Текст книги "Ruslán y Liudmila"
Автор книги: Alejandro Pushkin
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Поэзия
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Pero apenas lo ha hecho, ve extenderse ante ella, con gran ruido, una sombreada tienda y ofrecérsele un suculento almuerzo con toda la vajilla de cristal. En el silencio del jardín empieza a tocar un arpa invisible.
La princesa cautiva se maravilla; pero piensa:
—¿Para qué seguiré viviendo lejos de mi amado y privada de libertad? ¡Oh, amado mío, cuyo amor me consuela y me martiriza a un tiempo! ¡Sábelo! No me infunde miedo el poder del malhechor. ¡Liudmila sabrá morir! ¡No me hacen falta, infame, tus tiendas ni tus manjares, ni tus canciones aburridas; no comeré, ni escucharé, y me verás morir en tus jardines!
Esto es lo que piensa Liudmila, pero se pone a comer.
La princesa se levanta y desaparecen en el acto la tienda y la lujosa vajilla, con las notas del arpa, y vuelve a reinar el silencio. Otra vez vaga Liudmila por los jardines solitarios y por los silenciosos bosques.
Mientras tanto, en el firmamento azulado empieza a navegar la luna, reina la noche; de todas partes acuden las sombras, cubriendo valles y promontorios. La princesa siente deseos de dormir, y entonces una fuerza misteriosa la levanta como un céfiro suave y la lleva, entre el aroma nocturno de las rosas, al castillo, depositándola en su aposento.
*
Reina un silencio sepulcral, en el que sólo se oye el palpitar de su corazón. Y en aquel silencio parécele de pronto que alguien se aproxima a ella. La princesa oculta su cabeza entre las manos, y... ¡horror! se oye ruido, y en la estancia penetra una luz, se abre la puerta y aparece una hilera de negros que se acercan majestuosa y silenciosamente blandiendo sus sables brillantes. Dan una vuelta a la derecha, y se acercan llevando sobre una gran almohada una larguísima barba blanca, tras la cual camina lentamente y con arrogante porte, levantando la cabeza sobre un cuello delgado y largo, un enano jorobado; a aquella cabeza, afeitada por completo y cubierta por un gorro alto y puntiagudo, pertenece la larga barba.
Ya está junto a la joven. La princesa da un salto y de un golpe hace caer el gorro del enano y se prepara a golpearle; al mismo tiempo lanza un terrible grito y empieza a chillar de tal modo que todos los negros se sobresaltan. El pobre enano, sorprendido y atemorizado, palidece aún más que la propia princesa; se enreda en su barba, y cae en tierra debatiéndose. Se levanta y vuelve a caer. Su séquito grita despavorido; tropiezan los negros unos con otros y por fin cogen en sus brazos al hechicero y salen con él de la estancia para desenredarlo de la barba. Pero dejan olvidado en el dormitorio de Liudmila su gorro puntiagudo.
*
¿Qué hace, entre tanto, nuestro querido guerrero? ¿Recordáis su último encuentro? Pues bien: bajo la luz indecisa de la luna entablan combate los enemigos. Sus miradas relampaguean de ira. Han hecho ya uso de sus lanzas, que cada uno ha arrojado desde lejos contra el adversario. Ya se han roto sus espadas, y sus corazas están cubiertas de sangre. Sus adargas han volado hechas pedazos. Ahora luchan cuerpo a cuerpo, juntando sus corceles, que luchan también, levantando con sus patas negras nubes de polvo. Los luchadores están pegados uno a otro y se diría que permanecen inmóviles en sus sillas. Sus manos forman un solo nudo y parecen rígidas en su tremenda tensión. Pero por sus venas corre fuego y tiemblan sus pechos estrechamente unidos. Pronto caerá uno de los dos...
En esto uno de los guerreros, enfurecido, apresa con su mano de hierro al enemigo y, arrancándolo y levantándolo de la silla, lo alza por encima de su cabeza y lo lanza a los olas desde la orilla, mientras exclama:
—¡Muere, odiado rival!
