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El Músico Ciego
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Автор книги: Владимир Короленко



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En la Ucrania rural, una pareja de propietarios acomodados tiene un hijo que ha nacido ciego. Mientras el padre se desentiende del niño, la madre, sensible y lúcida, decide fomentar y educar sus sentidos en la medida de sus posibilidades. La lectura constante y el contacto con la naturaleza: las estaciones, el viento, la nieve, los rumores de bosque y, sobre todo, la música, para la que el niño está especialmente dotado, logran que el joven ciego se convierta en una persona independiente y capaz. Sin embargo, en el ánimo del ciego subsisten preguntas que nadie sabe responder: ¿cómo son las nubes?, ¿el sol?, ¿las estrellas?


EL MÚSICO CIEGO



En la Ucrania rural, una pareja de propietarios acomodados tiene un hijo que ha nacido ciego. Mientras el padre se desentiende del niño, la madre, sensible y lúcida, decide fomentar y educar sus sentidos en la medida de sus posibilidades. La lectura constante y el contacto con la naturaleza: las estaciones, el viento, la nieve, los rumores de bosque y, sobre todo, la música, para la que el niño está especialmente dotado, logran que el joven ciego se convierta en una persona independiente y capaz. Sin embargo, en el ánimo del ciego subsisten preguntas que nadie sabe responder: ¿cómo son las nubes?, ¿el sol?, ¿las estrellas?




Traductor: Abollado Vargas, Juan Luis

©1886, Korolenko, Vladimir Galaktionovich

©2011, Ediciones Barataria

Colección: Bárbaros, 69

ISBN: 9788495764768

Generado con: QualityEPUB v0.34

Vladimir Korolenko



El músico ciego

I



Nadie se dio cuenta al principio. El niño tenía la mirada obscura, incierta, que tienen todos los niños durante algún tiempo. Pasaron días y semanas; sus ojos tornáronse brillantes; el globo del ojo quedó más saliente, pero el niño no movía la cabeza hacia los rayos de luz que entraban por la ventana mezclados con el alegre canto de los pájaros y con el murmullo del follaje de las hayas que adornaban el jardín. La madre fue la primera en notar la extraña expresión de la cara del niño, seria y poco movida.

Miró a su alrededor con espanto y preguntó:

—Decidme: ¿cómo puede ser esto?

—¿Cómo? ¿Qué dices? —le contestaron con indiferencia—. En nada se distingue de las demás criaturillas de su edad.

—Mirad cómo palpa con sus manecitas con extraño impulso.

—Es que el niño no puede relacionar todavía los movimientos de las manos con las impresiones de la luz —dijo el médico.

—Mira siempre en la misma dirección. ¡Es ciego! —exclamó la madre; y nadie fue capaz de poder tranquilizarla.

El médico tomó al niño en brazos, le acercó de pronto a la luz y le miró los ojos. Pronunció confusamente algunas palabras tranquilizadoras y se fue, prometiendo que volvería al día siguiente.

La madre lloraba; sufría mucho y estrechaba contra el pecho a su hijo, cuyos ojos continuaban inmóviles y serios.

Al cabo de dos días volvió el médico con un oftalmoscopio, encendió una luz, la acercó y apartó de los ojos del niño, miró a éste con atención, y finalmente con voz confusa y paulatina dijo:

—Por desgracia, tenía usted razón, señora; el niño es ciego y su ceguera es incurable.

La madre escuchó la noticia con silenciosa congoja.

—Lo sabía tiempo ha —dijo en voz baja.


*

El niño pertenecía a una familia poco numerosa. Constituíanla, además de la madre, el padre y el «tío Max», como todo el mundo le llamaba. El padre no se diferenciaba en nada de los demás terratenientes del sudoeste de Rusia; era de buen carácter, amable con los obreros, a los cuales, no obstante, vigilaba mucho, y tenía una sola pasión: la de construir molinos. Semejante afición le absorbía muchísimo tiempo, y por tal motivo en su casa se oía su voz raras veces; a la hora de comer, a la de almorzar y pocas veces más.

