Текст книги "Ruslán y Liudmila"
Автор книги: Alejandro Pushkin
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Поэзия
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—¡Ahora ya sabes quién soy! —le dice con crueldad—. Dime, animal feroz, ¿dónde están ahora tu belleza y tu fuerza?
Y ata la barba a su alto casco. Llama luego a su fiel caballo, que corre hacia él relinchando. Nuestro guerrero mete en el saco que lleva atado a la silla al enano, más muerto que vivo, y sin perder momento asciende por la abrupta montaña y corre con júbilo hacia el castillo encantado.
Los sirvientes negros y las tímidas esclavas, al divisar desde lejos el casco adornado de cabellos, demostración segura de la victoria del guerrero, corren a esconderse en abigarrada confusión y desaparecen cual fantasmas. El héroe se pasea solo por las soberbias habitaciones llamando a su amada. Pero sólo le contesta el eco de las bóvedas silenciosas.
Preocupado e impaciente, Ruslán abre la puerta del jardín. Camina, busca por todas partes y no la encuentra. Preocupado, mira en torno suyo: todo parece muerto. Los bosques están silenciosos, vacíos los pabellones; ni en los desfiladeros, ni en los valles encuentra huellas siquiera de Liudmila. Nada oye.
El príncipe se estremece. Parécele como si se apagara la luz del día; le asaltan las ideas más sombrías... ¡Quizás la desaparición... el cautiverio!... ¡Quién sabe si en cierto momento aquellas aguas!...
Así permanece nuestro guerrero, cabizbajo y sumido en sombrías reflexiones. Se siente presa de un temor indefinido. Se para como petrificado, con la mente ofuscada, y por su sangre corre el fuego del veneno de un amor desesperado.
Mas de pronto parécele como si le besara la sombra de su amada princesa... Y el guerrero vuelve de nuevo a recorrer los jardines. Desesperado, vuelve a llamar a Liudmila, arranca peñas, todo lo destruye; con la espada hace trizas los pabellones; bajo sus golpes caen árboles y bosques, y los puentes desaparecen sumergidos en las olas; la estepa parece un desierto; golpes y crujidos se oyen a gran distancia.
Por todas partes se oye el ruido de la espada. El maravilloso dominio queda devastado. El guerrero busca, enloquecido, a sus víctimas, y hace girar el arma a derecha y a izquierda, cortando el aire... Y he aquí que de pronto un inesperado golpe de la espada hace caer el último obsequio de Chernomor a la princesa.
Desaparece en el acto la fuerza del encantamiento. Liudmila aparece presa en la red.
No dando fe a sus propios ojos y ebrio de una dicha tan inesperada, nuestro guerrero cae a los pies de su fiel e inolvidable compañera, le besa las manos, rompe las redes y llora de emoción. Vuelve a llamarla. Pero la princesa duerme. Sus ojos y sus labios están cerrados y un dulce sueño agita su joven pecho. Ruslán no aparta de ella la mirada. Vuelve a sentirse torturado por la angustia... pero oye de pronto la voz de su bienhechor el finlandés:
—¡Ánimo, príncipe! Prepárate para emprender el regreso con Liudmila. No te preocupe su sueño. Infunde nueva fuerza a tu corazón y mantente fiel a tu amor y a tu honra. El rayo de Dios caerá sobre el maleficio, volverán tiempos de paz y la princesa despertará de su sueño encantado en Kiev, y en presencia de Vladimir.
Reanimado por aquella voz, Ruslán coge en sus brazos a su esposa y abandona plácidamente aquellas alturas, bajando a los valles solitarios.
En silencio, y con el enano atado a la silla, emprende el regreso. Liudmila descansa en sus brazos, fresca como la aurora; su cabeza reposa sobre el hombro del guerrero. El viento del desierto juguetea con los bucles de sus cabellos, y sus labios murmuran el nombre de su esposo.
Ruslán, en su dulce ensimismamiento, percibe su aliento delicioso, su sonrisa, sus lágrimas y sus apagados gemidos.
Y el guerrero prosigue noche y día su camino por valles y montes. Aún está lejos el término y la doncella continúa dormida.