*
Lectores míos: con seguridad habréis olvidado quién fue el que luchó con el valeroso Ruslán. Tratábase de un buscador de luchas sangrientas, de Rogday, el mejor guerrero de los Kievlanas, el sombrío enamorado de Liudmila. Mucho tiempo hacía que iba siguiendo las huellas de su rival; pero esta vez le faltó al hijo de las batallas y al guerrero de la vieja Rusia su fuerza acostumbrada y encontró su fin en aquellos parajes desolados.
Corrió la voz de que una joven ondina, moradora de aquellas aguas, cogió en sus brazos a Rogday y de que, besándolo, arrastró entre risas al guerrero a las profundidades del río. Desde entonces, alguna que otra noche, por aquellas riberas solitarias vaga el enorme fantasma del héroe atemorizando a los pescadores.
CANTO TERCERO
Ya la mañana —mañana muy fría– empieza a iluminar las oscuras cimas de los montes, pero el castillo encantado permanece aún silencioso. Chernomor, presa de una ira que no puede ocultar, yace en la cama, envuelto en su bata y sin su gorro, y resopla enfurecido. Sus callados servidores se mueven en torno a su barba blanca, en cuyos pelos ondulados intenta poner orden un peine de marfil. Al propio tiempo, y para mayor eficacia y belleza, vierten sobre sus infinitos bigotes aromas orientales. Empiezan ya a ponerse en orden sus rizados bucles, cuando entra de súbito por la ventana una serpiente voladora, haciendo sonar sus escamas de hierro, que se enroscan en ágiles nudos. Y acto seguido, ante el asombro de los servidores, se transforma en una mujer, en Naína.
—Te saludo, querido compañero —dice ella—. Hasta ahora sólo por la fama de su nombre conocía a Chernomor. Pero un destino fatal nos une en el odio común que alienta en nuestro pecho. Te amenaza un peligro: negros nubarrones se ciernen sobre tu cabeza; y a mí me arrastra mi honor ofendido, impulsándome a la venganza.
El enano astuto le tiende la mano y recibe la de ella con una mirada llena de falsa adulación:
—¡Oh, divina Naína! Muy preciosa es para mí tu alianza. Puedes estar segura de que habremos de reírnos de las astucias del finlandés. Por lo demás no me inspiran temor sus manejos; es un adversario débil para mí. Para que me comprendas voy a explicarte en qué consiste la fuerza milagrosa con que me dotó el destino. Mientras la espada del enemigo no consiga cortar mis barbas, ningún guerrero, por valeroso que sea, ni mortal alguno, podrá nada contra mis proyectos y deseos; Liudmila permanecerá aquí para siempre; y Ruslán está destinado a perecer.
La bruja repite sombríamente:
—¡Perecerá! ¡Perecerá!
Y al decir esto, lanza por tres veces un ronco grito, tres veces golpea el suelo y, volviendo a convertirse en una serpiente negra, desaparece volando.
*
Vestido con su manto de brocado y oro, el hechicero, animado por las palabras de la bruja, ha decidido depositar a los pies de su joven prisionera sus bigotes, en prueba de sumisión y de amor. El barbudo enano se dirige ricamente ataviado a los aposentos de la princesa pasando por una larga hilera de estancias. Pero no encuentra allí a la muchacha. Se dirige al jardín, y de allí al bosquecillo de laureles, bordea el lago, mira junto a la cascada, bajo el puente, en los pabellones... La princesa ha desaparecido sin dejar huellas.
¿Quién podría expresar su sorpresa, su indignación y su ira encendida? Perdiendo la cabeza, lanza el enano un alarido salvaje:
—¡A mí, a mí! ¡Acudid, siervos! ¡Encontradme inmediatamente a Liudmila! ¡Obedecedme en el acto! ¡De lo contrario voy a ahorcaros a todos con mis propias barbas!
Voy a decirte ahora, lector, dónde se encontraba la linda muchacha.
