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Ruslán y Liudmila
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Автор книги: Alejandro Pushkin


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Poema de Aleksandr Pushkin publicado en 1820. Está escrito como un cuento de hadas épico, compuesto por una dedicatoria, seis cantos y un epílogo. Narra la historia del rapto de la hija del príncipe Vladímir de Kiev, Ludmila, por un malvado mago, y los esfuerzos por rescatarla del valiente caballero Ruslán.


RUSLAN Y LIUDMILA



Poema de Aleksandr Pushkin publicado en 1820. Está escrito como un cuento de hadas épico, compuesto por una dedicatoria, seis cantos y un epílogo. Narra la historia del rapto de la hija del príncipe Vladímir de Kiev, Ludmila, por un malvado mago, y los esfuerzos por rescatarla del valiente caballero Ruslán.




©1820, Pushkin, Aleksandr Sergueevich

ISBN: 9788467485264

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ALEXANDER PUSHKIN


Ruslán y Liudmila






PROLOGO




En una playa próxima a cierto golfo crece un robusto y verde roble. Un gato sabio, sujeto al tronco por una cadena de oro, da vueltas sin cesar en torno a él.

Cuando corre a la derecha, entona una canción, y cuando corre a la izquierda se pone a contar un cuento.

Por todas partes se producen allí milagros; anda vagando el demonio, una ondina se balancea en las ramas... Y en los senderos ocultos se ven huellas de animales nunca vistos...

También hay una casita con patas de gallina, y que no tiene puertas ni ventanas. Allí cada bosque y cada valle albergan innúmeros fantasmas...

Allí, al rayar el alba, cuando las olas empiezan a rodar por las riberas arenosas, surgen de las límpidas aguas treinta y tres hermosos héroes, capitaneados por el viejo Tío del Mar...

Allí un joven príncipe vence y hace prisionero a un zar temible...

Allí, a la vista de todos, rapta un brujo a un héroe esforzado y, subiendo con él a las nubes, vuela sobre bosques y mares...

Allí, encerrada en una celda, llora una zarina, a la que sirve con fidelidad un oso pardo...

Allí camina por sí solo un mortero junto a la bruja Yaga.

Allí el zar de los brujos, el Brujo-Inmortal, tiembla por su oro...

Allí reina el espíritu ruso... Todo sabe a Rusia allí.

Y allí estuve yo... Bebí dulcísimo hidromiel, vi aquel roble verde, y también, a su sombra, al gato sabio, que me contó buenos cuentos de los suyos. Y uno de ellos lo recuerdo, y voy a contarlo ahora al mundo entero...

CANTO PRIMERO






Es ésta una historia de tiempos lejanos, una leyenda de la antigüedad más remota.

Rodeado de sus hijos poderosos y de sus amigos, el príncipe Vladimir el Sol daba un festín en la sala más espaciosa de su palacio; celebraba los esponsales de su hija menor con el valiente Ruslán, y levantaba a su salud una pesada copa de hidromiel.

Nuestros antepasados comían siempre con gran calma, y las jarras y los vasos de plata, llenos de vinos espumosos y cerveza, que infunden alegría en los corazones, se movían ante ellos con gran lentitud. Vasos y copas, rebosantes de espuma, eran servidos por coperos que, al ofrecerlos, se inclinaban con respeto ante los convidados.

Las voces se mezclan en un rumor confuso, en un zumbido interminable. Pero de pronto resuenan las notas sonoras y fugaces del salterio y la voz melodiosa del trovador. Todos callan y escuchan. El cantor elogia la belleza de Liudmila, la valentía de Ruslán y la corona que les ha preparado el amor.

Fatigado, sin embargo, por su emoción amorosa, Ruslán ni come ni bebe; está inmóvil, sin apartar los ojos de su amada, suspira e impaciente se retuerce los bigotes.

A la misma mesa están sentados tres mancebos, los tres guerreros flamantes, que contemplan tristemente sus copas vacías olvidándose de llenarlas, no prueban plato alguno y parecen no oír la canción del trovador; son los tres rivales del prometido. Los desdichados sienten en sus almas el veneno del odio y la amargura de un amor desgraciado.