Siempre hacía a su mujer la misma pregunta:

—¿Te encuentras bien, palomita mía?

Se sentaba en seguida a la mesa, y únicamente terciaba en la conversación cuando quería decir algo de sus molinos. Un padre así, tan pacífico y descuidado, naturalmente, podía influir muy poco en el desarrollo del espíritu de su hijo.

Pero el tío Max ya era otra cosa.

Diez años antes, el tío Max había sido el joven más calavera y mala pieza, no sólo de las cercanías, sino también de las contratas 1. Por fin, al tío Max le invadió una gran cólera contra los austríacos y se fue a Italia. Por su parte, los austríacos no demostraron, al parecer, gran cariño hacia el tío Max. De vez en cuando en el Kurier, que era el periódico favorito de los terratenientes, podía leerse su nombre entre los de los más entusiastas defensores de Italia; y por último se supo por el mismo periódico que Maximilian Iazenko se había caído con su caballo. Los furiosos austríacos, que aguardaban desde largo tiempo la ocasión de pagarle los daños que les había causado, destrozaron al odiado volini. Pero los sables de los austríacos no pudieron obligar a que el alma terca y revoltosa de Max abandonara su cuerpo; y por eso alma y cuerpo se mantuvieron unidos, aunque el último resultase muy malparado. Sus compañeros le condujeron al hospital donde curó sus heridas. Al cabo de algunos años se dirigió Max de pronto a casa de su hermana y allí se instaló definitivamente. Ya nunca pensó en volver a las andadas. Le faltaba la pierna derecha, lo cual le obligaba a servirse de una artificial de madera, y tenía la mano izquierda tan maltrecha, que sólo podía utilizarla para apoyarse penosamente en el bastón. Se había vuelto más serio y más reposado, y sólo de vez en cuando hería con la lengua como en otro tiempo con el sable. No iba nunca a las ferias, muy pocas veces a las reuniones, y pasaba la mayor parte del tiempo en su biblioteca leyendo libros cuyo contenido ignoraban todos. Escribía algo, pero como sus trabajos no se publicaban ya en el Kurier, nadie creía que tuviesen importancia.

Por los años en que nació y creció el cieguecito en la casa señorial, ya tenía el tío Max algunas canas; a consecuencia de usar muletas, su cabeza se hundía entre los hombros y su cuerpo había tomado la forma de un rectángulo. Su singular aspecto, sus cejas contraídas con aire sombrío, el cric-crac de las muletas y la nube de humo de la pipa —su inseparable compañera—, que le rodeaba siempre, no eran muy a propósito para hacerle simpático a los extraños, y únicamente los que le trataban asiduamente sabían que en aquel cuerpo desventurado latía un corazón sensible, y que en aquella buena cabeza, cubierta de cabellos que parecían cerdas de cepillo, trabajaba siempre el pensamiento. Pero ni los que más de cerca le trataban, conocían cuáles eran las cuestiones que le preocupaban; sólo sabían que pasaba largas horas en la biblioteca con las cejas contraídas, la mirada sombría y rodeado de una nube de humo, pero no sabían que el guerrero viejo y estropeado ensartaba consideraciones filosóficas sobre la idea fija de que la vida es un combate, en el cual no hay lugar para los heridos; se empeñaba en creer que él fue expulsado de las filas de los guerreros y que sólo era un estorbo para los demás. En la lucha de la vida había perdido la batalla. ¿No sería cobarde acción arrastrarse por la tierra como un gusano? ¿No sería vergonzoso permanecer a las plantas del vencedor implorando piedad para las lastimosas ruinas de su existencia?

En tanto el tío Max con sangre fría se entregaba a sus meditaciones pesando el pro y el contra, crecía ante sus ojos un nuevo ser, inválido ya al entrar en el camino de la vida. Al principio no se fijó en el niño ciego, pero pronto le inspiró interés la semejanza de su suerte con la del muchacho.

