Текст книги "El Músico Ciego"
Автор книги: Владимир Короленко
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Piotr permanecía inmóvil. En su espíritu bullían, como olas agitadas, sentimientos muy distintos. Le había arrastrado consigo el torrente de aquel mundo desconocido, arrastrándole las olas como arrastran las olas del mar la barca que tiempo ha reposaba en la playa.
Los ojos ciegos se dilataron, brillaron y se enturbiaron de nuevo. Pudo creerse por un momento que su alma no podía dominar lo que con ávida atención escuchaba. Pero luego tembló; tocó las teclas, dominado por el poder del nuevo sentimiento que le invadía con fuerza y abandonóse completamente a las notas simples, temblorosas, armoniosas, de adulación y de amenaza.
En aquellos acordes se concentraban todas las ideas que pocos momentos antes pasaron por su espíritu, al reflexionar en su pasado silenciosamente. Oíanse la voz de la naturaleza viviente, el ruido del viento, los murmullos del bosque y del agua y aquellos sonidos tan tristes, ruidos misteriosos que mueren a lo lejos... Todos estos elementos se unían y se hacían comprender con la base del sentimiento propio y arraigado, que ensancha el corazón y al cual es imposible dar un nombre, sea el que fuere. ¿Era añoranza o tristeza? ¿Qué motivo podía tener? ¿Era alegría? ¿Por qué, pues, era tan extremadamente triste?
El cauce que de un modo marcado siguió el sentimiento musical del ciego, fue aquél que le hizo por primera vez accesible la música, y que más tarde se fijó más aún con las lecciones de su madre; era la música popular que siempre resonaba en su espíritu, inspirada en la voz de la tierra.
Y también, después, cuando tocó una pieza que había aprendido, armonizando con ella su sentimiento, ya de manifiesto en los primeros acordes, algo chocante, vivo y especial, se producía en los oyentes un sentimiento de alegría y de sorpresa a la vez. Pronto aquel precioso estilo musical dominó a todos y solamente el hijo mayor de Stavrushenko, músico de profesión, escuchaba al pianista con aires de crítico para adivinar qué pieza era aquélla y para analizar el sistema del pianista.
Los ojos de los jóvenes lucían vivamente, sus rostros estaban acalorados y en sus espíritus bullían pensamientos de una dicha y de una vida desconocidas. Hasta en los ojos del escéptico brilló el entusiasmo. Y el viejo Stavrushenko, dándole con el codo a Max, le dijo en voz baja:
—Hay que confesar que toca muy bien, ¡admirablemente bien!
Ana Mijáilovna contemplaba con aire interrogador a Evelina. La joven había dejado caer la labor sobre el regazo y miraba al artista ciego; pero en sus ojos lucía una entusiasta atención. Comprendía los sonidos a su modo; oía el ruido del agua en la presa y el murmullo de las hojas en el paseo obscuro.
No obstante, en la cara del ciego no se leía señal alguna del entusiasmo que animaba a sus oyentes. La última pieza no le proporcionó tampoco la satisfacción que buscaba. En las últimas notas expresaba una pregunta silenciosa, una duda, una queja.
Entonces resonaron en la sala grandes aplausos. El anciano Stavrushenko abrazó al joven músico.
—¡Tocas magníficamente! ¡Divinamente!
Los jóvenes le estrecharon la mano con entusiasmo. El estudiante le profetizó un gran porvenir de gloria.
—Sí, es cierto —añadió el hermano mayor—. Usted ha logrado dominar de un modo admirable el carácter de las canciones populares. Ha vivido en su atmósfera y las domina por completo. Pero dígame usted, ¿qué pieza es la que ha tocado últimamente?
Piotr nombró una pieza italiana.
—Eso me parecía —respondió el joven—. En cierto modo la he conocido, pero usted tiene un estilo propio; algunos la tocarán mejor que usted; pero como usted no la ha tocado nadie.
