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El Viejo y el Mar
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Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй



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Ernest Hemingway



EL VIEJO Y EL MAR



Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor forma de la mala suerte, y por orden de sus padres el muchacho había salido en otro bote que cogió tres buenos peces la primera semana. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.

El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Esas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.

Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.

– Santiago -le dijo el muchacho trepando por la orilla desde donde quedaba varado el bote-. Yo podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero.

El viejo había enseñado al muchacho a pescar y el muchacho le tenía cariño.

– No -dijo el viejo-. Tu sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.

– Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y luego cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas.

– Lo recuerdo -dijo el viejo-. Y yo sé que no me dejaste porque hubieses perdido la esperanza.

– Fue papá quien me obligó. Soy al fin chiquillo y tengo que obedecerle.

– Lo sé -dijo el viejo-. Es completamente normal.

– Papá no tiene mucha fe.

– No. Pero nosotros, sí, ¿verdad? -Si -dijo el muchacho-. ¿Me permite brindarle una cerveza en la Terraza? Luego llevaremos las cosas a casa.

– ¿Por que no? -dijo el viejo-. Entre pescadores.

Se sentaron en la Terraza. Muchos de los pescadores se reían del viejo, pero el no se molestaba. Otros, entre los más viejos, lo miraban y se ponían tristes. Pero no lo manifestaban y se referían cortésmente a la corriente y a las hondonadas donde se habían tendido sus sedales, al continuo buen tiempo y a lo que habían visto. Los pescadores que aquel día habían tenido éxito habían llegado y habían limpiado sus agujas y las llevaban tendidas sobre dos tablas, dos hombres tambaleándose al extremo de cada tabla, a la pescadería, donde esperaban a que el camión del hielo las llevara al mercado, a La Habana. Los que habían pescado tiburones los habían llevado a la factoría de tiburones, al otro lado de la ensenada, donde eran izados en aparejos de polea; les sacaban los hígados, les cortaban las aletas y los desollaban y cortaban su carne en trozos para salarla.

Cuando el viento soplaba del Este el hedor se extendía a través del puerto, procedente de la fabrica de tiburones; pero hoy no se notaba más que un débil tufo porque el viento había vuelto al Norte y luego había dejado de soplar. Era agradable estar allí, al sol en la Terraza.

– Santiago -dijo el muchacho.

– Que -dijo el viejo-. Con el vaso en la mano pensaba en las cosas de hacía muchos años.

– ¿Puedo ir a buscarle sardinas para mañana?

– No. Ve a jugar al béisbol. Todavía puedo remar y Rogelio tirará la atarraya.

– Me gustaría ir. Si no puedo pescar con usted me gustaría servirlo de alguna manera.

– Me has pagado una cerveza -dijo el viejo-. Ya eres un hombre.

– ¿Qué edad tenía cuando me llevo por primera vez en un bote?

– Cinco años. Y por poco pierdes la vida cuando subí aquel pez demasiado vivo que estuvo a punto de destrozar el bote. ¿Te acuerdas?

– Recuerdo cómo brincaba y pegaba coletazos, y que el banco se rompía, y el ruido de los garrotazos. Recuerdo que usted me arrojó a la proa, donde estaban

los sedales mojados y enrollados. Y recuerdo que todo el bote se estremecía, y el estrépito que usted armaba dándole garrotazos, como si talara un árbol, y el pegajoso olor a sangre que me envolvía.

– ¿Lo recuerdas realmente o es que yo te lo he contado?

– Lo recuerdo todo, desde la primera vez que salimos juntos.

El viejo lo miró con sus amorosos y confiados ojos quemados por el sol.

– Si fueras hijo mío me arriesgaría a llevarte, dijo. Pero tú eres de tu padre y de tu madre y trabajas en un bote que tiene suerte.

– ¿Puedo ir a buscarle las sardinas? También sé donde conseguir cuatro carnadas.