Surge ante ellos un valle en el que crecen escasamente algunos pinos; en el horizonte se divisa sobre el fondo claro del cielo azul una redonda colina. Ruslán adivina que se acerca a la Cabeza. Su caballo acelera el trote. Ya se ve claramente el milagro de los milagros. La Cabeza le mira fijamente. Sus cabellos, que le crecen sobre la vasta frente, semejan un oscuro bosque. Pero su rostro aparece inánime y pálido, como cubierto de una capa de plomo. Tiene abierta la enorme boca y se ven sus dientes apretados... Pesa sobre la Cabeza el último de sus días. El guerrero corre hacia ella, llevando consigo a la princesa y al enano atado a la silla, y le grita:
—¡Te saludo, Cabeza! ¡Aquí estoy! ¡El que te traicionó ha recibido ya su castigo! ¡Mira! ¡Aquí lo llevo! ¡El infame es ahora nuestro prisionero!
Estas palabras del príncipe reaniman a la Cabeza; recobra los sentidos y, como despertando de un sueño, le mira; y lanza un terrible gemido al reconocer al guerrero y adivinar la suerte de su hermano. Se le hinchan las narices, vuelven a coloreársele las mejillas y en sus ojos furibundos se refleja una última llamarada de furor. En su muda rabia hace rechinar sus dientes y balbucea con su lengua ya inánime denuestos ininteligibles.
Pronto debían concluir sus prolongados sufrimientos. Su frente se enfrió, su respiración fatigosa hízose más lenta, y el príncipe y Chernomor no tardaron en asistir a las convulsiones de la agonía... Y quedó dormida en el eterno sueño.
El guerrero se apartó silenciosamente de la Cabeza: el enano, que temblaba atado a la silla, no se atrevía a moverse ni a respirar y en el idioma de la magia negra rezó fervorosamente a los demonios.
*
En el declive de las sombreadas orillas de cierto río hasta ahora sin nombre, se levantaba una casita con techumbre derruida, rodeada de frondosos pinos y oculta en la frescura de un bosque.
La apacible corriente del río lamía el seto con sus perezosas olas, murmurando a la caricia de un fresco céfiro. El valle era solitario, sombrío y de los más apartados. Parecía que hubiera reinado allí el silencio más absoluto desde la mismísima creación del mundo.
Ruslán había hecho detenerse a su caballo. Todo estaba tranquilo y reinaba la paz más absoluta. El valle y el bosque de junto al río aparecían envueltos en la bruma matutina.
Depositó Ruslán a su esposa en tierra, sentóse junto a ella y, en silencio, suspiró triste y tiernamente.
Ve de pronto la vela de una barca y oye la canción de un pescador que resuena por la superficie de las tranquilas aguas.
El pescador, arrastrando las redes e inclinado sobre los remos, se dirige hacia la orilla cubierta de bosques, acercándose a la humilde cabaña. El príncipe ve cómo amarra la barca en la orilla. Una muchacha sale de la cabaña y corre al encuentro del pescador. Su cuerpo esbelto, sus cabellos en desorden, su tímida mirada, todo es tan gracioso que cautiva las almas sin querer. Se abrazan y se sientan junto a las frescas aguas. Ha llegado para ellos la hora de la charla y del descanso.
Pero nuestro joven guerrero, sentado allí junto a su amada, y en su muda sorpresa, ¿a quién reconoce en aquel feliz pescador?
Pues al khan de los kazares, al glorioso Ratmir, su joven rival de amor y de sangrientas luchas, a Ratmir, que en aquel lugar despoblado se ha olvidado de la hermosísima Liudmila.
El héroe se acerca a él, y también aquel hombre retirado del mundo reconoce a Ruslán y corre a su encuentro. Se oye una exclamación... El príncipe abraza al joven khan.
—¿Qué ven mis ojos? —pregunta el héroe—. ¿Qué haces aquí? ¿Has huido acaso de la vida agitada de las batallas, dejando abandonada tu espada victoriosa?