Durante toda la noche, unas veces llorando y otras riendo, no había podido menos de asombrarse ante lo extraño de su suerte. La barba del hechicero la había asustado. Pero ya conocía a Chernomor, que le había parecido ridículo; y todos sabemos muy bien que lo ridículo está reñido con lo espantoso. Sólo para ir al encuentro de los rayos matinales se levantó Liudmila de la cama, y entonces se fijó involuntariamente en los grandes y límpidos espejos que en la habitación había. Instintivamente empezó a arreglarse con negligencia sus dorados cabellos, que le caían sobre los hombros en largas trenzas, y descubrió sus vestidos del día anterior, que estaban en un rincón. Vistióse la muchacha suspirando y hasta llegó a llorar. Pero aun en medio del llanto no dejaba de lanzar miradas al espejo; y sucedió que, entre el tumulto de ideas que pasaban por su mente, se le ocurrió la de probarse el gorro puntiagudo de Chernomor. Todo parecía quieto y nadie la podía ver... Además ¿qué gorro no le iría bien a una muchacha de diecisiete años? Las mujeres nunca se cansan de ataviarse. Liudmila empezó, pues, a manejar el gorro ladeándolo ya a la derecha, ya a la izquierda, hundiéndoselo hasta las cejas o probándoselo al revés. ¡Y aquí vino lo maravilloso! Liudmila desapareció del espejo; y volvió a aparecer en él cuando se puso bien el gorro. Intentó ponérselo al revés y volvió a desaparecer.
—¡Qué bien! —exclamó ella—. ¡Qué contenta estoy, hechicero mío! Ahora ya no te tengo miedo y me siento aquí en la mayor seguridad.
Y al decir esto la princesa, encendida de alegría, se puso el gorro del malvado brujo al revés.
*
Pero volvamos a nuestro héroe. Porque ¿no es vergonzoso que nos ocupemos con tal atención de un gorro y de una barba, mientras dejamos abandonado a Ruslán a su propia suerte?
Después de su combate con Rogday, internóse Ruslán en un bosque frondoso. Al cabo de un rato surgió ante sus ojos un gran valle iluminado por la primera claridad del alba. Nuestro guerrero quedó sorprendido, y en verdad que tenía para ello razón: el valle había sido campo de una antigua batalla; todo, hasta la lejanía, aparecía completamente desierto y sembrado de huesos amarillentos; por doquier se veían corazas, adargas, arneses...; aquí una mano de esqueleto que empuñaba todavía una espada llena de herrumbre; allí, entre las hierbas, un casco en el cual se pudría un viejo cráneo...; más allá los restos de un héroe y, al lado, los de su corcel, rodeados de flechas y lanzas, hundidas en la tierra y cubiertas de plantas trepadoras. Nadie turba el silencio de aquel desierto y únicamente el sol abrasa con sus rayos aquel valle de muerte.
El guerrero lo contempla todo, suspirando.
—¡Oh, campo! ¿De quién fueron los huesos que te cubren? ¿A qué héroe perteneció el caballo que te pisó en el último momento de la sangrienta lucha? ¿Qué guerrero sucumbió aquí gloriosamente? ¿De quién fueron las últimas plegarias que escuchó el Cielo? ¿Por qué, ¡oh, campo!, permaneces silencioso y cubierto por el musgo del olvido? ¡Acaso no halle salida yo tampoco y no pueda evitar las eternas tinieblas! ¡Quién sabe si en aquella colina no irán a enterrar el ataúd de Ruslán!
Pero nuestro guerrero recuerda pronto que a un héroe le hace falta una espada y también una coraza; y él, después de su último encuentro, ha quedado desarmado.
Inmediatamente se pone a buscar armas, creyendo poder encontrarlas entre los arbustos y montones de podridos huesos, entre las corazas y los cascos destrozados. Entre tanto, el campo entero parece revivir y se oyen sones y crujidos... Ruslán levanta del suelo una adarga y después una coraza, la primera que ve. Encuentra además un cuerno, pero no logra dar con ninguna espada, pues todas son o demasiado ligeras o cortas en exceso; y es preciso saber que el príncipe era un joven robusto, en nada parecido a los guerreros de nuestros tiempos.
Para tener algo en la mano escogió una lanza, púsose la coraza y prosiguió su camino.