—Sí —decía reflexionando—, ese muchacho es también un inválido. Si de él y yo pudiera hacerse un solo ser, quizá resultaría un hombre aceptable.

Y desde aquel momento, y cada vez con más frecuencia, se dirigían sus miradas al niñito ciego.


¡Quién sabe lo que hubiera sido el muchacho con el tiempo, destinado por la suerte, según parecía, a vivir descontento de la suya, advirtiendo además que la exagerada condescendencia de los que le rodeaban le habría conducido a convertirse en odioso egoísta, si la misma funesta suerte y los sables austríacos no hubiesen sido la causa de que el tío Max viviese retirado en casa de su hermana!

La presencia del cieguecito determinó poco a poco un cambio en la dirección de los pensamientos del enérgico, activo y viejo soldado. Es verdad que pasaba todavía largas horas en su biblioteca, rodeado de una nube de humo de tabaco, pero en sus ojos no había ya la mirada de sombría y honda pena, sino la expresión reflexiva del agudo observador, y cuanto más y más observaba, más se fruncían sus cejas y el humo de su pipa era más espeso y constante. Por fin, se resolvió a intervenir en el asunto.

—Este muchacho —dijo fumando con más fuerza que nunca– será más desgraciado que yo. Mejor hubiera sido para él no haber nacido.

La pobre madre bajó la cabeza y dejó caer una lágrima en su regazo.

—¡Es una crueldad, Max, recordarme esto! —respondió en voz baja.

—Digo la verdad; yo no tengo piernas ni brazos, pero tengo ojos; él no los tiene, y con el tiempo no tendrá manos ni pies, ni siquiera voluntad propia.

—¿Por qué?

—Fíjate bien en lo que voy a decir —añadió Max con dulzura—. No he pronunciado inútilmente estas palabras. El niño tiene una naturaleza muy sensible. Promete desarrollarse magníficamente en todos conceptos; más aún, sus restantes sentidos podrían en parte substituir al que le falta. Pero para lograr este fin es preciso el ejercicio, y éste únicamente puede determinarlo la necesidad. El necio mimo y cuidado de que rodeáis, impidiendo en él toda necesidad de esforzarse, mata toda esperanza posible de cualquier clase de desarrollo independiente.

La madre tuvo suficiente sentido para comprender la idea de Max y dominarse; desde entonces resistió la inclinación, muy comprensible por otra parte, de atender al menor llamamiento de su hijo para que no le faltara nada.

Al cabo de algunos meses de esta conversación, el niño andaba solo y aprisa por toda la casa, escuchando con gran atención hasta los sonidos menos perceptibles; y con una viveza que por regla general no suelen tener los niños, palpaba todos los objetos que caían en sus manos.


Muy pronto conoció a su madre por los pasos, por el rumor del vestido, por ciertas señales que sólo él apreciaba; por muchas personas que hubiese en una habitación, siempre sabía dirigirse con paso seguro hacia el punto en que estaba su madre. Si ella le asía súbitamente la mano, la conocía en seguida. Si hacía lo mismo alguna otra persona, inmediatamente le palpaba la cara con sus manecitas; y por este sistema pronto conoció a su nodriza, al tío Max y a su padre. Pero si se trataba de un forastero, sus movimientos eran inseguros y reflexivos; pasaba con detención sus manos diminutas por aquella cara desconocida, y en su rostro se reflejaba esforzada atención. Parecía que mirase con la yema de sus deditos.

Por temperamento, era vivo y movedizo, pero con el tiempo la ceguera obró sobre su carácter; poco a poco fue aquietándose y empezó a retirarse a los rincones obscuros, quedando allí inmóvil durante largas horas escuchando algo, según todos creían comprender. Si en la habitación no se oía rumor alguno y nada le llamaba la atención, parecía que el muchacho reflexionase acerca de alguna cosa incomprensible con expresión de sorpresa en su rostro, que tenía una seriedad rara e impropia en un niño.