Uno de ellos es Rogday, intrépido guerrero que supo ensanchar con su espada las fértiles tierras de Kiev.

El otro es Farlaf, un charlatán altanero a quien nadie vence en los festines, pero guerrero mediocre en el fragor de las batallas.

Y el tercero es Ratmir, el joven khan de los kazares.

Los tres tienen pálido y sombrío el semblante y a ninguno de los tres le divierte el festín.

Finalmente, concluye. Todos se levantan de la mesa y contemplan a los jóvenes prometidos. La novia mira confusa al suelo y parece un poco triste. En cambio Ruslán se muestra ahora alegre y animado en extremo.

Se acerca la medianoche y las negras sombras envuelven la naturaleza toda. Los boyardos, adormecidos por efecto del hidromiel, se despiden con profundos saludos y se retiran a sus casas.

El novio está en las nubes y lleno de ventura.

El príncipe Vladimir, emocionado y algo triste, da su bendición a los jóvenes. Seguidamente acompañan todos a la muchacha a sus aposentos.

De súbito, retumba un espantoso trueno, brilla un relámpago en la oscuridad y la lámpara se apaga.

Quedó todo envuelto en una nube de humo. Parece como si todas las cosas empezaran a temblar en las tinieblas... y se hace un profundo silencio.

Una voz extraña resuena dos veces en el silencio terrible; una sombra negra desciende y desaparece después en una nube de humo.

Y vuelve a reinar el silencio, como si todo el palacio quedara abandonado.

Ruslán está pálido y bañado en un frío sudor.

Su mano yerta busca vanamente en las tinieblas a su amada... Sólo encuentra el vacío. Liudmila ha desaparecido arrebatada por una fuerza desconocida.

¡Ay de aquel que pierde a la amada para siempre en un instante! A no dudarlo es preferible la muerte...

Mas el desdichado Ruslán siguió viviendo.

Y a todo esto ¿qué dijo el príncipe?

Sorprendido por la tremenda noticia y enfurecido contra su yerno, llamóle, convocando al propio tiempo a su corte entera.

—¿Dónde está Liudmila? —le pregunta con tono amenazador.

Pero Ruslán no le oye.

—¡Hijos míos y amigos todos! —prosigue lamentándose el príncipe—. A vosotros me dirijo recordándoos vuestros méritos. ¡Tened piedad de mí, que soy un anciano! ¿Cuál de vosotros está dispuesto a salir en busca de mi hija? ¡El mérito del valiente que lo consiga no quedará sin premio! Y tú, desdichado, que nos has sabido guardar a tu esposa, llora y laméntate, porque he de darla al que la encuentre, con la mitad del reino de mis abuelos... ¿Cuál, pues, de mis hijos o amigos está dispuesto a salir en su busca?

—¡Yo! —exclamó el abatidísimo esposo.

—¡Yo, yo, yo! —contestaron a una Rogday, Farlaf y el siempre alegre Ratmir—. Ahora mismo vamos a ensillar nuestros caballos, y nos tienes dispuestos a recorrer el mundo entero. No temas, padrecito, tu espera no será larga. ¡Correremos presurosos en busca de la princesa!

El anciano padre, conmovido después de tanto sufrir, les abre, llorando, los brazos.


*




Los cuatro salen juntos del palacio.

Ruslán, muy desanimado por su desventura; la idea de haber perdido de manera tan súbita a su amada le atormentaba el corazón.

Los cuatro saltan sobre sus corceles y vuelan a lo largo de las rientes orillas del Dniéper, desapareciendo tras una nube de polvo. Y todos, con el príncipe al frente, les siguen, aunque sólo con el pensamiento, pues no ven ya ante sí más que el campo desierto.

Ruslán sufre y sigue callado; hasta la memoria ha perdido.

Tras él va Farlaf que, poniéndose en jarras, exclama:

—¡Qué contento estoy de poder obrar a mi gusto y con total libertad! ¡Ojalá encontrara pronto al gigante! Entonces la sangre correría de verdad. Muchas serían las víctimas que haría caer mi amor celoso. ¡Alégrate, pues, fiel espada, y también tú, corcel veloz!