*
Sobre la tierra adormecida palidece ya la aurora, cae una azulada niebla y aparece la blanca luna. Oscurécense los campos. Ruslán camina pensativo por un sombrío sendero y en la lejanía, a través de la bruma, divisa una oscura colina. No tarda en advertir que de ella se escapa un ronco rugido. Se acerca un poco más y ve entonces que la mágica colina parece moverse y respirar.
Ruslán la examina pacientemente con la mayor atención, pero su caballo se asusta, mueve las orejas, tiembla y quiere retroceder; agita la cabeza y se le erizan las crines.
De pronto la luna, despejada por completo, ilumina a través de la bruma la extraña colina. El guerrero mira y contempla algo sorprendente. No sé si encontraré palabras y colores para describirlo...
Ante él se yergue una Cabeza, una cabeza viva. Sus ojos están cerrados y duermen. La Cabeza emite un son ronco, y agita el plumaje que lleva en el casco; las plumas, al moverse, proyectan grandes sombras. Y entonces la Cabeza aparece con toda su horrible belleza en la extensión de la estepa oscura, destacándose como temible guardián de aquel desierto silencioso. Surge amenazadora, algo velada por ligeras nubes.
Ruslán la mira indeciso, se acerca más aún, da una vuelta en torno a ella y, deseando despertarla de su profundo sueño, se para ante sus narices y le hace cosquillas introduciendo en ellas la lanza.
La Cabeza hace una mueca, arruga la frente, bosteza, abre los ojos... y estornuda.
Sopla entonces un viento huracanado; el campo se estremece, se levanta una nube de polvo. De cejas, bigotes y orejas salen volando manadas de búhos. Se despiertan los bosques silenciosos...
A causa del estornudo el caballo de Ruslán se encabrita relinchando, y salta con tal violencia, que a duras penas puede sostenerse el guerrero sobre la silla.
En aquel momento se deja oír la voz de la Cabeza:
—¿A dónde vas, imprudente guerrero? ¡Vuelve atrás! ¿O no sabes que no tolero bromas y que me tragaré al osado que quiera jugar conmigo?
Ruslán la mira con desprecio, detiene el caballo y sonríe lleno de arrogancia.
—¿Qué quieres de mí? —prosigue la Cabeza—. ¡Qué extraño visitante me envía el destino!
E, indignándose, le grita:
—¡Fuera de aquí! Es de noche y quiero dormir. ¡Márchate!
Pero el valiente guerrero, al oír tan descorteses palabras, e indignándose a su vez, le contesta:
—¡Cállate, cráneo vacío! Sé de un proverbio que dice: "Frente grande, pocos! sesos" y otro conozco aún que dice así: "Voy con cuidado, pero no doy cuartel a quien me planta cara".
Enmudece entonces la Cabeza y tórnase roja de furor; lanzan fuego sus ojos que se llenan de sangre; sus labios tiemblan y se cubren de espuma; de su boca y de sus oídos se escapan nubes de vapor; y con tremenda violencia sopla sobre el príncipe.
En vano procura el caballo resistir haciendo frente a la tromba con su pecho; es arrastrado por un huracán mezclado con lluvia y queda rodeado de tinieblas. Cegado, atemorizado y sin fuerzas, corre a campo traviesa, sin encontrar el camino, con la esperanza de salvarse y de descansar lejos de allí.
Pero el guerrero lo obliga a regresar.
Y les aguarda la misma suerte; otra vez es rechazado el guerrero. Pierde ya la esperanza de triunfar.
Mientras tanto, la Cabeza se burla de él riendo a carcajadas.
—¡Ja, ja! ¡Vaya un héroe! ¡Vaya un guerrero!... ¡Eh! ¿A dónde vas tan aprisa? ¡Aguarda! ¡Párate! ¡Sé valiente, buen guerrero, e intenta cuando menos alcanzarme con tu lanza antes de que se te muera el caballo!
Y al decir esto, le enseña burlonamente su horrible lengua.
Ruslán, profundamente ofendido, pero no dejando traslucir su indignación, primero la amenaza blandiendo la lanza sin decir palabra, y luego, escogiendo un momento que le parece propicio, la arroja con gran fuerza. El arma tiembla, vuela y se hunde en la lengua de la que sale en el acto un torrente de sangre.