—¿Cómo puedes creer que habría quien la tocase mejor? —preguntó su hermano—. Yo había oído ya esta pieza. Pero hoy hemos oído una especie de traducción del italiano al lenguaje de la pequeña Rusia.
El ciego escuchaba con atención. Por primera vez era el centro de una conversación animada y conoció su propio valer.
«¡También yo podré ser algo en la vida!»
Estaba sentado en su silla, con la mano sobre el teclado, y de pronto percibió que en medio de la animada conversación otra mano caliente tocaba la suya. Evelina se le había acercado y le dijo en voz baja y con tono de alegre entusiasmo:
—Ya lo oyes. También tú tienes un objetivo. ¡Si pudieses ver la impresión que produces en la gente cuando tocas!
Al oír esto el ciego tembló de pies a cabeza y se levantó.
Nadie observó esta breve escena, a excepción de su madre, que se ruborizó como si hubiese recibido el primer beso de un amor juvenil y apasionado.
El ciego permaneció en el mismo sitio con la cara pálida. Estaba fuertemente impresionado por su inesperada y reciente dicha; tal vez sentía la proximidad de un temporal cuyas negras nubes parecía que se levantaran en el fondo de su espíritu.
V
Al día siguiente el ciego se despertó muy temprano. El silencio más profundo reinaba en su alcoba y en la casa no se oía más que el comienzo de las diarias tareas; por la ventana, que había quedado abierta aquella noche, entraba el fresco de la mañana. No pensaba el ciego en los acontecimientos del día anterior, pero se sentía animado de nuevos y desconocidos sentimientos.
Permaneció algunos minutos en la cama.
—¿Qué me ha sucedido? —pensaba acordándose de las palabras que le había dicho la joven en el molino—: ¿No habías pensado nunca en esto? ¡Eres muy extraño!
No, el ciego no había pensado nunca en aquello. La presencia de Evelina le satisfacía, le alegraba; pero hasta el día anterior no se había fijado en tal cosa, como nadie se fija en el aire que respira. Las sencillas palabras de la joven habían caído en su espíritu cual una piedra en la superficie tranquila de las aguas del estanque; un momento antes estaban lisas y reflejaban la imagen del sol y el azul del cielo; cae la piedra, la superficie cristalina se quiebra y las aguas se remueven hasta el fondo.
Con rapidez se levantó, se vistió, y por los caminos cubiertos de rocío se dirigió al viejo molino. El agua seguía entretejiendo espuma y murmurando como el día anterior, y también murmuraban las hojas de los árboles cercanos al torrente. Nunca había sentido la luz del sol tan claramente como entonces. Le pareció que juntamente con la sensación del aroma agradable y húmedo y del fresco de la mañana sentía los rayos risueños del sol penetrando en su interior y excitando sus nervios.
Pero además de esta excitación alegre, notó algo más en el fondo de su corazón; algo inexplicable. No se fijó al principio, mas a pesar de esto, el sentimiento particular surgió del fondo de su espíritu, y del mismo modo que de una nubécula blanca se forma un nubarrón obscuro y amenazador, así se formó el nuevo sentimiento y se explayó en lágrimas.
Creciendo intensamente por momentos la nueva afección, llegó a ser la obsesión dominante de su espíritu. Oyó las palabras de la joven, sintió sus cabellos de seda bajo sus dedos y sobre el pecho los latidos de su corazón... Pero aquel sentimiento extraño parecía que hubiese tocado con mano destructora a esa imagen, haciéndola desaparecer, matándola.
En vano se iba al molino y pasaba allí largas horas queriendo acordarse de la voz, las palabras y los movimientos de la joven. No podía reunir todos esos elementos en un conjunto armónico, ni lograr aquel sentimiento que le había hecho tan feliz. Ya desde un principio, en el fondo de ese sentimiento, había una gota de otra cosa indeterminada, que luego había crecido dominándole. El sonido de la voz de la joven se había extinguido; todas las impresiones de aquella noche feliz habían desaparecido y en su lugar no quedaba más que un triste vacío. Desde el fondo del alma del ciego se levantaba un vivo deseo de llenar ese abismo.