El khan de los kazares baila en la silla, viéndose ya en brazos de Liudmila. Hierve su sangre moza, y en su mirada brilla la esperanza. Ora pone al galope su caballo, ora lo hace encabritar, obligándole a vencer pasos abruptos.

Rogday calla y se muestra más taciturno que sus compañeros. Está inquieto y, enfurecido, mira de reojo al khan de los kazares.

Todos los rivales, durante el día entero, siguen la misma ruta.

La orilla más baja del Dniéper tórnase ya oscura. Desde Oriente se acercan las sombras de la noche y sobre el río profundo extiéndese la bruma. Ha llegado el momento de dar reposo a los caballos. Al pie de una montaña crúzanse varios caminos.

—Vamos a separarnos aquí —dicen todos.

Y cada cual deja que su corcel escoja la ruta libremente.


*




¿Qué haces tú, infortunado Ruslán, solo en este desierto silencioso? ¿Continúas recordando el aciago día de tus bodas con Liudmila, que surge ante ti como en un sueño?

¿Por qué vas así con el casco de cobre hundido hasta las cejas, dejando que se escapen las riendas de tus fuertes manos? ¿Por qué vas con el paso tan lento por los campos, cada vez más perdidas la esperanza y la fe?

Pero ahora aparece una cueva ante los ojos del guerrero. En la cueva brilla una luz... El jinete se dirige allí sin detenerse, y atraviesa bóvedas adormecidas, tan viejas como el mundo.

Se para y entra, lleno de tristeza... Y ¿qué descubre allí?

En la cueva ve a un anciano, de luenga barba blanca y de mirada clara y serena; está inclinado sobre un viejo libro, leyendo con suma atención y ante él arde una lamparilla.

—Bienvenido seas, hijo mío —dice el anciano, sonriendo—. Hace veinte años que estoy aquí completamente solo, extinguiéndome lentamente en las tinieblas de mi vida. Pero por fin ha llegado el día previsto por mí, el día en que la muerte nos une. Siéntate, pues, y escucha lo que voy a decirte.

Sé, Ruslán, que has perdido a tu Liudmila y que ya van desmayando las fuerzas de tu espíritu. Pero el mal es pasajero, y pronto desaparecerá el dolor que te ha infligido el destino... Sigue, pues, adelante y sin temor, alegre siempre y lleno de fe y esperanza. ¡No desfallezcas! ¡Siempre adelante! Sigue tu camino y ábrete paso con la espada dirigiéndote siempre hacia donde reina la medianoche.

Debes saber, Ruslán, que quien te ha agraviado es un hechicero, el terrible Chernomor, conocido secuestrador de muchachas hermosas. Es el dueño de las montañas del reino de la medianoche. Y hasta ahora ni una sola mirada ha logrado penetrar en su palacio.

Pero tú, vencedor de la maldad, penetrarás en la morada del malhechor y acabarás con él. Nada más debo decirte. Así, pues, desde ahora se halla tu suerte en tus propias manos, hijo mío.

Cayó nuestro héroe a los pies del anciano, y le besó la mano, radiante de alegría.

Va despejándose el mundo ante sus ojos y su corazón se alivia y reanima. Mas de súbito vuelve a pasar por su rostro la sombra de la tristeza...

—Adivino la causa de tus inquietudes, pero me es fácil desvanecerlas —le dice el anciano—. Te preocupa el amor del brujo de blancas canas... Tranquilízate; su amor no es peligroso para la joven. Terrible es el poder de Chernomor; puede hacer que desciendan las estrellas y con su silbido hace temblar a la luna. Pero contra la ley del tiempo nada vale su ciencia y no puede recuperar su juventud. Es ya un mísero viejo y no conseguirá que la joven olvide tu amor y consienta en ser su esposa.

Pero el día termina ya, guerrero, y te conviene el reposo.

Ruslán se acuesta sobre el blando musgo, a la tenue luz de la lamparilla, e intenta conciliar el sueño...

Suspira, cambia de posición; mas todo es en vano.

—No puedo dormir, padre mío —acaba diciendo—. No sé qué hacer. Mi alma está enferma... el sueño huye de mí... La vida me es penosa en demasía... Permite que me alivie con tu santa conversación. Perdóname una pregunta indiscreta: ¿quién eres tú, hombre bondadoso y enigmático?... ¿Quién te obligó a vivir en este lugar desierto?