—¡Amigo! —le contesta el pescador—. Mi alma estaba cansada de las vanas y fugaces ilusiones de la gloria guerrera. Puedes creer que las distracciones inocentes, el amor y los bosques apacibles me gustan cien veces más. Ahora, al haber perdido aquel afán de luchar, ya no pago tributos a la locura, disfruto de una felicidad amable, y ¿creerás, buen compañero, que todo lo he olvidado ya... hasta los encantos de Liudmila?...
—¡Querido khan! ¡Me alegro por ti! —le dice Ruslán—. Porque la traigo conmigo.
—¿Es posible? ¿Cómo ha sido esto? ¿Qué escucho? ¿Dónde está? Yo tengo ya una esposa a la que quiero. Ha sido ella la causa de mi feliz transformación. ¡Ella representa ahora para mí toda mi alegría, mi vida entera! Ha sido ella la que me ha devuelto mi perdida juventud, la que me ha traído la paz y la que me ha hecho conocer el verdadero amor. Doce eran las doncellas que me enamoraban; pero a todas las abandoné por ésta. Abandoné su alegre castillo, oculto entre bosques del robles. Abandonados quedaron mi espada y mi pesado casco, me olvidé de la gloria y de mis enemigos. Me convertí en pacífico y anónimo anacoreta, y permanecí en este lugar tranquilo y solitario... ¡contigo, querida esposa, contigo, luz de mi alma!...
La pastora escuchaba sonriendo y suspirando la franca conversación de los amigos y miraba cariñosamente al khan de los kazares.
El pescador y el guerrero permanecieron hasta entrada la noche sentados en aquellas riberas, hablando animadamente y a corazón abierto.
Las horas transcurren veloces. Oscurécense ya el bosque y las montañas. Asciende la luna. Todo se sumerge en una paz todavía mayor.
El héroe se da cuenta de que ya debería haber emprendido la marcha. Cubriendo con un manto a la doncella dormida, Ruslán monta a caballo. El khan le sigue pensativo, con la vista, y con toda el alma le desea fama, victorias, felicidad y amor; pero el recuerdo de los años de su gallarda juventud le llena de tristeza.
*
El indigno buscador de la princesa y anónimo Farlaf, al renunciar a la fama, se había marchado a un lugar desierto y también tranquilo, en el que no dejaba de aguardar a Naína. Por fin llegó la hora solemne.
La bruja se presentó ante él y le dijo: —¿Me reconoces? ¡Pues ensilla el caballo y sigúeme!
Y dicho esto, la bruja se transformó en una gata. El caballo estaba ensillado ya. La hechicera se puso en camino y empezó a atravesar los lúgubres senderos de los bosques seguida por Farlaf.
*
El tranquilo valle estaba sumido en un sueño profundo y envuelto en la niebla nocturna. La luna corría de una nube a otra, iluminando una colina, al pie de la cual estaba sentado Ruslán, silencioso y sumido en su eterna melancolía. Junto a él yacía la princesa, que continuaba dormida.
Ruslán se hallaba abstraído en una profunda meditación; unas tras otras acudían las ideas a su mente; pero todas se referían al sueño aquél, que le abanicaba con sus frías alas. Por último, miró desesperadamente a la joven muchacha y, fatigado, dejóse caer a sus pies y se durmió a su vez.
Y tuvo un sueño.
Ve a la princesa junto a un precipicio, pálida e inmóvil... Un momento después desaparece, y se queda solo. Desde el fondo del precipicio llega la débil y conocida voz de su esposa, que le llama; Ruslán se lanza hacia ella y rueda en las tinieblas... Encuéntrase de pronto en los aposentos de Vladimir, rodeado de viejos guerreros —sus doce hijos —y de una multitud de invitados. Todos están sentados a la mesa, reunidos en consejo de guerra. El viejo príncipe parece tan furioso como el desdichado día de la separación. Todos permanecen inmóviles, sin atreverse a turbar el silencio. No se oyen risas, como antes, y la gran copa no gira como antaño. Entre los invitados está también Rogday, el guerrero que cayó muerto en la lucha; pero ahora lo ve sentado como si estuviera vivo; Rogday bebe en su vaso espumeante, está contento y parece no reconocer al sorprendido Ruslán. El príncipe ve también al joven khan y a algunos otros de sus amigos y enemigos. Entretanto, suenan las notas fugaces del salterio y se oye la voz del adivino, cantor de héroes y de memorables hazañas. En el aposento entra Farlaf, trayendo de la mano a Liudmila. Pero el viejo príncipe, aunque lo ve, no se mueve y permanece callado y cabizbajo. También enmudecen los demás príncipes y boyardos, como ocultando sus pensamientos.