El consejo del tío Max había sido acertadísimo. La organización nerviosa del muchacho, delicada y fuerte a un tiempo, se desarrolló, esforzándose en substituir por la sensibilidad del tacto y del oído, al menos en parte, el sentido de la vista que le faltaba.

Todo el mundo se admiraba de la sensibilidad de su tacto. A veces parecía que los colores le eran accesibles. Si le daban una tira de color vivo, la palpaba con más atención y se marcaba en su cara una expresión de sorpresa. Pero pronto se vio claramente que el sentido que más se desarrollaba en él era el del oído.

En poquísimo tiempo supo distinguir unas habitaciones de otras por las condiciones acústicas de cada cual; conocía los pasos de todos los moradores de su casa, el ruido que hacía la silla cuando se sentaba el tío Max, el pespunteo seco y uniforme de las agujas cuando cosía su madre, el tictac del reloj. A veces, cuando iba siguiendo la pared, su oído apreciaba sonidos que nadie hubiera notado; con las manos trataba de coger una mosca, y cuando la mosca huía, veíase en la cara del muchachito una expresión de penoso desencanto. No sabía explicarse la desaparición de la mosca. Más adelante, hasta en tales casos, enmarcaba en su rostro la expresión de haber comprendido lo que pasaba y andaba en la dirección que había tomado la mosca, pues su oído era tan fino, que apreciaba su ligerísimo vuelo.

El mundo, con sus movimientos, colores y rumores, entró en la cabeza del niño en forma de sonidos, y sus ideas tomaron también esta forma en su imaginación. Leíase en su rostro la expresión especial que pone de manifiesto una gran atención hacia los sonidos que se trata de apreciar; su boca se abría ligeramente, sus cejas se fruncían, su cabeza se inclinaba, y entre tanto sus ojos, hermosos e inmóviles, daban a la cara del cieguecito una expresión seria y conmovedora.


Llegaba a su ocaso el segundo invierno del niño ciego. En el patio se derretía la nieve, el agua corría por los torrentes primaverales, y al mismo tiempo mejoraba la salud del niño, que durante el invierno no pudo salir de casa por estar algo enfermo.

Abriéronse las ventanas, y con poderosa fuerza entró en la habitación el aire tibio de la primavera. El sol sonreía amistosamente, se balanceaban las ramas de las hayas desnudas todavía, y a lo lejos relucían las praderas en las que había aún algunas manchas de nieve que se derretía mientras el resto verdeaba. El viento corría libre y aromático, y la primavera, al despertar, llenaba a todo el mundo de fresco hálito vital.

La primavera consistía para aquel ser privado de vista en un ruido misterioso; oía el murmullo del agua de los torrentes, como si cada ola quisiera abalanzarse sobre las demás al saltar en su rodar sobre las piedras y remover el fondo; oía el rumor del ramaje de las hayas al golpearse mutuamente y al golpear la ventana. Al deshacerse la escarcha del tejado, las gotas del agua caían al suelo con variado juego de colores y ligero ruido.

Y todos esos sonidos llegaban al oído del cieguecito, junto con los cantos que entonaban las cigüeñas en sus vuelos.

En la cara del niño volvió a dibujarse la expresión de la sorpresa. Frunció las cejas y escuchó. Angustiosamente, dominado por aquellos tonos incomprensibles, tendió sus manecitas a su madre y escondió la cabecita en su regazo.

—¿Qué tendrá? —se preguntó ella. Y los demás pensaron lo mismo.

El tío Max observaba la expresión de la cara del niño, sin hallar ninguna explicación a su estado de excitación incomprensible.

—No comprende, no puede comprender algo —adivinó la madre al leer en la cara del niño la expresión de pregunta muda.

Sí; el niño estaba excitado e intranquilo, llegaban hasta él notas nuevas y desconocidas, y le sorprendía que las que estaba acostumbrado a oír hubiesen callado y desaparecido súbitamente.