– Tengo las mías que me han sobrado de hoy. Las puse en sal en la caja.

– Déjeme traerle cuatro cebos frescos.

– Uno -dijo el viejo. Su fe y su esperanzar no le habían fallado nunca. Pero ahora empezaban a revigorizarse como cuando se levanta la brisa.

– Dos -dijo el muchacho.

– Dos -acepto el viejo-. ¿No los has robado?

– Lo hubiera hecho -dijo el muchacho– pero estos los compré.

– Gracias -dijo el viejo. Era demasiado simple para preguntarse cuando había alcanzado la humildad. Pero sabía que la había alcanzado y sabía que no era vergonzoso y que no comportaba perdida del orgullo verdadero.

– Con esta brisa ligera, mañana va a hacer buen día -dijo.

– ¿Adónde piensa ir? -Le pregunto el muchacho.

– Saldré lejos para regresar cuando cambie el viento. Quiero estar fuera antes de que sea de día.

– Voy a hacer que mi patrón salga lejos a trabajar -dijo el muchacho-. Si usted engancha algo realmente grande podremos ayudarle.

– A tu patrón no le gusta salir demasiado lejos.

– No -dijo el muchacho-; pero yo veré algo que el no podrá ver: un ave trabajando, por ejemplo. Así haré que salga siguiendo a los dorados.

– ¿Tan mala tiene la vista?

– Está casi ciego.

– Es extraño -dijo el viejo– Jamás ha ido a la pesca de tortugas. Eso es lo que mata los ojos.

– Pero usted ha ido a la pesca de tortuga durante varios años, por la costa de los Mosquitos, y tiene buena vista.

– Yo soy un viejo extraño

– Pero ¿ahora se siente bastante fuerte como para un pez realmente grande?

– Creo que sí. Y hay muchos trucos.

– Vamos a llevar las cosas a casa -dijo el muchacho-. Luego cogeré la atarraya y me iré a buscar las sardinas.

Recogieron el aparejo del bote. El viejo se echó el mástil al hombro y el muchacho cargo la caja de madera de los enrollados sedales pardos de apretada malla, el bichero y el arpón con su mango. La caja de las camadas estaba bajo la popa, junto a la porra que usaba para rematar a los peces grandes cuando los arrimaba al bote. Nadie sería capaz de robarle nada al viejo, pero era mejor llevar a casa la vela y los sedales gruesos puesto que el rocío los dañaba, y aunque estaba seguro de que ninguno de la localidad le robaría nada, el viejo pensaba que el arpón y el bichero eran tentaciones y que no había por que dejarlos en el bote.

Marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo y entraron, la puerta estaba abierta. El viejo inclinó el mástil con su vela arrollada contra la pared y el muchacho puso la caja y el resto del aparejo junto a él. El mástil era casi tan largo como el cuarto único de la choza. Esta estaba hecha de las recias pencas de la palma real que llaman guano, y había una cama, una mesa, una silla y un lugar en el piso de tierra para cocinar con carbón. En las paredes, de pardas, aplastadas y superpuestas hojas de guano de resistente fibra había una imagen en colores del Sagrado Corazón de Jesús y otra de la Virgen del Cobre. Estas eran reliquias de su esposa. En otro tiempo había habido una desvaída foto de su esposa en la pared, pero la había quitado porque le hacía sentirse demasiado solo el verla, y ahora estaba en el estante del rincón, bajo su camisa limpia.

– ¿Qué tiene para comer? -pregunto el muchacho.

– Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un poco?

– No. Comeré en casa. ¿Quiere que le encienda la candela?

– No. Yo la encenderé luego. O quizás coma el arroz frío.

– ¿Puedo llevarme la atarraya?

– Desde luego.

– No había ninguna atarraya. El muchacho recordaba que la habían vendido. Pero todos los días pasaban por esta ficción. No había ninguna cazuela de arroz amarillo con pescado, y el muchacho lo sabía igualmente.