El anciano, suspirando, le sonrió afablemente y le dijo:

—Querido hijo mío. Yo soy finlandés, y por el tiempo de mi despreocupada juventud, apacenté ganado de las vecinas aldeas en valles sólo por nosotros conocidos. Ignoraba todo lo que no fueran bosques impenetrables, arroyos y cavernas ocultas en las rocas, así como las diversiones propias de nuestra salvaje miseria. A pesar de ello, no quiso la suerte que viviera yo largo tiempo en aquella tranquila quietud.

Cerca de nuestra aldea crecía entonces, como una flor solitaria, una muchacha llamada Naína, que sobresalía entre sus amigas por su extraordinaria belleza.

Cierto día, al llevar yo mis rebaños por los prados y cuando estaba preparando mi gaita, me encontré a orillas de un torrente impetuoso.

Una hermosa muchacha trenzaba allí una corona de flores... El destino me había llevado hasta ella...

¡Era Naína, guerrero! Me le acerqué, y mi atrevida mirada vióse correspondida con otra no menos ardiente. Conocí entonces lo que era el amor, con toda su celestial delicia y su angustia torturadora.

Así transcurrió medio año, durante el cual le declaré mi amor diciéndole: "Te quiero, Naína."

Pero Naína, que se complacía sólo en sus propios encantos, escuchó mis palabras con altivez e indiferencia y me contestó fríamente: "Pues yo no te quiero, pastor."

Al escuchar tal respuesta, me pareció que el mundo se oscurecía; y ni los árboles, ni los bosques frondosos, ni los alegres juegos de los pastores, lograron ya calmar mi angustia.

Mi corazón languideció de tristeza. Y así, decidíme al fin a abandonar los campos finlandeses y a atravesar los peligrosos abismos del mar, a fin de conquistar el corazón de la altiva Naína, con la gloria de guerreras hazañas.

Reuní, pues, a unos cuantos pescadores decididos, y les invité a buscar peligros y oro. Por primera vez el país tranquilo de mis padres y abuelos oyó el estrépito de las armas y miró pasar las naves de guerra.

Así me perdí en la lejanía, henchido de esperanza, con aquel puñado de valientes, hijos de mi tierra.

Por espacio de diez largos años salpicamos con sangre de enemigos las nieves y las aguas. Nos precedió la fama; los reyes temblaron ante mi arrojo, y sus orgullosos regimientos huyeron ante las armas del Norte.

Guerreábamos denodadamente y llenos de alegría. Nos repartíamos dones y botines y celebrábamos las victorias en unión de los vencidos.

Pero mi corazón, rebosante de amor por Naína, sufría silenciosamente en el fragor de las batallas y en el bullicio de los festines, sin poder olvidar nunca las riberas finlandesas.

"¡Amigos!", dije. "Ya es hora de volver y de colgar las armas a la sombra de nuestras casas paternas."

Moviéronse ruidosamente los remos, dejando tras nosotros el terror y la muerte; y muy pronto atracamos con júbilo en el golfo de nuestra querida patria.

"¡Por fin se ven realizadas mis ilusiones y mis más ardientes deseos! Se aproxima la hora del dulce encuentro... Arrojaré a los pies de la muchacha hermosa y altiva mi espada ensangrentada, arrojaré perlas, y oro y corales."

Así comparecí ante ella, embriagado de pasión y rodeado de sus envidiosas amigas, semejante en todo a un sumiso vencido.

Pero la hermosa muchacha se alejó y me dijo con tono indiferente:

"¡Héroe! ¡No te quiero!"

Mas, ¿para qué contarte, hijo mío, todo lo que, para ser contado, requeriría de mí fuerzas que no tengo?

¡Ay! Aún ahora, viviendo aquí completamente a solas con mi alma, y encontrándome ya a las puertas de la tumba, corren amargas lágrimas por mi barba blanca, recordando el pasado.