La Cabeza, sorprendida y atormentada por un inmenso dolor, pierde su anterior arrogancia, mira con asombro al intrépido guerrero y palidece de rabia mordiendo el hierro de la lanza.
Aprovechando la ocasión, nuestro valiente guerrero salta como un azor hacia la Cabeza, y con su diestra poderosa, armada con el guante de hierro, le da un tremendo bofetón.
El eco repite el golpe, que resuena por toda la amplitud de la estepa. La sangre mancha la hierba en torno a la Cabeza, que se tambalea y rueda, haciendo sonar con estrépito su casco.
Entonces, en el lugar que ocupaba aquélla, ve el guerrero una enorme espada. La coge sonriendo y se precipita sobre la Cabeza con la terrible intención de cortarle la nariz y las orejas.
Ya levanta la mano. La espada centellea.
Pero se para al oír el gemido lastimero y suplicante de la Cabeza.
Baja la espada. Desaparecen su ira y su afán vengativo, ablandados por la súplica.
Así se derrite el hielo en los campos bajo el sol del mediodía.
*
—Tu mano, ¡oh héroe!, me ha hecho comprender —dijo la Cabeza, suspirando– que soy culpable ante ti. Desde ahora me someto, pues, a tu voluntad. ¡Pero sé magnánimo, guerrero! Mi suerte merece, en verdad, tu compasión.
En mis tiempos yo también fui un guerrero valeroso, y jamás encontré quien me superara en las batallas. Y hoy seguiría siendo feliz si no hubiera tenido un rival en la persona de mi hermano menor. ¡Oh. sanguinario y vengativo Chernomor! ¡Tú eres el culpable de todas mis desdichas! ¡Tú que naciste enano y con una barba descomunal, has sido la deshonra de toda nuestra familia!
Desde pequeño sintióse él envidioso de mi gigantesca estatura y por ello me empezó a odiar desde la infancia. Yo era grande, pero en extremo confiado; y aquel infeliz, a pesar de su ridícula pequeñez, pues se trataba de un auténtico enano, era listo como el propio diablo.
Debes saber, además, que toda su fuerza reside en su barba milagrosa, y desdeña los peligros porque sabe el malvado que a nadie puede temer mientras conserve intacta su barba.
Pero una vez, fingiéndome amistad, me dijo:
"Oye, no me niegues un favor. He descubierto en unos libros que tras unas montañas, allá en Oriente, en las apacibles orillas del mar, y guardada tras pesados cerrojos, en un sótano oscuro, hay una espada. Pues bien: las líneas secretas de aquel libro me han revelado que dicha espada nos debe ser fatal por designio del cielo, y que por ella hemos de perecer, cortándome a mí la barba y a ti la cabeza. Y con esto puedes ya comprender lo importante que es para nosotros apoderarnos de este engendro de los espíritus malignos."
"Bueno", dije yo al enano, "no veo en ello inconveniente ni dificultad alguna. Me tienes dispuesto a hacerlo. ¡Iré a buscarla hasta el fin del mundo si es preciso!"
Arranqué un pino, me lo cargué sobre uno de mis hombros, e hice sentarse a mi hermano sobre el otro, para que me pudiera servir de consejero.
Así emprendí la marcha. Al principio todo fue bien, gracias a Dios, a pesar de los malos augurios. En efecto, tras las lejanas montañas, descubrimos el sótano en cuestión. Excavé en él con mis manos y encontré la espada allí escondida.
Pero —y aquello estaba escrito ya– surgió entre nosotros una disputa, cuyo motivo era el siguiente: ¿Quién debía quedarse con la espada?
Yo persuadía, mi hermano se indignaba, y así discutimos largo rato. Pero por fin inventó el muy astuto una celada y fingió calmarse.
"Dejemos de discutir inútilmente", me dijo, lleno de gravedad Chernomor, "discutiendo, lograremos sólo debilitar nuestra alianza. La razón nos aconseja que vivamos en paz. Así es que mejor será que lo sometamos todo a la suerte, para que ésta decida a cuál de los dos debe pertenecer la espada. Vamos a echarnos, pues, en tierra y a escuchar pegando el oído al suelo (¡qué cosa no es capaz de inventar el odio!) y el que primeramente oiga un ruido, aquél será dueño de la espada hasta su muerte".