– El ochenta y cinco es un numero de suerte -dijo el viejo-. ¿Qué te parece si me vieras volver con un pez que, en canal, pesara más de mil libras?

– Voy a coger la atarraya y salir a pescar las sardinas. ¿Se quedará sentado al sol, a la puerta?

– Sí. Tengo ahí el periódico de ayer y voy a leer los partidos de béisbol.

El muchacho se preguntó si el periódico de ayer no sería también una ficción. Pero el viejo lo sacó de debajo de la cama.

– Perico me lo dio en la bodega -explico.

– Volveré cuando haya cogido las sardinas. Guardare las suyas junto con las mías en el hielo y por la mañana nos la repartiremos. Cuando vuelva me contara lo del béisbol.

– Los Yankees no pueden perder.

– Pero yo les tengo miedo a los Indios de Cleveland.

– Ten fe en los Yankees, hijo. Piensa en el gran Di Maggio.

– Les tengo miedo a los Tigres de Detroit y a los Indios de Cleveland..

– Ten cuidado, no vayas a tenerles miedo también a los Rojos de Cincinnati y a los White Sox de Chicago.

– Usted estudia eso y me lo cuenta cuando

– ¿Crees que debiéramos comprar unos billetes de la lotería que terminan en un ochenta y cinco? Mañana hace el día ochenta y cinco.

– Podemos hacerlo -dijo el muchacho-. Pero ¿qué me dice de su gran récord, el ochenta y siete?

– No podría suceder dos veces. ¿Crees que puedas encontrar un ochenta y cinco?

– Puedo pedirlo.

– Un billete entero. Eso hace dos pesos y medio. ¿Quién podrá prestárnoslos?

– Eso es fácil. Yo siempre encuentro quien me preste dos pesos y medio.

– Creo que yo también. Pero trato de no pedir prestado. Primero pides prestado; luego pides limosna.

– Abríguese, viejo -dijo el muchacho-. Recuerde que estamos en septiembre.

– El mes en que vienen los grandes peces -dijo el viejo-. En mayo cualquiera es pescador.

– Ahora voy por las sardinas -dijo el muchacho.

Cuando volvió el muchacho el viejo estaba dormido en la silla. El sol se estaba poniendo. El muchacho cogió la frazada del viejo de la cama y se la echo sobre los hombros. Eran unos hombros extraños, todavía poderosos, aunque muy viejos, y el cuello era también fuerte todavía, y las arrugas no se veían tanto cuando el viejo estaba dormido y con la cabeza derribada hacia adelante. Su camisa había sido remendada tantas veces, que era como la vela y los remiendos descoloridos por el sol eran de varios tonos. La cabeza del viejo era sin embargo muy vieja y con sus ojos cerrados no había vida en su rostro. El periódico yacía sobre sus rodillas y el peso de sus brazos lo sujetaban allí contra la brisa del atardecer. Estaba descalzo.

El muchacho lo dejó allí, y cuando volvió, el viejo estaba todavía dormido.

– Despierte, viejo -dijo el muchacho, y puso su mano en una de las rodillas.

El viejo abrió los ojos y por un momento fue como si regresara de muy lejos. Luego sonrío.

– ¿Qué traes?-pregunto.

– La comida -dijo el muchacho-. Vamos a comer.

– No tengo mucha hambre.

– Vamos, venga a comer. No puede pescar sin comer.

– Habrá que hacerlo -dijo el viejo, levantándose y cogiendo el periódico y doblándolo. Luego empezó a doblar la frazada.

– No se quite la frazada -dijo el muchacho-. Mientras yo viva no saldrá a pescar sin comer.

– Entonces vive mucho tiempo y cuídate -dijo el viejo-. ¿Qué vamos a comer?

– Frijoles negros con arroz, plátanos fritos y un poco de asado.