Pero déjame que prosiga. En mi patria, entre los pescadores solitarios, se practica una ciencia milagrosa. Siempre ocultos y al amparo del eterno silencio de los bosques, viven, en los más apartados rincones, viejos hechiceros. Todos sus pensamientos se dirigen a la más alta sabiduría. Saben todo lo pasado y todo lo por venir. Y las cosas todas están sometidas a su terrible voluntad, la muerte y aun el mismo amor.

Ávido y empedernido buscador de oro como yo era, resolvíme, en mi infinita tristeza, a conquistar a Naína por medio de las artes mágicas, encendiendo una llama amorosa en el corazón de la hermosa muchacha con artificios de hechicería.

Me alejé, pues, internándome en aquellos bosques sombríos, en los que pasé largos años estudiando entre los sabios hechiceros. Llegó finalmente el día, por mí tan anhelado, en que pude ya, con mi clara inteligencia, penetrar los más ocultos y terribles arcanos de la naturaleza y en el que comprendí todo el poder de las invocaciones mágicas.

"¡Así conseguiré coronar pronto mis deseos y mi amor!" pensaba yo." Ahora, Naína. te venceré y serás mía!"

Mas no fui yo el vencedor, sino el destino, que me perseguía sin descanso.

Lleno de esperanzas juveniles, empecé a invocar a los espíritus. Y he aquí que el silencio eterno de la fronda se vio turbado por un trueno formidable, acompañado de la luz de un relámpago. Prodújose un mágico torbellino... La tierra tembló bajo los pies... y ante mis ojos apareció sentada una vieja canosa, con ojos brillantes y hundidos y una enorme joroba, símbolo de la más triste decrepitud.

¡Ay guerrero! ¡Aquella mujer era Naína! Quedé horrorizado y sin poder hablar, contemplando el repugnante fantasma y sin dar fe a mis propios ojos...

Entonces prorrumpí en súbito llanto y dije:

"¿Es posible que seas tú, Naína? ¿Dónde está tu hermosura? ¿Cómo has podido cambiar así?... Dime, ¿cuánto tiempo hace que no nos hemos visto?..."

"¿Cuánto?... Pues cuarenta años justos", me contestó ella. "Hoy he cumplido los setenta... ¡Qué se le va a hacer!", prosiguió con su voz cascada y ronca. "El tiempo vuela. Ha pasado ya tu primavera y la mía también... Los dos nos hemos hecho viejos... Pero escúchame, querido mío, todo esto no tiene importancia... Claro que ahora ya tengo canas... También me siento menos animada que en otros tiempos... No tengo tantos atractivos... Pero en cambio voy a confesarte una cosa: ¡Soy bruja!"

Y decía la verdad. Quédeme inmóvil y aturdido.

Comprendí que era un imbécil a pesar de toda mi sabiduría.

¡Pero lo más terrible fue que la fuerza mágica consiguió lo que yo me había propuesto! ¡Sintióse aquella vieja enamorada de mí!

Entonces huí.

La vieja se puso a perseguirme, y llenándome de insultos:

"¡Ah, ingrato!" me dijo. "¿Para qué has querido turbar mi sosiego? ¿Por qué, al conseguir mi amor, huyes de mí, de tu Naína, y me desprecias? ¡Ay, así son todos los hombres! ¡Traidores todos! ¡Infeliz de mí!... ¡Pero me vengaré de ti, vil seductor, déspota y raptor de doncellas inocentes!"

Así nos despedimos. Desde entonces vivo aquí en la mayor soledad, con el alma destrozada. La naturaleza, la sabiduría y la tranquilidad constituyen el consuelo de este anciano que miras ahora, y a quien espera ya la tumba.

Pero la llama de amor de la vieja se ha convertido en terrible odio. En su alma anida la más negra maldad, y, sin duda alguna, la vieja bruja habrá de odiarte a ti también... Por fortuna, los pesares no son eternos en este mundo nuestro.


*




El guerrero había escuchado ávidamente las palabras del anciano, sin cerrar los ojos, sin sentir deseos de dormir; y, meditando y reflexionando, no se dio cuenta de cómo transcurría la noche.

Empezó a clarear el nuevo día...

Suspirando, el agradecido mancebo se despidió del anciano dándole un fuerte abrazo.

Su alma estaba llena de esperanza.