Y dicho esto se echó a tierra. Y yo, ¡tonto de mí!, imité su ejemplo.
Permanezco echado, pero no oigo nada, aunque empiezo a pensar en engañarle.
¡Pero el engañado fui yo! El enano se levantó y se acercó a mí de puntillas sin hacer ruido. Brilló en lo alto la afilada espada y antes de que pudiera volverme, rodó mi cabeza, separada de mis hombros. Pero una fuerza mágica conservó la vida a mi cabeza.
El resto de mi cuerpo se quedó allí, entretejido con hierbas y olvidado del mundo, descomponiéndose tal vez sin recibir sepultura.
Mi cabeza fue trasladada por el enano a este país solitario, en el que, por designio del destino, debía yo guardar eternamente la espada que acabas de coger.
¡Oh, guerrero! ¡Que la suerte te proteja! ¡Guárdatela y que Dios te ayude! ¡Quién sabe si surgirá en tu camino el brujo enano!
Pero si te topas con él, no dejes de vengarme por la mala acción que cometió.
Entonces quedaré satisfecho, podré abandonar ya tranquilo este mundo y mi agradecimiento será tan grande que me hará olvidar tu bofetón.
CANTO CUARTO
El joven Ratmir, que había puesto su caballo en dirección al sur, esperaba encontrar a la esposa de Ruslán antes de la caída del sol.
Pero era ya el atardecer, tornábase todo de un color rosado, y en vano los ojos del guerrero intentaban penetrar, a través de la bruma, la lejanía. Todo estaba tranquilo en las proximidades del río, y sobre el bosque dorado se apagaba el último rayo de sol.
Nuestro héroe cabalgaba con lentitud junto a las negras rocas, buscando entre los árboles dónde poder pasar la noche.
Penetra por fin en un valle y allá arriba, en la cima de un picacho, descubre un castillo rodeado de altos y almenados muros, en cuyos ángulos se levantan negros torreones. Y sobre uno de los muros pasea, como un cisne sobre el lago, una doncella, iluminada por la aurora.
La doncella canta, pero su voz apenas se oye en el silencio del profundo valle:
Cae sobre el campo la bruma nocturna.
Las olas despiden un viento frío.
¡Es tarde ya, joven viajero!
¡Ven aquí, a refugiarte en nuestro alegre castillo!
Aquí reina durante la noche el placer y el descanso.
Y durante el día se vive en continuo festín.
¡Oh, ven aquí, joven viajero!
¡Oh, ven aquí, al alegre festín!
Aquí, entre nosotras, encontrarás bellezas sin cuento.
Dulces palabras y canciones.
Obedece a mi invitación misteriosa.
¡Ven aquí, joven viajero!
Al rayar el alba te llenaremos,
para despedirte, una gran copa de vino.
Acude a mi llamamiento misterioso.
¡Ven aquí, joven viajero!
Cae sobre el campo la bruma nocturna.
Las olas despiden un viento frío.
¡Es tarde ya, joven viajero!
¡Ven aquí a refugiarte en nuestro alegre castillo!
La doncella canta y parece llamarle. Y el valeroso khan se encuentra ya frente a los muros. Ábrense las puertas y se ve al punto rodeado de hermosas doncellas, que le reciben con dulces palabras. Las miradas de sus hermosos ojos no se apartan de él. Dos de ellas se llevan el caballo.
El joven khan entra en el castillo, donde le sigue el grupo de las hermosas solitarias. Una de ellas le quita el casco adornado con plumas, otra la coraza, la tercera la espada, y la cuarta su adarga polvorienta. Y para substituir estos atributos guerreros le visten con ligeros ropajes, propios para el descanso.
Pero antes lo llevan a un soberbio estanque. Llénanse de agua tibia los cubos de plata y saltan los fríos surtidores; el khan se acuesta sobre una mullida alfombra y lo envuelven transparentes nubes de vapor. En torno a él, formando un animado grupo, se colocan las hermosas muchachas y, mostrando una atención silenciosa, bajan su mirada llena de dulzura. Una de ellas le abanica con ramas tiernas de abedul, que despiden un cálido aroma; otra refresca sus miembros fatigados con esencia de rosas primaverales, y hunde sus negros cabellos en líquidos perfumes.