¡Quería verla!
Aquella piedra que despertó de su sueño las fuerzas dormidas, despertó también una fuerza que contenía los comienzos de infinitos sufrimientos.
¡Amaba a Evelina y quería verla!
Cada día el ciego fue volviéndose más retraído, y hasta Evelina no sabía si en sus momentos de tristes reflexiones debía hablar o no.
—¿Crees que te amo? —le preguntó él un día.
—Ya sé que me amas —respondió ella.
—Pues yo no lo sé —dijo él con voz sombría—. No lo sé, no. Antes estaba seguro de que te amaba más que a mí mismo; pero ahora no lo sé. Déjame; sigue a los que te convidan a vivir, antes que sea demasiado tarde.
—¿Por qué me atormentas así? —se quejó suavemente la joven.
—¿Yo te atormento? —preguntó él, y en su rostro se marcó una expresión especial, mezcla de egoísmo y de compasión—. Pues sí; te atormento y te atormentaré durante toda la vida. Es preciso que lo sepas. Déjame. Abandonadme todos, porque yo sólo puedo proporcionar penas en trueque de amor. ¡Quiero ver! —dijo al cabo de un rato con voz más suave—. Quiero ver y no puedo desprenderme de este deseo. Si una vez tan sólo, aunque fuese en sueños, viese el cielo y la tierra y el sol y todo quedase grabado en mi interior; si pudiese ver a mi padre, a mi madre, a ti y al tío Max, quedaría contento, sería feliz y no me martirizaría más a mí mismo.
Un día el tío Max encontró en la sala a Piotr y Evelina. Dominábale al ciego una expresión sombría, y el anciano notó en él señales de aquella tristeza maliciosa que desde algún tiempo le invadía frecuentemente. Parecía que había llegado a necesitar nuevas razones para atormentarse a sí mismo y atormentar a los demás.
—Escúchame, Piotr —dijo con tono serio el tío Max—. Piensa que te rodean personas que te aman. Tú no haces caso de ello y sólo sufres porque eres demasiado egoísta y únicamente te preocupas de tus penas.
—¡Sí! —respondió Piotr con pasión—, ¡Sí! Así es, en efecto, pero obro involuntariamente.
—Si comprendieses que en el mundo hay penas mucho mayores que la tuya, y que en comparación de ellas tu vida, rodeada de amor y de compasión, puede llamarse feliz, entonces...
—¡No, no! —exclamó el ciego exaltado—. No; me cambiaría por el ciego más pobre, porque es mil veces más feliz que yo. A los ciegos no se les debe cuidar tanto... Es un error... Lo he pensado muchas veces. A los ciegos hay que llevarles a la calle y dejarlos allí para que pidan limosna. Si yo hubiese sido un ciego como éstos, ahora mi desgracia sería mucho menor. Por la mañana estaría ocupado contando el dinero obtenido y temiendo la escasez. Me alegraría luego de lo recogido y me esforzaría en recoger lo necesario para la noche. Si no lo lograse, sufriría hambre y frío, y con todo eso no lograría un momento de libertad; no me quedaría ningún rato en que no me preocuparan los trabajos de la vida diaria, y con las fatigas del cuerpo padecería mucho menos de lo que ahora padezco.
—¿Eso crees? —preguntó el tío Max con frialdad mirando a Evelina.
La joven estaba seria y pálida y en la mirada del anciano se leían el interés y la compasión.
—Sí; estoy convencido de ello —respondió Piotr con dureza.
—No quiero discutirlo —dijo fríamente también el tío Max—. Quizá tengas razón. Pero aunque fueses más desgraciado, serías al menos mejor de lo que eres ahora. Ahora no eres más que un egoísta odioso que sólo piensa en sí mismo.
El anciano dirigió de nuevo una mirada compasiva a Evelina y salió cojeando.