Salió de la cueva y, espoleando a su caballo adormecido, y enderezándose en la silla, lanzó un silbido y gritó al hechicero:

—¡No me abandones, padre!

Y se lanzó el campo.

—¡Buen viaje! —le contestó el viejo—. ¡Adiós! ¡Quiere a tu esposa y no olvides los consejos de este anciano!

CANTO SEGUNDO



El indómito Rogday que, lleno de un presentimiento inexplicable, se había dirigido a un país desierto, dejando a sus compañeros, cabalgaba ahora meditabundo entre selvas solitarias, y el espíritu maligno no dejaba de turbar un solo instante su alma entristecida.

Marchaba el guerrero, sombrío y malhumorado, murmurando constantemente:

—¡Combatiré y mataré! ¡Venceré todos los obstáculos que salgan a mi paso!... ¡Sabrás quien soy, Ruslán! ¡Y entonces podrá prorrumpir en llanto la doncella!

Y dando una súbita vuelta, regresó cabalgando por el mismo camino.

Aquella mañana el intrépido Farlaf, después de un largo y muy tranquilo sueño dormido cerca de un arroyo, huyendo de los rayos del sol, almorzaba, en completa soledad, para reponer sus fuerzas.

De pronto ve cómo vuela por el campo, semejante a la tormenta, un jinete desconocido. Sin perder tiempo, Farlaf abandona la comida, el casco, la coraza y los guantes y, saltando sobre el caballo, huye al galope.

Pero el otro le persigue:

—¡Detente! ¡Villano! ¡Cobarde! —le grita el desconocido—. ¡Espera! ¡Quiero cortarte la cabeza!

Farlaf reconoce la voz de Rogday y se estremece; tiembla y espolea más aún a su caballo. Así corre la liebre, con las orejas tiesas, a través de campos y bosques, huyendo del perro.

El terreno por el cual cabalgaba Farlaf, estaba cruzado por turbios arroyos, producidos por el deshielo primaveral. Su caballo veloz tropezó con un foso, pero agitando la cola y las blancas crines, saltó y venció el obstáculo. Mas el cobarde jinete cayó pesadamente en el fango del foso con los pies al aire; y, confundiendo tierra y cielo, aguardó la muerte.

Rogday se acercó blandiendo su espada.

—¡Muere, cobarde! —exclamó.

Pero al reconocer a Farlaf, sus brazos cayeron a lo largo del cuerpo. Su mirada expresó desconcierto y desdén. Y nuestro héroe Rogday se apresuró a alejarse del foso.

Se sentía irritado y al propio tiempo no podía menos de reírse de sí mismo.

Poco después encontró en el camino a una anciana de larga cabellera canosa jorobada por más señas. La vieja apenas podía caminar, pero, no obstante, señaló con el bastón la dirección del norte y le dijo:

—¡Por allí le encontrarás!

Y Rogday, lleno de alegría, voló hacia el norte, sin saber que volaba tal vez hacia la muerte.


*




¿Y Farlaf? ¿Qué hace Farlaf?

Pues Farlaf se ha quedado en el foso, sin atreverse a respirar de nuevo, preguntándose si aún vive o no y cavilando sobre la dirección que habría tomado su adversario.

Oye de pronto la voz cascada de una anciana que le habla desde arriba:

—¡Levántate, mancebo! En el campo reina la calma. Te traigo el caballo. Levántate y escúchame.

Turbado, abandona el guerrero el enfangado foso, mira con recelo a todas partes y, animado ya y respirando por fin libremente, exclama:

—¡Gracias a Dios, estoy sano y salvo!

—Está bien —prosigue la vieja—. Pero debes saber que encontrar a Liudmila es cosa más que difícil. Está muy lejos. Y ni tú ni yo daremos con ella. Además es sumamente peligroso andar errante por el mundo. Créeme, mejor harás siguiendo mi consejo; regresa tranquilamente a tu propiedad de Kiev, y descansa allí sin preocuparte. A Liudmila la encontrarán sin nuestra ayuda.

Dicho esto, la vieja desapareció.