II



Ya tenía cinco años cumplidos; era flaco y débil, pero corría sin ajeno auxilio por toda la casa. Cualquiera que hubiese visto la seguridad con que iba de una parte a otra y tomaba todo lo que necesitaba, hubiera creído que no era un niño ciego, sino un niño original cuyos ojos reflexivos tenían constantemente la mirada incierta. Por el patio andaba tentándolo con un bastón en la mano. A veces se arrodillaba, y de rodillas palpaba todo lo que podía encontrar.


*

Era un domingo muy tranquilo. El tío Max se hallaba en el jardín. El padre había salido, como de costumbre; en las habitaciones de los sirvientes no se oían ya conversaciones. El niño estaba en cama.

Comenzaba a dormirse. Tiempo ha que aquella hora estaba para él enlazada con un especial recuerdo. Él, naturalmente, no veía el cielo que iba vistiéndose su manto azul obscuro, las copas de los árboles que se movían, los tejados de las casas vecinas, que desaparecían en la obscuridad, la magnificencia que entre las tinieblas mostraban la luna y las estrellas con sus rayos de plata. Algunas noches el niño iba durmiéndose con una sensación extraña y encantadora, de la que nunca al día siguiente sabía darse cuenta.

Apenas el sueño enturbiaba sus pensamientos, el ligero rumor de los árboles se apagaba y no oía ya los ladridos de los perros del pueblo y el canto del ruiseñor del bosque vecino, ni el melancólico sonido de los cencerros del ganado. Apenas todos estos rumores morían, le parecía al niño que se fundían todos en una sola armonía que giraba dulcemente por su habitación, llevando consigo imágenes indefinidas y hechiceras. Al día siguiente, despertaba como de un sueño encantado y preguntaba a su madre:

—¿Qué fue lo de ayer? ¿Qué fue?

La madre no comprendía la pregunta y creía que las pesadillas habían excitado a su hijo. Ella misma le metía en la cama, le daba un beso y no le dejaba hasta que se había dormido, sin observar nada de particular. Pero a la mañana siguiente, el niño hablaba de nuevo de aquellas imágenes magníficas e indefinidas que tanto le habían interesado.

—¡Madre! ¡Era hermoso, muy hermoso!

Una noche la madre resolvió quedarse junto a la cama del niño, ansiando descifrar aquel enigma. Se sentó en la silla que había junto a la cabecera, cosiendo medias mecánicamente y escuchando con anhelo la tranquila respiración de Piotr, que así se llamaba su hijito.

Parecía que estaba enteramente dormido, cuando, de pronto, entre la obscuridad de la habitación se oyó una ligera voz que preguntaba:

—¡Madre! ¿Estás aquí?

—Sí, hijo mío.

—Pues te ruego que te vayas. Estaba casi dormido ya y todavía no han llegado.

La madre escuchó sorprendida la queja de su hijo. Hablaba éste de las imágenes de sus sueños como si fuesen algo verdaderamente real y existente.

Se levantó, le dio un beso, y sin hacer el más ligero ruido se fue, con la resolución de bajar al jardín y acercarse en silencio a la ventana de la habitación.

Apenas salió al jardín, adivinó el enigma. Había oído las apagadas notas de una flauta, que venían del establo y se mezclaban con los ligeros rumores del exterior. Comprendió en seguida que las notas de aquella melodía eran las imágenes que impresionaban tanto a su hijo.

Se mantuvo muy quietecita, escuchando las notas de una canción propia de la pequeña Rusia, que taladraban el corazón, y luego, tranquilizada por completo, fuese por el obscuro sendero a buscar al tío Max.

—Jojem toca bien —pensó—. ¡Parece extraño que en un mozo sin instrucción quepa tanto sentimiento!