A sesenta verstas de la propiedad de los Popelski, venerábase en una pequeña ciudad la maravillosa imagen de un santo de la Iglesia Católica. Todos los años, en su célebre festividad, durante el otoño, acudía una gran muchedumbre a la ciudad; la antigua capilla vestíase de flores y hojas verdes; en la ciudad se oía el alegre son de las campanas, los coches de los terratenientes invadían todas las calles; y por todas partes, en calles, plazas y hasta en el campo, se veían grupos de romeros.
No solamente acudían a la ciudad los católicos. La fama de la imagen maravillosa estaba muy extendida y hasta algunos ortodoxos 3enfermos y descontentos, principalmente de las ciudades, iban allí en busca de socorro para sus diversas necesidades.
En la festividad consabida el pueblo rodeaba por completo la capilla. Si desde una montaña hubiese mirado alguien el espectáculo, habría creído que el camino que iba de la ciudad a la capilla era una serpiente gigantesca, que sólo de vez en cuando movía su cuerpo de mil colores. A uno y otro lado del camino extendíase una larga línea de pobres que tendiendo la mano imploraban caridad.
El tío Max, apoyado en su muleta y Piotr del brazo de Jojem, avanzaban lentamente por la carretera. Habíanse dirigido al mercado, y después de hacer algunas compras, se volvían a su casa. De pronto los ojos del tío Max se animaron; había visto algo que le inspiró un rápido pensamiento, y el cojo abandonó la carretera escogiendo un camino que conducía al campo.
Alejáronse del bullicio y rumor de la muchedumbre; los gritos con que los mercaderes judíos pregonaban sus mercancías, el rodar de los coches, todo el ruido que se propagaba como una ola inmensa quedó detrás de ellos. Pero también en el nuevo camino, aunque el movimiento era menor, se oían pasos, traqueteo de ruedas y animadas conversaciones.
Piotr oía distraídamente los rumores todos; siguió obediente al tío Max, abrigóse mejor porque sentía frío y continuó preocupado con sus pensamientos, que nunca le abandonaban.
Mas de pronto, en medio de su aislamiento egoísta, algo despertó su atención, y como si hubiese recibido una fuerte impresión, se detuvo súbitamente.
Hasta aquel lugar llegaban las últimas casas de la ciudad, y la carretera que a ellas conducía se extendía entre campos y jardines. Algunas personas piadosas habían colocado allí una columna con la imagen de un santo y una lámpara, que, como nunca estaba encendida, pareció haber sido colgada con el único fin de que el viento la hiciese balancear y crujir. Al pie de la columna habíase situado un grupo de pobres ciegos que los restantes mendigos habían obligado a huir de los lugares más concurridos. Tendían sus platos de madera, y de vez en cuando resonaban en tono lastimoso las palabras:
—¡Por el amor de Dios, una caridad para el ciego!
El día era frío. Los pobres ciegos estaban allí desde la mañana, recibiendo sin cesar las ráfagas del viento. No podían mezclarse con la muchedumbre para calentarse, y en sus voces, que iban turnando, se notaba un tono conmovedor de amarga queja de su padecimiento físico y su completo abandono. Las primeras palabras podían comprenderse, aunque con dificultad, pero las últimas salían de los pechos oprimidos sólo como un suspiro que muere de frío. Mas a pesar de todo, los tonos postreros y casi imperceptibles sonaban hondamente en el oído de los transeúntes, porque revelaban la queja de su manifiesta y triste desgracia.
Piotr palideció y sus facciones se contrajeron.
—¿Qué te ha espantado? —le preguntó el tío Max—. Éstos son los hombres felices que poco tiempo ha envidiabas; son ciegos que piden limosna... Verdad es que tienen frío, pero según tus ideas, no importa.
—¡Vámonos! ¡Vámonos! —rogó Piotr tomándole la mano.
—¡Ah! ¿Quieres irte? ¿No cabe en tu pecho otro sentimiento en presencia de estos infelices, delante del sufrimiento del prójimo? Si al menos les dieses algo, como todos hacen, aliviarías su pena. Pero tú sólo sabes blasfemar con la boca llena. Envidioso, empequeñeces el dolor de los demás; y ahora que te encuentras con él, quieres huir como una señorita delicada y nerviosa.