Y, de súbito, desaparece todo. El príncipe se estremece, siente un frío mortal en el corazón, y vierte, dormido, abundantes lágrimas.
—¡No debe ser más que un sueño! —murmura confusamente. Pero a pesar de todo no puede escapar a un funesto presentimiento.
La luna ilumina apenas la montaña; los bosques están envueltos aún en tinieblas; y la llanura permanece silenciosa... El traidor se acerca cabalgando. Entra en el valle, divisa la colina y ve a Ruslán dormido a los pies de Liudmila y al caballo del guerrero, paciendo no lejos de allí.
Farlaf los contempla con temor; la bruja ha desaparecido en las sombras. Se pone a temblar, su corazón parece cesar de latir, deja caer de sus frías manos las bridas de su corcel...
Luego desenvaina la espada con cuidado y se dispone a partir en dos al guerrero, de un solo golpe y sin que entre los dos haya habido lucha.
Ya se acerca...
El caballo de Ruslán, adivinando en Farlaf a un enemigo, se pone a relinchar y a golpear la tierra. Mas todo es en vano: Ruslán no despierta; su pesadilla le tiene aletargado. El traidor, animado por la bruja, hunde tres veces con su miserable mano la fría hoja en el pecho del héroe...
Poco después huye tembloroso con su valiosa presa.
*
Durante toda la noche la sangre de Ruslán corrió al pie de la colina. Volaban las horas. La sangre corría como un río de sus heridas inflamadas. Al rayar el día abrió sus ojos oscurecidos y, gimiendo débilmente, intentó levantarse. Miró en torno suyo y cayó inmóvil, sin vida...
CANTO SEXTO
¿Dónde estábamos? ¿Y Ruslán?
Yace muerto en el campo. La sangre no corre ya. Vuela por encima de él un cuervo rapaz. Pero no suena el cuerno ni se mueve el casco ni la coraza.
En torno a Ruslán se pasea su caballo con la cabeza inclinada y los ojos apagados; ya no se agitan sus doradas crines, no juguetea ya ni corre: sólo espera que se levante su dueño. Pero el frío sueño del príncipe es muy profundo, y mucho tiempo pasará antes de que pueda manejar la adarga.
¿Y Chernomor? ¿Qué hace? Pues, olvidado por la bruja, continúa en el saco, atado a la silla y sin darse cuenta aún de lo ocurrido. Cansado, con ganas de dormir, aburrido y exasperado, maldice a la princesa y al guerrero.
Pero como pasa el tiempo y nada oye, decídese a echar una mirada en torno suyo.
Y ¡cosa sorprendente! Ve al guerrero muerto, en medio de un charco de sangre. Y observa también que Liudmila ha desaparecido y que el campo está desierto. El malhechor empieza a temblar de alegría y se dice:
—¡Ya está! ¡Soy libre!
Pero el viejo enano se equivoca.
*
Mientras tanto, Farlaf, siguiendo el consejo de Naína, se dirige a Kiev con Liudmila dormida. Temeroso y esperanzado, vuela galopando.
Ya se divisan los olas del Dniéper, que corren ruidosamente a través de los trigales; ya se distingue la ciudad de cúpulas doradas...
Ahora Farlaf cabalga por las calles. La gente que ha logrado verle desde los cultivos le sigue corriendo y se apresura a dar la alegre noticia al padre.
El traidor está ya a las puertas de palacio.