El guerrero, embelesado, olvida los encantos de Liudmila, tan poco ha raptada.
Abandona finalmente el estanque. Ratmir, vestido de rico terciopelo y rodeado de encantadoras muchachas, se sienta a la mesa y da comienzo un gran festín.
*
Pero, amigos míos, dejemos al joven Ratmir. Debemos ocuparnos de Ruslán, guerrero incomparable, temple de héroe y amante fiel.
Fatigado por la dura lucha, duerme junto a la Cabeza gigante.
Mas el alba ilumina el horizonte. Todo se aclara; el rayo juguetón de la mañana dora la velluda frente de la Cabeza. Ruslán se levanta y el caballo vuela ya, veloz como la flecha, montado por el guerrero.
Pero también vuelan los días. Los trigales amarillean. Los árboles pierden sus hojas marchitas. Por el bosque sopla un viento otoñal, amortiguando con su silbido el canto de las aves. Una opaca y densa niebla envuelve las montañas peladas.
Comienza el invierno. Ruslán prosigue valientemente su camino siempre hacia el norte. Y cada día surgen nuevos obstáculos: aquí lucha con un guerrero, allá con un gigante; tropieza después con una bruja o se encuentra con unas ondinas que, balanceándose en las ramas, llaman silenciosamente con la mano al joven guerrero...
Pero, protegido por una fuerza misteriosa, el guerrero sale siempre adelante. Dominado siempre por un deseo único, de nada hace caso para pensar nuevamente en Liudmila.
*
¿Qué hace, mientras tanto, mi princesa, mi hermosa Liudmila, protegida contra toda agresión del hechicero por su mágico gorro? Se pasea sola por los jardines, siempre callada y triste. Piensa en su amado y suspira. O, dando rienda suelta a su imaginación, recuerda, olvidándose de todo, los campos natales de Kiev y se ve abrazando a su padre y a sus hermanos. Recuerda a sus amigas y a sus viejas damas, y así olvida por unos instantes su cautiverio y su separación. Pero al volver a la realidad y sentirse abandonada, vuelve a entristecerse.
Entre tanto los siervos del mago buscan día y noche por los jardines, sin darse reposo, a la hermosa cautiva. Por todas partes la llaman y la buscan, mas todo es en vano: Liudmila se burla de ellos.
Ahora, por ejemplo, paseando por los parques y por los jardines encantados, se quita el gorro y grita:
—¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!
Todos se precipitan hacia el lugar, pero vuelve a su estado invisible y, alejándose silenciosamente, esquiva sus manos ávidas.
En todas partes y a todas horas encuentran huellas suyas: acá desaparecen de las ramas algunos frutos dorados; acullá caen gotas de agua, sobre el prado que ella acaba de pisar; y así saben todos en el castillo lo que come y bebe la princesa.
Buscando un corto sueño, pasa las noches sentada en las ramas de un cedro o de un abedul; pero no puede dormir, llamando siempre a su esposo y llorando, sin conseguir descansar. Bostezando de sueño se martiriza pensando en lo triste de su situación, y sólo al despuntar el día apoya la cabeza en el tronco y se queda dormida por un breve momento. Luego, apenas ha salido el sol, Liudmila se dirige a una cascada para refrescarse, lavándose con agua fría. Hasta el propio enano vio, cierta vez, cómo las aguas eran agitadas por una mano invisible.
Así vaga, pues, por los jardines hasta entrada la noche, y con frecuencia se oye al atardecer el agradable sonido de su voz. A veces se encuentran también una corona de flores, un pedazo de su chal o un pañuelo bañado en lágrimas, perdido por ella en el bosque.
*
La pobre princesa se aburría sentada tranquilamente a la ventana en la frescura de un pabellón de mármol; y a través de las ramas, movidas por la brisa, contemplaba el campo cubierto de flores. Oye de pronto que alguien la llama: "¡Querida amiga!" Y al momento ve ante ella a Ruslán. No hay duda: es aquel su rostro, es su cuerpo, y su manera de andar. Pero está pálido, tiene la mirada turbia y lleva una herida reciente en el costado.