Piotr bajó la cabeza. Luego sacó el portamonedas y se dirigió a los ciegos. Hallando al primero con el bastón, buscó el plato a tientas, dejando en él su portamonedas. Algunos transeúntes se habían detenido y contemplaban con sorpresa a aquel joven esbelto y elegante que daba a tientas una limosna a los pobres que la recibían del mismo modo. El tío Max le miró arrugando la frente, pero no así Jojem, quien tuvo que enjugar una lágrima.
—¿Por qué jugáis con el niño, señor? —murmuró Jojem dirigiéndose al tío Max mientras Piotr, pálido y conmovido, regresaba hacia ellos.
—¿Puedo irme ahora? —preguntó—. ¡Por el amor de Dios!
Max se volvió y marcharon todos carretera abajo.
El tío se sintió oprimido al ver el estado en que estaba su discípulo, y observándole con atención se preguntó a sí mismo si habría sido tal vez demasiado cruel con Piotr.
Piotr seguía cabizbajo y tembloroso. Un viento frío levantaba el polvo de las calles de la pequeña ciudad.
VI
Cuando Evelina dijo a sus padres que estaba resuelta a casarse con el ciego, su madre se echó a llorar, y su padre, después de haber orado ante una santa imagen, dijo que se hallaba convencido de que aquélla era la voluntad de Dios y de que no era posible otra cosa.
Se celebró el matrimonio, y Piotr comenzó una vida tranquila y feliz, pero en su dicha no faltaba alguna intranquilidad.
De vez en cuando, entre sus tribulaciones, despertaba en su espíritu la exclamación de los ciegos pobres, y su corazón sentía compasión hondísima y sus pensamientos tomaban nuevo giro.
En la misma habitación en que nació Piotr reinaba gran quietud, únicamente interrumpida por el llanto de un niño. Había nacido algunos días antes. Piotr parecía cada vez más abatido por lo convencido que estaba de la proximidad de una nueva desgracia.
El médico tomó al niño en brazos y le acercó a la ventana. Apartó de un tirón el cortinaje, y en seguida, con su instrumento, examinó detenidamente al niño. Piotr permanecía en el fondo de la habitación, cabizbajo, oprimido y dominado por su idea fija.
—Seguramente será ciego —repetía—. ¡Mejor hubiera sido para él no haber nacido!
El joven médico no respondió ni una palabra y siguió observando en silencio. Al fin dejó el oftalmoscopio y con voz clara y segura dijo:
—¡Las niñas de los ojos se ensanchan! ¡El niño ve!
—¡El niño ve! —Piotr experimentó fortísima impresión. Aquel movimiento probaba que había oído las palabras del médico, pero a juzgar por la expresión de su fisonomía, hubiérase dicho que no las comprendía bien. Con mano temblorosa se apoyó en la ventana y permaneció allí con la cara pálida y la cabeza alta, inmóvil...
Hasta aquel momento se había hallado en un estado especial de excitación. Pero entonces parecía que no fuese dueño de sí mismo: todas las fibras de su cuerpo temblaban de excitación y de esperanza.
Siempre había tenido conciencia de la obscuridad que le rodeaba. La veía, la sentía en toda su inmensidad. Aquellas tinieblas le oprimían, pesaban encima del ciego, que se las imaginaba en su fantasía. Y se dirigía hacia ellas queriendo proteger a su hijo delante del mundo en que se movía constantemente, de la obscuridad penetrante e impalpable.
Mientras el médico siguió examinando al niño, él continuó en el mismo estado. Tenía miedo. Antes conservaba en su espíritu una brizna de esperanza; entonces el miedo terrible y atormentador llegó a su mayor grado, puso en tensión sus nervios excitados en extremo y desapareció la esperanza, que quedó escondida en algún rincón de su espíritu.