En aquellos momentos Vladimir el Sol, con el alma siempre acongojada, está sentado en sus aposentos, torturándose con sus constantes y amargas ideas. Le acompañan sus boyardos y guerreros, cuya expresión continúa siendo triste y grave.
De pronto se oye un griterío; y un inusitado alboroto se levanta en la entrada del palacio... Se abre una puerta y aparece ante sus ojos un guerrero desconocido. Se levantan cuchicheando... Y, de repente, empiezan todos a gritar llenos de sorpresa:
—¡Ha llegado Liudmila! ¡Farlaf! ¿Eres tú?
Trasmudado el semblante, el viejo príncipe se levanta del sillón y con pesados pasos se precipita hacia su hija. Se acerca. Quiere palparla con sus propias manos. Pero la muchacha de nada se da cuenta y sigue durmiendo su sueño encantado en brazos del asesino. Todos miran al viejo príncipe Vladimir y, confusos, quedan esperando.
El anciano permanece un momento callado, y de súbito lanza sobre el guerrero una mirada inquieta.
Pero éste se lleva astutamente el dedo a los labios y dice:
—¡Liudmila duerme! ¡Así la encontré hace poco en los solitarios robledales de Murom y en brazos de un demonio de los bosques!... Lo que sucedió allí fue tremendo... Luchamos tres días: tres veces la luna se levantó para iluminar nuestro combate. Por fin cayó él, y la joven princesa, sumida en un profundo sopor, quedó en mis manos... Pero quién podrá despertarla de su larguísimo y maravilloso sueño, es cosa que yo no sé; las leyes del destino permanecen ocultas, y, para consolarnos, sólo nos quedan la esperanza y la paciencia.
Muy pronto la terrible noticia se propagó por toda la ciudad y la muchedumbre se agolpó en la plaza.
Para todo el mundo están abiertas las puertas de palacio. La gente se agita y se precipita al lugar donde, sobre un alto catafalco cubierto de rico brocado, descansa la princesa en su profundo sueño. Príncipes y guerreros la rodean, sumidos en honda tristeza. Suenan junto a ella cuernos, tímpanos, salterios y tamboriles. Rendido por el dolor, el viejo príncipe llora silenciosamente, y caen sus níveos cabellos a los pies de su hija.
Junto a él, cubierto el semblante de mortal palidez, está Farlaf. Arrepentido y furioso a un tiempo, tiembla, perdida toda su arrogancia.
Llega la noche. Pero nadie duerme en la ciudad. Todos se apretujan gritando y comentando el milagro.
Pero tan pronto como ha desaparecido la luz del cuarto menguante ante la faz del alba, toda la ciudad de Kiev se agita a causa de nuevas noticias alarmantes. De todas partes llegan ahora el griterío y el alboroto. Los habitantes de Kiev se agolpan ante los muros de la ciudad y desde allí presencian este cuadro: a través de la bruma matutina descúbrense claramente blancas tiendas de campaña en la orilla opuesta del río; centellean las adargas, por el campo galopan los jinetes y a lo lejos se ve como se aproximan los carros de combate, levantando negras nubes de polvo; en las cimas de las montañas se ven arder hogueras. ¡Oh, desgracia! ¡Se han sublevado los pechenegos!
*
Mientras tanto, el sabio finlandés, poderoso señor de los espíritus, aguardaba tranquilo en el desierto la llegada inevitable del día fijado desde hacía mucho tiempo por el destino.
Existe un valle milagroso, rodeado de abrasadoras estepas, protegidas por abruptas cordilleras, morada de vientos y tempestades; un valle existe en el cual a la caída del sol no se atreve a penetrar siquiera la mirada de la bruja.
Por aquel valle corren los arroyuelos. Uno de ellos lleva "agua de la vida", que murmura saltando alegremente sobre las piedras. Y el otro lleva el "agua de la muerte". Reina allí un profundo silencio. Duermen los vientos, no sopla la fresca brisa primaveral, se yerguen inmóviles los pinos seculares, los pájaros no revolotean, y el ciervo no se atreve a beber aquellas aguas misteriosas; ni aun en los días más sofocantes del verano. Custodia aquellas riberas desde el principio de los siglos una silenciosa pareja de espíritus.