Por ser nuestro héroe muy prudente, púsose acto seguido en camino hacia su casa, renunciando a la gloria y llegando hasta a olvidar a la joven y hermosa princesa. Y cabalgó, asustándose por el menor rumor del bosque, por el vuelo de un pájaro o por el murmullo de un arroyo.


*




Entre tanto, Ruslán estaba muy lejos de allí, atravesando selvas o galopando por los campos, con el pensamiento fijo en Liudmila, su única alegría.

—¡Ay, querida compañera! ¿Dónde estás? ¡Si yo pudiera encontrarte, esposa fiel!... ¡Quién sabe si no volveré a contemplar ya más tus hermosos ojos ni a oír tu dulce voz!... ¿Querrá el destino que permanezcas para siempre prisionera del hechicero y que languidezcas marchitándote en tu prisión? ¿O me encontrará uno de mis rivales y...? ¡Pero no, esto no! ¡No temas, tesoro mío, mi fiel espada me acompañará siempre y mi cabeza se mantendrá firme sobre mis hombros!

Cierta noche oscura seguía Ruslán la orilla abrupta y pedregosa de un río. Corría abajo el agua. Todo estaba tranquilo alrededor. De pronto silbó una flecha... se oyó el ruido de una coraza y los relinchos y el galope de un caballo.

—¡Detente! —le grita una voz.

Ruslán vuelve la cabeza. Un jinete vuela hacia él con la lanza en alto. Es el khan de los kazares, que se precipita sobre el príncipe.

—¡Por fin he logrado encontrarte, amigo! ¡Prepárate a morir! —le grita el jinete—. ¡Inmóvil te quedarás en este mismo lugar... y entonces podrás ir en busca de tu princesa!

Ruslán, enfurecido, reconoció la voz de Ratmir.


*




Pero, amigos ¿qué le ocurre a nuestra gentil doncella? Dejemos de ocuparnos, por un momento, de los jóvenes guerreros. Más tarde volveremos a ellos. Ha llegado ya el punto de acordarnos de la princesa y del terrible Chernomor.

Os he contado ya cómo durante una noche oscura desaparecieron, ante los ojos de Ruslán y envueltos en una densa niebla, los encantos de la dulce princesa.

¡Pobre Liudmila! Cuando el raptor se apoderó de ti, arrebatándote de tu aposento, voló contigo por las nubes y se dirigió, envuelto en humo y tinieblas, hacia sus montañas; perdiste el conocimiento y te encontraste después, pálida y temblorosa, en el castillo encantado del brujo.

Así vi también una vez, desde el umbral de mi casita, cómo un día de verano corría un gallo, sultán del gallinero, persiguiendo a una tímida gallina. Disponíase ya mi gallo a alcanzarla... Pero por encima de él un azor gris, viejo raptor de los polluelos de la aldea, volaba describiendo círculos caprichosos, y lleno de oscuras intenciones. De súbito cayó como un rayo en el corral y volvió a subir. Y ya se encuentra la pobrecilla en las garras del peligroso raptor, que se la lleva a sus oscuras cuevas, lugar seguro para él. En vano el gallo, sorprendido y tembloroso, llama a su compañera. No ve ya más que plumas que vuelan arrastradas por el viento...


*




La princesa permaneció sin sentido toda aquella noche, sumida en una oscura pesadilla. Por fin volvió en sí, y era ya la mañana, presa de una viva emoción, y angustiada a la vez por un funesto presentimiento.

Su alma vuela al encuentro de la dicha y buscando con impaciencia a aquel a quien ama, murmura:

—¿Dónde estás, esposo amado?


*




Pero se estremece al mirar en derredor...

¡Liudmila! ¿Dónde está tu habitación?... La pobre doncella se despierta entre mullidas alfombras, bajo un rico baldaquín... allí cortinas... aquí espesos colchones, borlas y bordados incomparables... Por doquier riquísimos brocados... Brillan las piedras preciosas; y de los trípodes de oro ascienden nubes de humo aromático...

Pero basta... No es preciso que describa un palacio encantado, pues Scherezade lo hizo antes que yo.

Mas ningún valor tiene el más soberbio de los palacios si no alberga a un ser querido.


*




Tres doncellas de adorable belleza, ataviadas con ligeras y maravillosas vestiduras, presentáronse ante la princesa... Se acercaron y la saludaron inclinándose hasta el suelo.