Mas de pronto oyó las palabras —¡El niño ve!– que cambiaron enteramente el estado de su alma. Desapareció el miedo y la esperanza se convirtió en realidad. Fue una poderosa sacudida que produjo en el espíritu del ciego el efecto de un vivo rayo de luz.
Y en seguida, después de este vivísimo rayo de luz, ante sus ojos, ciegos de nacimiento, se formaron singulares figuras. ¿Eran rayos luminosos? ¿Eran sonidos? No sabía darse cuenta de ello. Quizás eran sonidos que se animaban, que tomaban forma y que lucían como fulgores espléndidos. Brillaban, pero como la bóveda del cielo encima de nosotros, como los rayos del sol en el horizonte, se movían como la hierba verde de las estepas, como el follaje de las hayas melancólicas.
Todo esto duró un solo instante, y el ciego sólo conservó en la memoria el recuerdo de las sensaciones recibidas. Se olvidó de todo lo demás. En lo que persistió fue en asegurar que en aquel momento había visto.
Lo que vio, cómo lo vio y si verdaderamente vio, no se supo nunca a ciencia cierta. Muchos le dijeron que era imposible, pero él persistió en ello y aseguró haber visto el cielo y la tierra, a su madre, su esposa y el tío Max.
Permaneció algunos segundos con la cabeza erguida y con la cara animada por una expresión de viva alegría.
Tenía un aspecto tan especial que involuntariamente todos le miraron y enmudecieron. Parecíales a todos que aquel hombre era muy distinto del que antes habían conocido. El hombre antiguo había desaparecido con el nuevo misterio que se le había descubierto. Pero sólo le quedó, tras el fugaz instante, una sensación de felicidad y la convicción de haber visto.
¿Era posible que realmente hubiese visto? ¿Era posible que las impresiones luminosas, débiles e indecisas que por vía desconocida tratasen de penetrar en su cerebro rodeado de tinieblas, en aquel momento en que la mirada se dirigía hacia ellas con toda la energía de su espíritu, en un momento de éxtasis que se presentó súbitamente, hubiesen llegado hasta su cerebro como una claridad brumosa? ¿Habían aparecido verdaderamente ante sus ojos el cielo azul y el sol brillante y las aguas transparentes del río, con la colinita al lado, en la que cuando niño tanto había sufrido y llorado? ¿O únicamente era obra de su fantasía, que por encanto había creado montañas, y a lo lejos campos y magníficos árboles, y el sol que iluminaba el cuadro total con sus rayos brillantes, el sol que había contemplado a todos sus antepasados?
¿Quién podía saberlo?
Él creía únicamente que se le había revelado aquel misterio, para desaparecer en seguida por completo. En el postrer momento se mezclaron las notas dotadas de formas, moviéndose y sonando, temblando y muriendo como suena, tiembla y muere la voz de una cuerda en tensión; fuerte al principio... más ligera después... menos perceptible más tarde... y muere; en el espacio infinito parece rodar algo, luego las tinieblas infinitas sin rastro alguno de luz...
Y muere, enmudece, se apaga.
Obscuridad y silencio alrededor..., tratan aún de salir de las tinieblas algunas figuras indecisas, indeterminadas, pero sin forma, sonido ni color.
De pronto el ciego oye rumores de la tierra. Cree despertar, pero sigue con el mismo aspecto de viva emoción y alegría, estrechando las manos de su madre y del tío Max.
—¿Qué te pasa? —preguntó la madre con voz angustiosa.
—Nada... creo... creo que os vi a todos... ¿No duermo, verdad?
—¿Y ahora? —preguntó la madre con emoción—. ¿Te acuerdas? ¿No te desaparecerá de la memoria?
El ciego suspiró hondamente.
—No —dijo con visible emoción—. Pero no importa, porque lo he visto todo, todo... ¡hasta el niño!
Y perdió el conocimiento. Su cara palideció, pero, no obstante, todavía se leía en ella la expresión de una dulce felicidad.
