Текст книги "Relatos De Un Cazador"
Автор книги: Иван Тургенев
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Yo no decía nada. Pero experimentaba una sensación de bienestar. "No ha sucedido nada grave —reflexioné—. El trance no nos ha costado caro."
Tuve cierta vergüenza de haber evocado los versos del poeta. Pero de pronto me distraje con una idea: —Filofei, ¿eres casado?
—Sí, barin.
—¿Tienes hijos?
—Los tengo.
—Tú no te acordaste de ellos en el momento del peligro. Hablaste de los caballos, no de tu mujer ni de tus hijos.
—¿Y por qué había de nombrarles? No corrían peligro. Pero yo pensaba en ellos, siempre pienso en ellos.
Y después de una pausa: —Tal vez por ellos no ha permitido Dios que muramos.
—Pero puesto que no eran bandidos...
—No es posible saberlo, barin. ¿Quién ha visto nunca el alma de un semejante? El proverbio dice: "El alma de los otros es como la noche oscura." Solamente Dios es verdaderamente bueno. Sí, Dios.
Se acercaba el día cuando llegamos a Tula. Yo estaba rendido, y dormitaba.
—Mirad, pues, señor —dijo Filofei—. Se han quedado en la taberna; allí se ve la "telega". Efectivamente: allí estaba el carro, y a la puerta de la taberna asomó el gigante. Al vernos, se descubrió y saludando nos dijo: —Acabamos de beber vuestro dinero. Y tú, cochero, ¡buen susto te has llevado!
—Muy alegre está el hombre —observó Filofei. Entramos por fin en Tula. Compré plomo, té, vino, y escogí un caballo en casa de un negociante. Regresamos a mediodía. El cochero, alegre con unas copas de vino, me refirió cuentos festivos.
Cuando llegamos al sitio donde nos alcanzó la "telega", me dijo: —¿Recordáis cómo repetía: "Hay ruido, hay ruido"?
Su salida le pareció muy graciosa, y se rió a carcajadas.
'De vuelta a su aldea, por la noche, conté a Jermolai nuestra aventura. Pero estaba en ayunas y no me atendió demasiado. Se conformó con decir: "¡Ah, sí!", que tanto manifestaba indiferencia como reproche.
Dos días después me informé que un rico comerciante había sido asesinado en el camino a Tula. Me pareció mentira, y sólo di crédito a la versión cuando me la confirmó un oficial de policía.
Los asesinos, ¿serían aquella gente del carro? Y el comerciante asesinado, ¿no sería el muchacho de quien tan chistosamente referían que no pudo tenerse en pie?
Permanecí algunos días más en la aldea de Filofei. Invariablemente, al verle, le decía: —Hay un ruido, hay un ruido. Y él me respondía riendo: —Es un hombre alegre, muy alegre.
VIII LA CITA
Un día, en otoño, una lluvia fina, como polvo, caía desde por la mañana. A intervalos, débiles rayos de sol atravesaban las nubes, que se deshacían o saltaban las unas sobre las otras, descubriendo entonces: la bóveda azul, tranquila y límpida, formando como un hermoso lago de azur.
Sentado en un cómodo lecho de musgo espeso escuchaba la voz de la selva.
Sobre mi cabeza el follaje estaba casi inmóvil. Y yo percibía, en el roce apenas perceptible de las hojas, el rumor característico de la estación. No era el temblor alegre que producen, en la primavera, las hojitas nuevas; no era tampoco la blanda languidez opulenta del verano, ni los tristes adioses al comenzar el invierno, sino algo como un murmullo en un sueño.
Un viento ligero, a rachas, inclinaba unas contra otras las altas cimas de los árboles. Cuando brillaba el Sol, el interior del bosque, ligeramente velado por los vapores de la humedad, se iluminaba y parecía sonreír. Los troncos esbeltos de los abedules tenían reflejos tornasolados de raso, y las hojas, en el suelo, producían la ilusión de una lluvia de oro.
Algunos helechos, ya cobrizos, tocados por el halo del otoño, se alargaban gráciles, mientras otros pendían, bajo brillantes gotas de lluvia, hacia el musgo y le acariciaban con la punta de sus finos penachos.
En los momentos de ocultarse el sol, caía el bosque entero en una claridad medio azulada, uniforme, y era como si la vida quisiera apagarse. Solamente los abedules, sobre el fondo verde, se destacaban nítidos como columnas de nieve lisa.
La lluvia entonces recomenzaba, primero por gotas escasas, luego de un modo incesante, dulce, y se oía su murmullo regular y monótono.
Había en algunos abedules muchas hojas verdes todavía, en medio de otras ya pálidas.
Los pájaros callaban. Sólo el diminuto paro dejaba oír su grito burlón y alegre, que resonaba vibrando en el gran silencio.