Cuando Jojem quiso tocar la flauta, herido por cierto desengaño amoroso, escogió una en casa del mercader, pero el instrumento no supo expresar tan sinceramente como él quería su triste decepción. En vano la cambió y escogió entre media docena la que le pareció mejor; la secó al sol, la expuso al viento; todo inútil; la flauta no transmitía el lenguaje de su corazón.

Se enfadó con los mercaderes y se convenció de que ninguno de ellos tenía buenas flautas. Tomó la resolución de hacerse la flauta él mismo. Un día se dirigió al bosque por la orilla del rió, y examinó los árboles uno por uno mirando si tenían alguna rama que le sirviese. Cortó algunas, pero no le resultaron buenas. Por fin llegó a un punto en que el río pasaba perezosamente. Su superficie apenas se movía, porque a causa del espesor del bosque el viento no podía empujar las aguas. Jojem se abrió camino resueltamente como si presumiese que allí encontraría lo que buscaba. Empuñó el cuchillo y después de haber mirado todas las ramas, escogió una muy recta, de tamaño adecuado, que se inclinaba hacia el río. La tocó ligeramente y se alegró de la elasticidad con que se movía, echó una mirada al río, e hizo señal afirmativa con la cabeza.

—¡Me conviene! ¡Me conviene! —dijo entre dientes con visible gozo. Y arrojó al agua las ramas inútiles.

¡Y es innegable que hizo con ella una magnífica flauta! Después de haberla secado y atravesado, la agujereó por seis partes de un lado, del otro la perforó una sola vez y cubrió el extremo con un tapón de madera, dejando únicamente un diminuto intersticio. No hizo más que una ligera prueba durante el día, pero por la noche manaron de la flauta notas tiernas, tristes y temblorosas.

Jojem estaba satisfecho. Diríase que su flauta había llegado a ser una parte de sí mismo. Las notas que daba al aire parecía que saliesen de su propio pecho, y cada uno de sus sentimientos y el exacto reflejo de su tristeza se ponía de manifiesto en los sonidos de la flauta que se dejaba sentir cada noche.


*

Desde entonces, el niño iba todas las noches al establo para oír a Jojem. Nunca se le hubiera ocurrido pedirle que tocase durante el día. En su imaginación el ruido del día aparecía como incompatible con las melodías suaves y tristes. Al obscurecer, el niño entraba ya en un estado de febril impaciencia. El té y la cena no eran para él más que el anuncio del deseado momento, y la madre, a quien no gustaban mucho los consabidos entretenimientos musicales, no podía privarle de que fuera a oír a Jojem y pasase las horas muertas a su lado.

Estas horas eran las más agradables para el ciego, y con verdaderos celos notaba su madre que las impresiones que por la noche recibía su hijo, le dominaban todavía al día siguiente, de modo que sus caricias resultaban molestas para él, y si estaba sentado en su regazo y le daba besos, se acordaba, según podía leerse en su rostro, de la canción de Jojem del día anterior.

Entonces la madre se acordó de que años atrás, cuando iba al colegio de la señora Radetki en Kiev, entre otras artes de adorno, había aprendido la música. Ciertamente ese recuerdo no sería de los más agradables, porque le traía a la memoria la imagen de la maestra, una vieja solterona, la señorita Klaps, muy seca, muy prosaica y sobre todo muy rigurosa. Aquella señorita malhumorada, que con tanto arte enseñaba a sus discípulas a mover los dedos, sabía matar en ellas de modo magistral el despertar de todo sentimiento musical. Sentimiento de tal naturaleza, delicado y tímido, no podía soportar la presencia de la señorita Klaps y mucho menos resistir su arte pedagógico. Por esto Ana Mijáilovna al salir del colegio no pensó volver a dedicarse a ejercicios musicales. Pero ahora, al escuchar la rústica flauta, sintió que, mezclada con los celos que ella tenía, entraba en su espíritu la sensación de la melodía viviente, quedando en segundo lugar la imagen de la maestra alemana. El resultado de semejante proceso fue que la señora Popelski pidió a su marido que mandara buscar un piano a la ciudad.