El muchacho lo había traído de la Terraza en una cantina. Traía en el bolsillo dos juegos de cubiertos, cada uno envuelto en una servilleta de papel.

– ¿Quién te ha hado esto?

– Martín. El dueño.

– Tengo que darle las gracias.

– Ya yo se las he dado -dijo el muchacho– No tiene que dárselas usted.

– Le daré la ventrecha de un gran pescado -dijo el viejo-. ¿Ha hecho esto por nosotros más de una vez?

– Creo que sí.

– Entonces tendré que darle más que la ventrecha. Es muy considerado con nosotros.

– Mando dos cervezas.

– Me gusta más la cerveza en lata.

– Lo sé. Pero esta es en botella. Cerveza Hatuey. Y yo devuelvo las botellas luego.

– Muy amable de tu parte -dijo el viejo-. ¿Comemos?

– Es lo que yo proponía -le dijo el muchacho-. No he querido abrir la cantina hasta que estuviera usted listo.

– Ya estoy listo -dijo el viejo-. Solo necesitaba tiempo para lavarme.

¿Dónde se lavaba?, pensó el muchacho. El pozo del pueblo estaba a dos cuadras de distancia, camino abajo. “Debí de haberle traído agua pensó el muchacho; y jabón y una buena toalla. ¿Por que seré tan desconsiderado? Tengo que conseguirle otra camisa y un jacket para el invierno y alguna clase de zapatos y otra frazada.”

– Tu asado es excelente -dijo el viejo.

– Háblame de béisbol -le pidió el muchacho.-

– En la liga americana, como te dije, los Yankees -dijo el viejo muy contento.

– Hoy perdieron -le dijo el muchacho.

– Eso no significa nada. El gran Di Maggio vuelve a ser lo que era.

– Tienen otros hombres en el equipo.

– Naturalmente. Pero con él la cosa es diferente. En la otra liga, entre el Brooklyn y el Filadelfia, tengo que quedarme con el Brooklyn. Pero luego pienso en Dick Sisler y en aquellos lineazos suyos en el viejo parque.

– Nunca hubo nada como ellos. Jamás he visto a nadie mandar la pelota tan lejos.

– ¿Recuerdas cuando venía a la Terraza? Yo quería llevarlo a pescar, pero era demasiado tímido para proponérselo. Luego te pedí a ti que se lo propusieras y tú eras también demasiado tímido.

– Lo sé. Fue un gran error. Pudiera haber ido con nosotros. Luego eso nos quedaría por toda la vida.

– Me hubiera gustado llevar a pescar al gran Di Maggio -dijo el viejo-. Dicen que su padre era pescador. Quizá fuese tan pobre como nosotros y comprendiese.

– El padre del gran Sisler no fue nunca pobre, y jugo en las grandes ligas cuando tenía mi edad.

– Cuando yo tenía tu edad me hallaba de marinero en un velero de altura que iba al Africa y he visto leones en las playas al atardecer.

– Lo sé. Usted me lo ha dicho.

– ¿Hablamos de Africa o de béisbol?

– Mejor de béisbol -dijo el muchacho– Háblame del gran John J. McGraw.

– A veces, en los viejos tiempos, solía venir también a la Terraza. Pero era rudo y bocón y difícil cuando estaba bebido. No solo pensaba en la pelota, sino también en los caballos. Por lo menos llevaba listas de caballos constantemente en el bolsillo y con frecuencia pronunciaba nombres de caballos por teléfono.

– Era un gran manager -dijo el muchacho-. Mi padre cree que era el más grande. ¿Quién es realmente el mejor manager, Luque o Mike González?

– Creo que son iguales.

– El mejor pescador es usted.

– No. Conozco otros mejores.

– Que va -dijo el muchacho-. Hay muchos buenos pescadores y algunos grandes pescadores. Pero como usted ninguno.

– Gracias. Me haces feliz. Ojalá no se presente un pez tan grande que nos haga quedar mal.