La prisionera corre hacia su marido y llorando y temblando, le dice:
—¡Tú aquí! ¿Estás herido?... ¿Qué tienes?
Ya está junto a él... ya le abraza...
Mas ¡horror!: la visión desaparece. La princesa ha caído en la red. Su gorro cae al suelo y, aterrada, oye un grito amenazador:
—¡Ya eres mía!
Y comparece el hechicero ante sus ojos. La muchacha deja escapar un gemido, cae desvanecida y un mágico sueño la cubre con sus alas.
¡Chist!... Se oye de pronto el son de un cuerno y una voz llama al enano. Sorprendido y turbado, el pobre hechicero cubre con el gorro la cabeza de la doncella. El cuerno se oye más cercano y Chernomor se precipita al nuevo encuentro, echándose la barba a los hombros.
CANTO QUINTO
¿Quién ha hecho sonar el cuerno? ¿Quién ha retado al hechicero a un combate implacable? ¿Quién ha atemorizado al malhechor?
Ha sido Ruslán. Impaciente en su deseo de venganza, ha llegado a la morada del enano.
Ya está el guerrero al pie de la montaña y su cuerno retador suena como la tempestad, mientras su caballo se impacienta y golpea la nieve con sus cascos poderosos. El príncipe espera al enano. De pronto queda sorprendido por un ruido semejante a un trueno. Ruslán levanta su mirada indecisa y ve que por encima de su cabeza vuela el enano Chernomor, amenazándole con una enorme maza. Ruslán se cubre con su adarga, se inclina y, blandiendo la espada, se prepara para asestar el golpe. Pero el otro se levanta hasta las nubes y desaparece por un instante, para precipitarse de nuevo sobre el príncipe. El guerrero se aparta ágilmente y el brujo se precipita contra el suelo, hundiéndose en la nieve; y allí se queda sentado sin poder moverse. Entonces Ruslán salta silenciosamente del caballo, se aproxima a él y lo agarra por la barba. El hechicero gime, hace un terrible esfuerzo y de pronto se levanta y vuela con Ruslán...
El veloz corcel los mira. Ya está el hechicero en las nubes con el guerrero suspendido de su barba. Ambos vuelan sobre los sombríos bosques, vuelan por encima del mar, Ruslán, entorpecido, se aferra a la barba del malhechor. Mientras tanto, sintiendo que pierde sus fuerzas, pero sin dejar de volar, el hechicero, asombrado ante la fuerza del ruso, dice pérfidamente al arrogante mancebo:
—¡Escucha, príncipe! No temas ya nada de mí; respetaré tu juventud y tu valor. Todo lo olvidaré, te perdonaré y te dejaré en tierra, pero con una condición...
—¡Cállate, astuto hechicero! —le interrumpe nuestro mancebo—. ¡Ruslán no pacta con Chernomor, con el torturador de su esposa! ¡Esta espada mía castigará al raptor; y aunque sigas volando hasta que surja la estrella de la noche, te quedarás sin barba!
El miedo se apodera de Chernomor. Pero, impotente en su furia, y cansado ya, sacude con violencia su luenga barba. Ruslán no la suelta de las manos y aún de vez en cuando arranca de ella algunos pelos.
Durante dos días vuela así el hechicero con nuestro héroe; pero al tercero le implora gracia:
—¡Guerrero! ¡Ten piedad de mí! ¡Casi no respiro! ¡Ya no puedo más! ¡Déjame con vida, estoy a tu merced! ¡Basta que lo ordenes y bajaré adonde quieras!...
—¡Por fin te tengo! ¡Ríndete ante la fuerza de un ruso! ¡Llévame ante mi Liudmila!
Chernomor le escucha humildemente y, con la carga del guerrero, se dirige a su morada. Vuela, y en un momento desciende entre sus tristes bosques. Entonces Ruslán empuña la espada, y sin dejar de agarrar la barba con la otra mano, la corta como si fuera un manojo de hierbas y la separa de la cabeza.