Conclusión
En Kiev, durante la contrata, se había reunido un numeroso público para oír a un músico original. Era ciego, pero la fama contaba maravillas de él. En la sala no cabía ni un alfiler: estaba de bote en bote y el producto de las entradas (que estaba destinado a un objeto benéfico desconocido del público y del cual disponía un caballero anciano, pariente del músico) formaba una cantidad respetable.
En la sala reinó un gran silencio al aparecer en el proscenio un hombre joven, de ojos grandes y hermosos y de cara pálida. Nadie le habría tomado por ciego, si sus ojos no hubiesen permanecido inmóviles y si no le hubiese acompañado una señora joven, de cabellos rubios, que según se decía era la esposa del artista.
—No es extraño que produzca tanta impresión —decía un oyente a su vecino—, ofrece verdaderamente singular aspecto dramático.
Y en efecto, su cara pálida y su aire pensativo, sus ojos inmóviles y todo su aspecto hacían esperar al público alguna cosa genial y extraordinaria.
Su manera de tocar estaba en armonía con la impresión que producía al ser visto. Al terminar una improvisación sobre motivos populares, todo el público, entusiasmado, gritó y aplaudió febrilmente.
El ciego, con la cabeza baja, escuchaba sorprendido aquel ruido desacostumbrado. Pero volvió a levantar las manos y tocó de nuevo. En toda la sala reinó en seguida el silencio.
En aquel momento entró el tío Max. Contempló con atención al público, que parecía animado por un solo sentimiento. Todo el mundo dirigía la vista al ciego con expresión de entusiasmo exaltado.
El anciano escuchaba y esperaba. Le parecía que aquella grandiosa improvisación, que tan libre y fácilmente brotó del espíritu del ciego, había de ceder el paso como antes a algún pensamiento inquieto, a alguna pregunta enfermiza que produjese una nueva herida en el corazón de su discípulo ciego. Pero los sonidos cada vez eran más fuertes y llenos, y dominaban por completo los corazones de los espectadores, que latían hondamente conmovidos. Y cuanto más escuchaba el tío Max, más le parecía conocer el sentido de aquella composición.
«Sí, sí, es la algazara de la ciudad. El animado curso de gente se da a conocer en la multiplicidad de los sonidos. Crece y baja y llega al fin a aquel ruido lejano, pero perceptible, siempre igual, desapasionado y frío.»
De pronto Max tembló hasta lo más hondo del corazón.
Bajo las manos del músico sonó una nota de queja.
Apareció, se mantuvo por algún tiempo y desapareció.
Pero no, no era una queja del sufrimiento propio; no era la repetición de los egoístas dolores del ciego. En los ojos del viejo aparecieron las lágrimas. Su vecino lloraba también.
Flotando sobre la corriente animada de la ciudad, fría, hermosa, desapasionada y movediza, resonaba en la sala un sonido quieto, y al mismo tiempo robusto, que lloraba y dominaba los corazones de los oyentes.
El tío Max conoció aquel sonido; era la voz del ciego: —¡Por el amor de Dios, caridad para un pobre ciego!
Todos los corazones temblaban al oír aquel grito lastimero. Hacía tiempo que no se oía ya; pero el público, conmovido por los dolores de la vida, seguía sumido en hondo silencio.
El anciano bajó la cabeza pensando:
«Sí; ahora es todo un hombre. En vez de dejar crecer en su corazón un sufrimiento ciego y egoísta, lleva en él las penas del prójimo; las oye, las ve, y se cree capaz de hacer comprender a los dichosos las penas de los pobres que padecen.»
Y el anciano inválido fue inclinando la cabeza cada vez más...
Había cumplido su misión y dado fin a su obra; no había vivido en vano; se lo decían los poderosos acordes que resonaban en la sala y que se adueñaban de los corazones de los oyentes...
Así debutó el músico ciego.
Fin
notes
Notas a pie de página
1Nombre de los lugares en que se celebraban los mercados de Kiev (N de la t)
2Medida rusa equivalente a 1067 metros. (N. de la t.)
3Ortodoxos; nombre que, como es sabido, se aplican los cismáticos o heterodoxos rusos. (N. de la t.)