—Bien, como quieras —respondió su marido—. Pero antes no parecías hacer gran caso a la música.

El mismo día enviaron una carta a la ciudad; pero hasta que el instrumento fue comprado y llegó, pasaron dos o tres semanas todavía.


Al cabo de tres semanas llegó el deseado piano. Piotr estaba en el patio escuchando con gran atención el ruido que hacían los obreros al conducir hacia la sala la caja de música extraña.

Según parecía, el piano era bastante pesado, porque el entarimado crujió y los trabajadores respiraron pesadamente. Luego lo llevaron con pasos acompasados al lugar en que debía instalarse, y a cada paso que daban hacían resonar algo sobre sus cabezas. Cuando la caja de música singular quedó instalada en la sala volvió a resonar en tono vacío como si amenazase a alguien, muy enfadada.

Todo esto produjo a Piotr una impresión semejante al miedo y no le inspiró grandes simpatías a favor del pobre e inanimado huésped. Se fue al jardín y no oyó los últimos pormenores de la instalación del instrumento, ni el afinador venido de la ciudad, que lo afinó y repasó. Sólo cuando hubieron concluido por completo su tarea los operarios, su madre le llamó a la sala.

Ana Mijáilovna estaba convencida de su triunfo. Con los ojos brillantes de alegría miró a su hijo, que entraba temeroso en la sala acompañado del tío Max, a quien seguía Jojem, que había pedido permiso para oír la nueva música y que se quedó al lado de la puerta con los ojos bajos. Cuando el tío Max y el niño se hubieron sentado, la madre empezó a tocar.

Tocó una pieza que en el colegio Nadetzki había aprendido a la perfección, dirigida por la señorita Klaps. Se trataba de una pieza no muy ruidosa, pero dificilísima, que exigía gran ligereza y flexibilidad de dedos. En un concierto público obtuvo Ana Mijáilovna con su ejecución grandes alabanzas, que se hicieron extensivas a su profesora.

Claro es que no era artículo de fe, pero muchos creían que precisamente en aquel cuarto de hora fue cuando el señor Popelski se enamoró de Ana. Ahora tocaba Ana la misma pieza con la esperanza de otra victoria: quería ganar el corazón entero de su hijo, seducido por la sencilla flauta de un pastor.

Pero esta vez su esperanza la engañó. Cierto que el piano vienés era magnífico, pero la flauta de la pequeña Rusia tenía un poderoso aliado: su patria, la naturaleza de donde había surgido.

Antes de que Jojem la cortase y agujerease, la rama se había balanceado sobre las aguas del río; el sol del país la había calentado, ese mismo sol que con sus rayos acariciaba al niño; el viento de aquella tierra la había movido dulcemente antes de que la atenta mirada del humilde peón se hubiese fijado en ella... Y finalmente, faltaba también a la señora de la casa el sentimiento musical del mozo.

Es verdad que sus dedos delicados eran ligeros y más flexibles que los de Jojem, y la melodía que tocaba más difícil y más rica, y que a la señorita Klaps le había costado no pocas horas y esfuerzos enseñarle a tocar el complicado instrumento. En cambio, Jojem poseía ya naturalmente un sentimiento musical; estaba enamorado y triste, y con su amor y su tristeza se dirigía a la naturaleza de su tierra. Su maestra fue la naturaleza misma; el rumor del bosque y el balanceo más ligero aún de la hierba de las estepas y la vieja melancólica canción del país en que había vivido desde la cuna.

Apenas hubieron pasado algunos momentos, el tío Max dio un fuerte golpe con sus muletas como para llamar la atención. Cuando se volvió Ana Mijáilovna, vio la cara de Piotr invadida por intensa palidez.

Jojem, que contemplaba compasivamente al muchacho, dirigió una mirada despectiva a la música alemana y se fue, haciendo gran estrépito con los tacones claveteados de sus zapatos.

