de nuevo el bichero en su lugar. Plantó una rodilla sobre el pescado y arrancó tiras de carne oscura longitudinalmente desde la parte posterior de la cabeza hasta la cola. Eran tiras en forma de cuña y las arrancó desde la proximidad del espinazo hasta el borde del vientre. Cuando hubo arrancado seis tiras les tendió en la madera de la popa, limpio su cuchillo en el pantalón y levantó el resto del bonito por la cola y lo tiró por sobre la borda.
– No creo que pueda comerme uno entero -dijo, y cortó por la mitad una de las tiras. Sentía la firme tensión del sedal y su mano izquierda tenía calambre. La corrió hacia arriba sobre el duro sedal y la miró con disgusto.
– ¿Qué clase de mano es esta? -dijo-. Puedes coger calambre, si quieres. Puedes convertirte en una garra. De nada te va a servir.
“Vamos -pensó, y miró al agua oscura y al sesgo del sedal-. Cómetelo ahora y le dará fuerza a la mano. No es culpa de la mano, y llevas muchas horas con el pez. Pero puedes quedarte siempre con él. Cómete ahora el bonito.”
Cogió un pedazo y se lo llevó a la boca y lo masticó lentamente. No era desagradable.
“Mastícalo bien -pensó-, y no pierdas ningún jugo. Con un poco de limón o lima o con sal no estaría mal.”
– ¿Cómo te sientes, mano? -preguntó a la que tenía calambre, y que estaba casi rígida como un cadáver-. Ahora comeré un poco para ti.
Comió la otra parte del pedazo que había cortado en dos. La masticó con cuidado y luego escupió el pellejo.
– ¿Cómo va eso, mano? ¿O es demasiado pronto para saberlo? Cogió otro pedazo entero y lo masticó.
“Es un pez fuerte y de calidad -pensó-. Tuve suerte de engancharlo a él, en vez de un dorado. El dorado es demasiado dulce. Este no es nada dulce y guarda toda la fuerza.”
“Sin embargo, hay que ser prácticos -pensó-. Otra cosa no tiene sentido. Ojalá tuviera un poco de sal. Y no sé si el sol secará o pudrirá lo que me queda. Por tanto será mejor que me lo coma todo aunque no tengo hambre. El pez sigue tirando firme y tranquilamente. Me comeré todo el bonito y entonces estaré preparado.”
– Ten paciencia, mano -dijo-. Esto lo hago por ti.
“Me gustaría dar de comer al pez -pensó-. Es mi hermano. Pero tengo que matarlo y cobrar fuerzas para hacerlo.” Lenta y deliberadamente se comió todas las tiras en forma de cuña del pescado.
Se enderezó, limpiándose la mano en el pantalón.
– Ahora -dijo-, mano, puedes soltar el sedal. Yo sujetaré el pez con el brazo hasta que se te pase esa bobería.
Puso su pie izquierdo sobre el pesado sedal que había aguantado la mano izquierda y se echó hacia atrás para llevar con la espalda la presión.
– Dios quiera que se me quite el calambre -dijo-. Porque no sé qué hará el pez.
“Pero parece tranquilo -pensó-, y sigue su plan. Pero ¿cuál será su plan? ¿Y cuál es el mío? El mío tendré que improvisarlo de acuerdo con el suyo porque es muy grande. Si brinca podré matarlo. Pero no acaba de salir de allá abajo. Entonces, seguiré con él allá abajo.”
Se frotó la mano que tenía calambre contra el pantalón y trató de obligar los dedos. Pero éstos se resistían a abrirse. “Puede que se abra con el sol -pensó-. Puede que se abra cuando el fuerte bonito crudo haya sido digerido. Si la necesito, la abriré cueste lo que cueste. Pero no quiero abrirla ahora por la fuerza. Que se abra por sí misma y que vuelva por su voluntad. Después de todo abusé mucho de ella de noche cuando era necesario soltar y unir los varios sedales.”
Miró por sobre el mar y ahora se dio cuenta de cuán solo se encontraba. Pero veía los prismas en el agua profunda y oscura, en el sedal estirado adelante y la extraña ondulación de la calma. Las nubes se estaban acumulando ahora para la brisa y miró adelante y vio una bandada de patos salvajes que se proyectaban contra el cielo sobre el agua, luego formaban un borrón y volvían a destacarse como un aguafuerte; y se dio cuenta de que nadie está jamás solo en el mar.
Recordó cómo algunos hombres temían hallarse fuera de la vista de tierra en un botecito; y en los mares de súbito mal tiempo tenían razón. Pero ahora era el tiempo de los ciclones, y cuando no hay ciclón en el tiempo de los ciclones es el mejor tiempo del año.
“Si hay ciclón, siempre puede uno ver las señales varios días antes en el mar. En tierra no las ven porque no saben reconocerlas -pensó-. En tierra debe notarse también por la forma de las nubes. Pero ahora no hay ciclón a la vista.”
Miró al cielo y vio la formación de los blancos cúmulos, como sabrosas pilas de mantecado, y más arriba se veían las tenues plumas de los cirros contra el alto de septiembre.