– No existe tal pez, si está usted tan fuerte como dice.

– Quizá no este tan fuerte como creo -dijo el viejo-. Pero conozco muchos trucos y tengo voluntad.

– Ahora debiera ir a acostarse para estar descansado por la mañana. Yo llevare otra vez las cosas a la Terraza.

– Entonces buenas noches. Te despertare por la mañana.

– Usted es mi despertador -dijo el muchacho-.

– La edad es mi despertador -dijo el viejo-. ¿Por que los viejos se despertaran tan temprano? ¿Será para tener un día más largo?

– No lo sé -dijo el muchacho-. Lo único que se es que los jovencitos duermen profundamente y hasta tarde.

– Lo recuerdo -dijo el viejo-. Te despertare temprano.

– No me gusta que el patrón me despierte. Es como si yo fuera inferior.

– Comprendo.

– Que duerma bien, viejo.

El muchacho salió. Habían comido sin luz en la mesa y el viejo se quitó los pantalones y se fue a la cama a oscuras. Enrollo los pantalones para hacer una almohada, poniendo el periódico dentro de ellos, se envolvió en la frazada y durmió sobre los otros periódicos viejos que cubrían los muelles de la cama.

Se quedó dormido enseguida y soñó con Africa, en la época en que era muchacho y con las largas playas doradas y las playas blancas, tan blancas que lastimaban los ojos, y los altos promontorios y las grandes montañas pardas. Vivía entonces todas las noches a lo largo de aquella costa y en sus sueños sentía el rugido de las olas contra la rompiente y veía venir a través de ellas los botes de los nativos. Sentía el olor a brea y estopa de la cubierta mientras dormía y sentía el olor de Africa que la brisa de tierra traía por la mañana.

Generalmente, cuando olía la brisa de tierra despertaba y se vestía y se iba a despertar al muchacho. Pero esta noche el olor de la brisa de tierra vino muy temprano y él sabía que era demasiado temprano en su sueño y siguió soñando

para ver los blancos picos de las islas que se levantaban del mar y luego soñaba con los diferentes puertos y fondeaderos de las Islas Canarias.

No soñaba ya con tormentas ni con mujeres ni con grandes acontecimientos ni con grandes peces ni con peleas ni competencias de fuerza ni con su esposa. Solo soñaba ya con lugares y con los leones en la playa. Jugaban como gatitos a la luz del crepúsculo y él les tenía cariño lo mismo que al muchacho. No soñaba jamás con el muchacho. Simplemente despertaba, miraba por la puerta abierta a la luna y desenrollaba sus pantalones y se los ponía. Orinaba junto a la choza y luego subía al camino a despertar al muchacho. Temblaba de frío de la mañana. Pero sabía que temblando se calentaría y que pronto estaría remando.

La puerta de la casa donde vivía el muchacho no estaba cerrada con llave; la abrió calladamente y entro descalzo. El muchacho estaba dormido en un catre en el primer cuarto y el viejo podía verlo claramente a la luz de la luna moribunda. Le cogió suavemente un pie y lo apretó hasta que el muchacho despertó y se volvió y lo miro. El viejo le hizo una seña con la cabeza y el muchacho cogió sus pantalones de la silla junto a la cama y, sentándose en ella, se los puso.

El viejo salió afuera y el muchacho vino tras él. Estaba soñoliento y el viejo le echo el brazo sobre los hombros y dijo:

– Lo siento.

– Que va -dijo el muchacho-. Es lo que debe hacer un hombre.

Marcharon camino abajo hasta la cabaña del viejo; y todo a lo largo del camino, en la oscuridad, se veían hombres descalzos portando los mástiles de sus botes.

Cuando llegaron a la choza del viejo el muchacho cogió los rollos de sedal de la cesta, el arpón y el bichero y el viejo llevo el mástil con la vela arrollada al hombro.

– ¿Quiere usted café? -pregunto el muchacho.