Sí; el rústico Jojem poseía un caudal de verdadero e intenso afecto. Pero ¿y ella? ¿Acaso no poseía ni una chispa de pasión? Su pecho se agitaba, su corazón latía fuertemente y las lágrimas pugnaban por salir a sus ojos. ¿No era esto el poderoso sentimiento del amor hacia su desgraciado hijo, que huía de ella para ir con Jojem y al cual no podía ofrecer la misma satisfacción que el mozo le proporcionaba?

No podía borrar de su retina la expresión de pena que había aparecido en la cara del niño mientras ella tocaba el piano, y con gran dificultad pudo ahogar un sollozo desconsolador.

Pese a todas las dificultades, aumentó cada día la confianza en sus fuerzas, y durante las noches, mientras el niño jugaba lejos de ella o se iba a pasear, Ana se sentaba al piano. No pudieron satisfacerla los primeros ensayos; las manos no seguían su impulso interior, y las notas que arrancaban no eran las que ella quería. Pero poco a poco fueron tomando formas más conocidas; las lecciones del rústico peón no habían sido inútiles, y así el amor maternal y la comprensión de lo que con tanta fuerza había aprisionado el espíritu del niño, le daban la posibilidad de aprovechar debidamente estas lecciones. En la sala del piano no resonaban ya piezas aparatosas de salón, sino suaves melodías; los tristes sueños rusos temblaban y lloraban en la obscura sala reflejando el corazón de la madre.

Por fin, cuando se creyó segura, tuvo valor para luchar cara a cara, y entonces empezó una guerra singular entre la casa de los señores y el establo de Jojem. De las sombras del establo cubierto de paja surgían las suaves notas de la flauta y de las ventanas abiertas de la casa, que relucían con la luz de la luna, salían a combatirlas los acordes más llenos y poderosos del piano.

Al principio, ni el niño ni Jojem hicieron caso alguno de la música fina de la casa, pues estaban prevenidos contra ella, y el niño hasta arrugaba la frente y tiraba de Jojem si éste quería detenerse un instante.

—Toca tú, toca —le decía.

Mas apenas hubieron transcurrido tres días, los descansos de Jojem se hicieron más frecuentes. Varias veces éste dejaba la flauta a su lado para escuchar con atención creciente, y el niño se olvidaba también de la flauta y escuchaba lo que tocaba su madre. Por fin, Jojem exclamó:

—¡Es hermoso! ¡Es una melodía bellísima!

Luego, con el mismo aire de atención, tomó al niño de la mano y se fue con él hacia la ventana abierta de la sala. Jojem creía que la señora tocaba únicamente por su placer personal y que no se preocupaba de ellos. Pero Ana Mijáilovna oyó muy bien que su rival, la flauta, había cesado de tocar; comprendió que había triunfado y su corazón latió con más fuerza.

En ese mismo instante desapareció la antipatía que sentía por Jojem; Ana era feliz y reconoció que al humilde peón le debía su dicha; él le había mostrado de qué modo podía recobrar el corazón del niño; y si el niño recibía tesoros de impresiones nuevas, ambos, ella y su hijo, debían agradecérselo al mozo, su maestro común.

III



Poco tiempo después de los sucesos referidos, la propiedad lindante con la de los Popelski cambió de moradores. En vez del antiguo y molesto vecino que hasta con el pacífico señor Popelski había pleiteado acerca de una pradera, fue a vivir allí el anciano Jaskulski con su mujer. Aunque los dos esposos no reunían menos de un siglo, hacía poco tiempo relativamente que se habían casado; porque el señor Jacov tardó largos años en ahorrar la suma necesaria para el arrendamiento, sirviendo entre tanto en casas ajenas con el cargo de administrador, mientras la señorita Inés esperaba el día del matrimonio, siendo camarera de honor de la condesa N. N. Cuando llegó el feliz instante y los novios pudieron darse la mano ante el altar, en la barba del novio se veía algún pelo blanco, y la cara tímida y ruborizada de la novia estaba coronada de rizos de color de plata.


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