Al venir había atravesado un bosque de álamos. No me gustan estos árboles, con sus troncos claros y el follaje que constantemente se agita, y con sus hojitas que se balancean en las ramas, demasiado largas. Pero confieso que al atardecer, en el estío, cuando el álamo emerge de la espesura y chispea a los rayos del poniente, como si cada hoja fuese una pepita de oro, e inunda su tronco la luz púrpura, es un árbol verdaderamente hermoso.
También es precioso el álamo cuando en los días claros un fuerte viento agita sus hojas en todas direcciones y parecen querer salir volando por los campos.
No me detuve, pues, en el bosque de álamos y preferí descansar bajo un abedul, cuyas ramas bajas me resguardasen de la lluvia.
Después de haber admirado durante un largo rato la naturaleza, silbé a mi perro, y como un verdadero cazador no tardé en dormirme. No sé cuánto tiempo dormí. Al despertarme, estaba el bosque lleno de sol y se veía, entre las ramas apartadas por el viento, el cielo azul. Ni una nube. El buen tiempo. Y yo respiraba esa sana frescura del aire que infunde bienestar y anuncia una hermosa noche.
Me levanté para cazar, cuando vi a una campesinita que aguardaba, quieta, cerca de mí. Estaba sentada, la cabeza gacha y con expresión de inquietud. De su mano distraída se deslizaba un grueso ramo de flores silvestres; lentamente las flores caían sobre su falda a cuadros, cada vez que suspiraba. Doble collar de perlas coloreadas recaía sobre una camisa blanca ceñida bajo la garganta y en las muñecas, formaba finos pliegues alrededor de su cintura. Sus cabellos, de un hermoso rubio ceniza, atados con una cinta roja, circundaban su linda cara, de frente muy blanca. Las largas pestañas de sus ojos entrecerrados ponían una sombra sobre sus mejillas, donde se había quedado una lágrima. El arco de sus cejas era fino. Algo gruesa me pareció la nariz, aunque no por eso perdiese armonía el semblante, que revelaba la tristeza ingenua de la niña que aún no sabe sufrir.
Comprendí que esperaba a alguien. Una hoja que cayera, el más ligero ruido en el bosque, la hacían estremecerse y levantar los ojos, claros y tímidos de gacela.
Atendía hacia el lugar de donde venía el rumor, suspiraba y luego su cabeza recaía como agobiada. Distraídamente jugaba con las flores esparcidas en su falda. En ciertos momentos vi sus párpados hinchados y temblarle los labios. Algunas lágrimas rodaron como perlas sobre las flores. Pasó media hora y seguía esperando, atenta siempre a los ruidos. Hubo un ligero crujido de ramas que la sobresaltó. Distintamente se advirtió un ruido cada vez más cercano. Alguien venía con rapidez. Se incorporó, ansiosa, algo confusa, temiendo alguna decepción. Pero bien pronto brilló en su mirada el júbilo. Vi entonces, entre las ramas, a un joven que se adelantaba a grandes pasos.
La niña se sonrojó, sus labios sonrieron, después se puso pálida. Tanta era su turbación, que no pudo levantarse y esperó a que el hombre se detuviese junto a ella. Lo miró de una manera amorosa y tierna, casi suplicante.
Desde mi buen escondite miré al hombre, que no me gustó. Por su traje de uniforme era algún camarero de rico señor. Vestía un gabán color bronce, cerrado hasta el mentón, llevaba una corbata ostentosa y estaba tocado con un casquete de terciopelo guarnecido de oro y encajado hasta las cejas. El cuello de su camisa se recortaba sobre sus mejillas alcanzaba a la altura de sus orejas. Sus mangas, demasiado largas, dejaban pasar las puntas de sus dedos, cortos y colorados, adornados de anillos vulgares. Tenía ese aire impertinente y contento que impone a las mujeres y fastidia a los hombres. Procuraba tomar una expresión desdeñosa y aburrida, y guiñaba sin cesar los ojos, ojos tan pequeños que era preciso buscárselos en la cara. Hacía mohínes, fingía bostezar, se pasaba los dedos entre los cabellos rojizos, feos pero bien peinados, e intentaba en vano retorcer algunos pelos que le crecían sobre el labio superior.
Así se comportó en cuanto vio a la jovencita. Pero desde ese momento caminó con lentitud hacia ella. Y al llegar a su lado se detuvo, se alzó de hombros, metió las manos en los bolsillos y, después de mirar a la pobre niña como por caridad, se sentó al lado suyo con aire de resignación.
Luego, cruzando sus largas piernas y mirando a uno y otro lado, preguntó: —¿Hace mucho tiempo que me esperas?
—Sí, Víctor Alejandrovich.