A ellos se presentó, pues, el anacoreta, llevando en las manos dos jarros vacíos. Los espíritus despertaron de su sueño, pero, al verlo, se alejaron llenos de temor.
Inclinándose el anacoreta, sumergió en las vírgenes aguas sus dos jarros y, hecho esto, se elevó y desapareció en los aires.
En un instante compareció en el valle, donde yacía inmóvil Ruslán, bañado en su sangre.
El anciano se acercó al guerrero, le roció con unas gotas del "agua de la muerte" y al momento se cicatrizaron las heridas. Y el cuerpo del mancebo pareció revivir en toda su belleza. Roció luego el hechicero al príncipe con unas gotas de "agua de la vida" y Ruslán se levantó animoso, con fuerzas nuevas, rebosante de juventud, y contempló con ávida mirada la luz del día. Lo sucedido le parecía ahora una pesadilla.
Pero ¿y Liudmila?... ¡Está solo!... Su corazón deja de latir...
Se estremece de pronto, sin embargo, al oír la voz del finlandés, que le llama y que, abrazándole, le dice:
—¡Se ha cumplido lo que estaba escrito! Te espera la felicidad, pero te aguarda antes una sangrienta batalla, en la que tu espada caerá como la tormenta sobre tus enemigos. Después gozará Kiev de una dulce paz. Allí encontrarás entonces a tu esposa. Toma esta sortija sagrada. Toca con ella la frente de Liudmila e instantáneamente perderá su fuerza el encantamiento. Ante ti temblarán tus enemigos. La paz quedará restablecida y se desvanecerá la enemistad. ¡Sed, pues, felices los dos! Y ahora, ¡adiós, querido guerrero, y para mucho tiempo! Dame la mano... nos volveremos a ver al otro lado de la tumba... antes no.
Dicho esto, el anciano desapareció, esfumándose.
Loco de alegría, Ruslán, nacido a una vida nueva, hace un gesto como queriendo detenerle, pero nada se oye ya. El guerrero se encuentra solo en el campo. El caballo, con el enano atado a la silla, se encabrita y corre impaciente junto a él, agitando las crines y relinchando. El príncipe, que ya lo espera, monta sano y salvo y vuelve a galopar a través de montes y selvas.
*
Por el mismo tiempo la asediada ciudad de Kiev presentaba un aspecto vergonzoso.
El pueblo, desesperado, contempla desde muros y torres los campos devastados y aguarda con terror el castigo del Cielo. Los habitantes lloran silenciosamente en sus casas y junto a los depósitos de trigo.
Vladimir, solo, reza fervorosamente al lado de su hija; una multitud de valerosos guerreros se prepara para la sangrienta lucha en unión de las fieles tropas de los príncipes.
*
Y llega el día en el cual las vastas e incontenibles masas de enemigos se ponen en movimiento; bajan de las lomas e, irrumpiendo en el valle, se acercan a los muros de la capital.
En la ciudad suenan las trompetas, los combatientes cierran sus filas y se precipitan al encuentro del temible enemigo. Y se entabla el combate.
Olfateando la muerte, los caballos se encabritan; empiezan a sonar espadas y corazas; silban nubes de flechas y la sangre inunda el campo. Los jinetes intervienen y chocan en abigarrada confusión.
Combaten por un lado las filas una frente a otra; más allá lucha un soldado de a caballo con otro de a pie; aquí galopa asustado un corcel sin jinete.
Allí yace un ruso, acullá un pechenego. Allí se oyen gritos de victoria, aquí se emprende la fuga.
Allí un combatiente ha caído muerto de un golpe de maza, aquí otro yace atravesado por una flecha veloz y, más cerca todavía, se ve un caballo enloquecido pisoteando a un luchador derribado.
La batalla dura hasta entrada la noche, pero ni el enemigo ni los de Kiev consiguen la victoria.
Los combatientes duermen fatigados entre montones de ensangrentados cadáveres, y sólo llegan del campo de batalla lamentos y oraciones de guerreros.