– Pondremos el aparejo en el bote y luego tomaremos un poco.

Tomaron café en latas de leche condensada en un puesto que abría temprano y servía a los pescadores.

– ¿Qué tal ha dormido, viejo? -pregunto el muchacho.

Ahora estaba despertando aunque todavía le era difícil dejar su sueño.

– Muy bien, Manolín -dijo el viejo. Hoy me siento confiado.

– Lo mismo yo -dijo el muchacho-. Ahora voy a buscar sus sardinas y las mías y sus carnadas frescas. El dueño trae el mismo nuestro aparejo. No quiere nunca que nadie lleve nada.

– Somos diferentes -dijo el viejo-. Yo te dejaba llevar las cosas cuando tenías cinco años.

– Lo sé -dijo el muchacho-. Vuelvo enseguida. Tome otro café. Aquí tenemos crédito.

Salió, descalzo, por las rocas de coral hasta la nevera donde se guardaban las carnadas.

El viejo tomó lentamente su café. Era lo único que tomaría en todo el día y sabía que debía tomarlo. Hacía mucho tiempo que le mortificaba comer y jamás llevaba un almuerzo. Tenía una botella de agua en la proa del bote y eso era lo único que necesitaba para todo el día.

El muchacho estaba de vuelta con las sardinas y las dos carnadas envueltas en un periódico y bajaron por la vereda hasta el bote, sintiendo la arena con piedrecitas debajo de los pies, y levantaron el bote y lo empujaron al agua.

– Buena suerte, viejo.

– Buena suerte -dijo el viejo.

Ajusto las amarras de los remos a los toletes y echándose adelante contra los remos empezó a remar, saliendo del puerto en la oscuridad. Había otros botes de otras playas que salían a la mar y el viejo sentía sumergirse las palas de los remos y empujar aunque no podía verlos ahora que la luna se había ocultado detrás de las lomas.

A veces alguien hablaba en un bote. Pero en su mayoría los botes iban en silencio, salvo por el rumor de los remos. Se desplegaron después de haber salido de la boca del puerto y cada uno se dirigió hacia aquella parte del océano donde esperaba encontrar peces. El viejo sabía que se alejaría mucho de la costa y dejo atrás el olor a tierra y entro remando en el limpio olor matinal del océano. Vio la fosforescencia de los sargazos en el agua mientras remaba sobre aquella parte del océano que los pescadores llaman el gran hoyo porque se producía una súbita hondonada de setecientas brazas, donde se congregaba toda suerte de peces

debido al remolino que hacía la corriente contra las escabrosas paredes del lecho del océano. Había aquí concentraciones de camarones y peces de carnada y a veces manadas de calamares en los hoyos más profundos y de noche se levantaron a la superficie donde todos los peces merodeadores se cebaban en ellos.

En la oscuridad el viejo podía sentir venir la mañana y mientras remaba oía el tembloroso rumor de los peces voladores que salían del agua y el siseo que sus rígidas alas hacían surcando el aire en la oscuridad. Sentía una gran atracción por los peces voladores que eran sus principales amigos en el océano. Sentía compasión por las aves, especialmente las pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar que andaban siempre volando y buscando y casi nunca encontraban, y pensó: las aves llevan una vida más dura que nosotros, salvo las de rapiña y las grandes y fuertes. ¿Por que habrán hecho pájaros tan delicados y tan finos como esas golondrinas de mar cuando el océano es capaz de tanta crueldad? El mar es dulce y hermoso. Pero puede ser cruel, y se encoleriza tan súbitamente, y esos pájaros que vuelan, picando y cazando con sus tristes vocecillas son demasiado delicados para la mar.

Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban altos, empleaban el articulo masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar como un contendiente o un lugar, o aun un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al genero femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.