Una de ellas, con sus dedos ligeros como el aire, le peinó sus dorados cabellos, disponiéndolos en trenzas, con maestría digna de nuestros tiempos; luego ciñó su blanca frente con una corona de perlas.

Acercóse después, con tímida mirada, una segunda doncella. Y el esbelto cuerpo de Liudmila se vio envuelto en una riquísima túnica color de cielo. Sobre sus hombros y su pecho cayó un velo transparente como la bruma. Dos ligerísimas zapatillas comprimieron su par de piececillos, maravilla entre las maravillas.

La tercera de las doncellas ofreció a la princesa un cinturón de corales, mientras una cantante invisible entonaba alegres canciones.

Pero ni las piedras preciosas, ni las perlas, ni tampoco las alegres canciones de alabanza, podían aliviar el alma de la joven princesa. En vano le mostraba el espejo sus encantos, sus espléndidos vestidos; ella permanecía triste y callada.

Y los amantes de la verdad, como en general todos los que pueden leer en el fondo de los corazones, saben sobradamente que si una mujer se muestra apenada y si, a través de sus lágrimas, se olvida, contra toda razón y costumbre, de lanzar una mirada, aunque sea de reojo, al espejo, es que en verdad se siente en extremo afligida.


*




Liudmila vuelve a encontrarse sola. Sin saber qué hacer se acerca a una ventana enrejada y su mirada se pierde en la brumosa lejanía. Todo parece muerto. Los valles están cubiertos de blancas alfombras de nieve. Los sombríos picos de las montañas parecen dormidos en medio de aquella blanca monotonía y de aquel eterno silencio. En parte alguna se divisa una humeante chimenea, ni huellas de vida humana. El son alegre del cuerno de caza no resuena por aquellos montes desolados. Tan sólo ráfagas de viento soplan sobre el campo desierto, agitando las copas de los árboles desnudos que se elevan hacia el cielo pálido.

Llorando de desesperación, Liudmila se cubre el rostro con las manos.

—¡Desventurada de mí! ¿Qué me aguarda ahora?...

Se precipita hacia una puerta y ésta se abre ante ella a los sones de una música melodiosa.

Liudmila se encuentra ahora en un jardín. ¡Qué maravilloso lugar! ¡Es más bello que los jardines de Armida y más admirable aún que los que poseyeron el rey Salomón y el príncipe de Taurida! Ofrécense a su vista, agitados y rumorosos, espléndidos bosques de robles, avenidas de palmeras y parques de laureles, hileras de mirtos, altivas copas de cedros y dorados naranjales. Y todo se refleja en el espejo de las aguas.

La colina, los bosquecillos y los valles se ven reanimados por un calor primaveral y una brisa de mayo sopla refrescando los campos encantados. Un ruiseñor chino canta entre el follaje. Brillan los surtidores lanzando hacia las nubes sus aguas cristalinas con alegre rumor, y salpicando las estatuas que los rodean, que parecen vivas. El propio Fidias, alumno de Febo y de Palas, contemplándolas, hubiera dejado caer, lleno de envidia, su divino cincel. Las cascadas, cayendo desde gran altura, se quiebran sobre rocas de mármol y se multiplican en perlas que brillan como el arco iris. Bajo la verde sombra de los bosques serpentean millares de arroyuelos, que vierten allí sus aguas soñolientas, lugares de frescura y descanso. Acá y acullá surgen de entre el eterno verdor soberbios pabellones entre tupidos rosales que bordean senderos solitarios.

Pero la inconsolable Liudmila ni siquiera mira todas aquellas bellezas. Está cansada de tanta maravilla y todo la entristece. Prosigue adelante su camino sin saber adónde va y pasea así por todo el jardín dando rienda suelta a sus lágrimas y elevando sus miradas al cielo, que le parece implacable y oscuro.


*




Paseándose mi encantadora Liudmila bajo el sol matinal, acaba por sentirse cansada. Considera llegado el momento de enjugar sus lágrimas y dice para sus adentros:

—¡Basta ya!

Se sienta sobre la hierba y empieza a mirar en torno suyo.


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