*
Palidecen las sombras; empiezan a brillar las aguas del río y nace un día gris, con un oriente brumoso. Montes y bosques empiezan a clarear y se despierta el cielo. Pero el campo de batalla permanece todavía dormido.
Mas de pronto se anima con gran ruido el campamento contrario; de nuevo se entra en batalla y resuenan los gritos de guerra.
En las filas de los de Kiev empieza a reinar la confusión y corren a la desbandada.
Pero en aquel momento se ve surgir en el campo, entre los enemigos, un extraño jinete. Su armadura resplandece a los rayos del sol y le hace aparecer como envuelto en llamas.
El jinete corre, salta, reparte mandobles a diestro y siniestro y hace sonar el cuerno.
Es Ruslán, que cae sobre los paganos como el rayo enviado por Dios. Galopa por todo el campamento del acobardado enemigo llevando al enano atado a la silla. Por donde silba su espada, por donde su caballo corre, caen segadas las cabezas. Las filas retroceden unas tras otras, y unas sobre otras van cayendo. En un instante se levantan montones de ensangrentados cadáveres, que son aplastados por los caballos o se confunden con los que quedan todavía vivos, y con enorme cantidad de lanzas, corazas y flechas.
Al oír resonar el cuerno, los ejércitos eslavos acuden junto al héroe. Y vuelve a entablarse la lucha...
—¡Muere, pagano!
El pánico se apodera de los pechenegos, hijos perpetuos de las batallas. Intentan reunir a sus caballos dispersados. Ya no se sienten con ánimos de resistir por más tiempo y corren a la desbandada, dejando abandonado el campo polvoriento y huyendo de las espadas de Kiev. Pero están destinados a acabar en el infierno.
La espada rusa los hace caer por millares. La ciudad entera de Kiev celebra la victoria. El héroe esforzado recorre las calles. En la mano derecha sostiene su espada victoriosa; brilla la lanza como una estrella y resbala la sangre sobre su coraza de cobre. El viento hace mover la barba que lleva atada al casco. Y el guerreo se dirige apresurado, y animado por la esperanza, al palacio del príncipe, abriéndose paso entre la inmensa multitud.
El pueblo, entusiasmado, lo aclama calurosamente.
La alegría infunde nuevas fuerzas al joven príncipe. Llega a palacio. Se halla éste sumido en el silencio en que duerme Liudmila su sueño encantado. A sus pies está el gran príncipe Vladimir, triste y sin esperanzas. Todos sus amigos han sido llamados al campo de la sangrienta batalla.
Farlaf, que huye de la fama y prefiere hallarse lejos de las espadas enemigas y de los peligros del campamento, monta la guardia a las puertas del palacio.
Apenas el asesino reconoce a Ruslán, parécele que se le hiela la sangre en las venas, se le enturbia la mirada; se ahoga una exclamación en sus labios y, casi desvanecido, cae de rodillas. Su traición espera sólo el castigo que merece.
Pero Ruslán, acordándose del mágico anillo, corre ya en busca de Liudmila; la ve dormida plácidamente y aplica a su frente la sortija con mano temblorosa...!
¡Y se cumple el milagro!
¡La joven princesa suspira y abre sus ojos claros!
Parece extrañada por lo larga que ha sido la noche. Cree estar soñando todavía.
Pero no tarda en ver que tiene ante ella a su esposo...
El príncipe abraza a Liudmila, y en su alegría nada oye ni ve.
El anciano, por su parte, abraza emocionado y llorando a los seres queridos.
*
Y ¿cómo voy a acabar el cuento? ¡Lo adivináis ya, amigos míos!
La ira algo injustificada del anciano se ablandó. Farlaf, arrodillado ante Ruslán y Liudmila, reconoció y confesó su infamia y su vergonzosa conducta, y el príncipe le perdonó.
El enano, perdida ya su fuerza mágica, fue admitido en palacio.
Y en vista del feliz desenlace, Vladimir volvió a organizar un festín en sus espaciosos aposentos.
Es ésta una historia de tiempos lejanos, una leyenda de la antigüedad más remota.
* * *