Remaba firme y seguidamente y no le costaba un esfuerzo excesivo porque se mantenía en su límite de velocidad y la superficie del océano era plana, salvo por los ocasionales remolinos de la corriente. Dejaba que la corriente hiciera un tercio de su trabajo y cuando empezó a clarear vio que se hallaba ya más lejos de lo que

había esperado estar a esa hora.

“Durante una semana, -pensó-, he trabajado en las profundas hondonadas, y no hice nada. Hoy trabajaré allá donde están las manchas de bonitos y albacras y acaso haya un pez grande con ellos.”

Antes de que se hiciera realmente de día había sacado sus carnadas y estaba derivando con la corriente. Un cebo llegaba a una profundidad de cuarenta brazas. El segundo a sesenta y cinco y el tercero y el cuarto descendían allá hasta el agua azul a cien y ciento veinticinco brazas.

Cada cebo pendía cabeza abajo con el asta o tallo del anzuelo dentro del pescado que servía de carnada, sólidamente cosido y amarrado; toda la parte saliente del anzuelo, la curva y el garfio, estaba recubierta de sardinas frescas. Cada sardina había sido empalada por los ojos, de modo que hacían una semiguirnalda en el acero saliente: No había ninguna parte del anzuelo que pudiera dar a un gran pez la impresión de que no era algo sabroso y de olor apetecible.

El muchacho le había dado dos pequeños bonitos frescos, que colgaban de los sedales más profundos como plomadas, y en los otros tenía una abultada cojinúa y un cibele que habían sido usados antes, pero estaban en buen estado y las excelentes sardinas les prestaban aroma y atracción. Cada sedal, del espesor de un lápiz grande, iba enroscado a una varilla verdosa, de modo que cualquier tirón o picada al cebo haría sumergir la varilla; y cada sedal tenía dos adujas o rollos de cuarenta brazas que podían empatarse a los rollos de repuesto, de modo que, si era necesario, un pez podía llevarse más de trescientas brazas.

El hombre vio ahora descender las tres varillas sobre la borda del bote y remó suavemente para mantener los sedales estirados y a su debida profundidad. Era día pleno y el sol podía salir en cualquier momento.

El sol se levantó tenuemente del mar y el viejo pudo ver los otros botes, bajitos en el agua, y bien hacia la costa, desplegados a través de la corriente. El sol se tornó más brillante y su resplandor cayó sobre el agua; luego, al levantarse más en el cielo, el plano mar lo hizo rebotar contra los ojos del viejo, hasta causarle daño; y siguió remando sin mirarlo. Miraba al agua y vigilaba los sedales que se

sumergían verticalmente en la tiniebla del agua. Los mantenía más rectos que nadie, de manera que a cada nivel en la tiniebla de la corriente hubiera un cebo esperando exactamente donde él quería que estuviera por cualquier pez que pasara por allí. Otros los dejaban correr a la deriva con la corriente y a veces estaban a sesenta brazas cuando los pescadores creían que estaban a cien.

“Pero -pensó el viejo– yo los mantengo con precisión. Lo que pasa es que ya no tengo suerte. Pero ¿quien sabe? Acaso hoy. Cada día es un nuevo día. Es mejor tener suerte. Pero yo prefiero ser exacto. Luego, cuando venga la suerte, estaré dispuesto.”

El sol estaba ahora a dos horas de altura y no le hacía tanto daño a los ojos mirar al este. Ahora sólo había tres botes a la vista y lucían muy bajo y muy lejos hacia la orilla.

“Toda mi vida me ha hecho daño en los ojos el sol naciente -pensó-. Sin embargo, todavía están fuertes. Al atardecer puedo mirarlo de frente sin deslumbrarme. Y por la tarde tiene más fuerza. Pero por la mañana es doloroso.”

Justamente entonces vio una de esas aves marinas llamadas fragatas con sus largas alas negras girando en el cielo sobre él. Hizo una rápida picada, ladeándose hacia abajo, con sus alas tendidas hacia atrás, y luego siguió girando nuevamente.

– Ha cogido algo -dijo en voz alta el viejo-. No sólo está mirando.

Remó lentamente y con firmeza hacia donde estaba el ave trazando círculos. No se apuro y mantuvo los sedales verticalmente. Pero había forzado un poco la marcha a favor de la corriente, de modo que todavía estaba pescando con corrección, pero más lejos de lo que hubiera pescado si no tratara de guiarse por el ave.

El ave se elevó más en el aire y volvió a girar sus alas inmóviles. Luego picó de súbito y el viejo vio una partida de peces voladores que brotaban del agua y navegaban desesperadamente sobre la superficie.

– Dorados -dijo en voz alta el viejo-. Dorados grandes.

Montó los remos y saco un pequeño sedal de debajo de la proa. Tenía un alambre y un anzuelo de tamaño mediano y lo cebo con una de las sardinas. Lo

soltó por sobre la borda y luego lo amarró a una argolla a popa. Luego cebó el otro sedal y lo dejó enrollado a la sombra de la proa. Volvió a remar y a mirar al ave negra de largas alas que ahora trabajaba a poca altura sobre el agua,

Mientras él miraba, el ave picó de nuevo ladeando sus alas para el buceo y luego salió agitándolas fiera y fútilmente siguiendo a los peces voladores. El viejo podía ver la leve comba que formaba en el agua el dorado grande siguiendo a los peces fugitivos. Los dorados corrían, disparados, bajo el vuelo de los peces y estarían, corriendo velozmente, en el lugar donde cayeran los peces voladores. Es un gran bando de dorados, pensó. Están desplegados ampliamente: pocas probabilidades de escapar tienen los peces voladores. El ave no tiene chance. Los peces voladores son demasiado grandes para ella, y van demasiado velozmente.

El hombre observó cómo los peces voladores irrumpían una y otra vez y los inútiles movimientos del ave. “Esa mancha de peces se me ha escapado -pensó-. Se están alejando demasiado rápidamente, y van demasiado lejos. Pero acaso coja alguno extraviado, y es posible que mi pez grande esté en sus alrededores. Mi pescado grande tiene que estar en alguna parte.”

Las nubes se levantaban ahora sobre la tierra como montañas y la costa era solo una larga línea verde con las lomas azulgrís detrás de ella. El agua era ahora de un azul profundo, tan oscuro que casi resultaba violado. Al bajar la vista vio el cernido color rojo del plancton en el agua oscura y la extraña luz que ahora daba el sol. Examinó sus sedales y los vio descender rectamente hacia abajo y perderse de vista; y se sintió feliz viendo tanto plancton porque eso significaba que había peces.

La extraña luz que el sol hacía en el agua, ahora que el sol estaba más alto, significaba buen tiempo, y lo mismo la forma de las nubes sobre la tierra. Pero el ave estaba ahora casi fuera del alcance de la vista y en la superficie del agua no aparecían más que algunos parches de amarillo sargazo requemado por el sol y la violada, redondeada, iridiscente, gelatinosa y violada vejiga de una medusa flotando a corta distancia del bote. Flotaba alegremente como una burbuja con sus largos y mortíferos filamentos purpurinos a remolque por espacio de una yarda.

– Agua mala -dijo el hombre. Puta.

Desde donde se balanceaba suavemente contra sus remos bajó la vista hacia el agua y vio los diminutos peces que tenían el color de los largos filamentos y nadaban entre ellos y bajo la breve sombra que hacía la burbuja en su movimiento a la deriva. Eran inmunes a su veneno. Pero el hombre no, y cuando algunos de los filamentos se enredaban en el cordel y permanecían allí, viscosos y violados, mientras el viejo laboraba por levantar un pez, sufría verdugones y excoriaciones en los brazos y manos como los que producen el guao y la hiedra venenosa. Pero estos envenenamientos por el agua mala actuaban rápidamente y como latigazos.


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