Se quitó el casquete, jugó de nuevo con sus cabellos, volvió a cubrirse y, mirando a derecha e izquierda, como persona importante, continuó: —Se me había olvidado. Además llovía. (Aquí bostezó.) ¡También, tenemos tanto que hacer! No sé cómo dar abasto. El amo se fastidia. Y a propósito: nos vamos mañana.
—¿Tan pronto? —preguntó la pobre niña. Y miró al joven con desolación.
—Sí —repuso con indiferencia. Y notando el dolor de ella—: Sabes que detesto ver llorar. Te lo ruego, Akulina, cálmate. De lo contrario, me voy en el acto.
—No lloraré más —dijo ella enjugándose la cara mojada por el llanto. Y, esforzándose, prosiguió—: Así, pues, mañana partes. ¿Y cuándo volveremos a vernos? ¡Dios sabe cuándo!
—No te preocupes. Volveremos a vernos un día. Si no es el año que viene será más adelante. El joven señor quiere ocupar cargos en San Petersburgo. Tal vez viajemos.
—Usted me olvidará pronto, Víctor Alejandrovich.
—No, ¿por qué habría de olvidarte? Pero debes ser razonable; escucha a tu padre, y no te hagas la tonta. No te olvidaré, no.
Y estirándose, bostezó.
—Acuérdese usted de mí. Víctor Alejandrovich —repitió con súplica—. Acuérdese usted de que lo amé siempre, que me he dado enteramente a usted y que le quiero sin otra idea que el amor. ¿Escuchar a mi padre? ¿Cómo quiere usted que obedezca?
—Sin embargo, no es tan difícil —replicó Víctor, con voz que parecía salirle del vientre, porque estaba tumbado de espaldas y tenía la cabeza apoyada sobre las manos cruzadas.
—Usted sabe que sí, Víctor Alejandrovich.
Al decir esto. Akulina sollozó. Después de un silencio él prosiguió: —Tú eres, caramba, una muchacha inteligente. No te comprendo. Dices cosas que no tienen sentido. Te aconsejo para bien tuyo, y me respondes como una campesina. Lo que ocurre es que careces de instrucción. Por eso debes oírme a mí, que soy instruido, cuando te aconsejo.
—Eso me espanta, Víctor Alejandrovich.
—¡Qué locura! No hay motivo de espanto, querida. Pero ¿qué tienes en la falda? ¿Flores?
Ella le tendió un manojo de sus flores: —Son para usted.
Alejandrovich tomó las flores, las olió, las apretó entre sus gruesos dedos levantando los ojos al cielo con expresión de dignidad.
Akulina, en ese momento, le miró con ojos llenos de conmovedora ternura y devoción.
No se animaba a llorar por miedo de disgustar a este hombre en la ocasión de admirarlo por última vez. Mientras tanto él; echado con la tranquilidad de un dios, se dejaba querer con paciente condescendencia. Observé en su fisonomía la satisfacción del amor propio. Me pareció hasta el último extremo despreciable. Hablaba Akulina desde el fondo de su corazón.
A él se le cayeron las flores. Buscó en el bolsillo de su gabán un monóculo y probó, sin conseguirlo, y haciendo visajes, acomodarle a su ojo derecho.
—¿Qué es eso? —preguntó Akulina sorprendida.
—Un monóculo.
—¿Para qué sirve?
—Para ver mejor.
—Préstemelo usted, a ver si veo.
Al joven le pareció contrariar este deseo. Pero le dio el monóculo: —Cuidado con romperlo.
—No soy tan torpe.
Probó a mirar, e ingenuamente: —No veo nada.
—Pues cierra el ojo.
Ella cerró el ojo con el cual quería mirar. Alejandrovich, bruscamente, antes de que pudiese ensayar de nuevo, le quitó el monóculo —¡Ese ojo no, el otro! ¡Tonta!
Akulina se sonrojó, una sonrisa vagó en sus labios. Y volviendo algo la cabeza: —Estas cosas no son para nosotros.
—De veras.
Y limpiando el monóculo volvió a guardarle.
Ella suspiró: —¡Qué tristeza cuando usted ya no esté aquí!
—Sí, al principio.
Y con aire protector le dio algunas palmaditas en la espalda. Ella le tomó la mano y se la besó. Víctor continuó: —Al principio, es verdad, sufrirás mucho, porque eres una buena chica, pero ¿qué puedo hacer? Considera mi señor y yo no podemos quedarnos siempre aquí. Viene el invierno y tú sabes cómo se pone entonces triste la campaña. Otra cosa es en San Petersburgo. No puedes imaginarte, ni en sueños, las maravillas que allí nos aguardan. Una sociedad escogida, la instrucción, el mundo, las calles, los palacios suntuosos.
La joven escuchaba anhelante, entreabierta la boca, como le ocurre a un niño a quien leen un cuento de hadas.
—Pero ¿a qué hablarte de todo esto, puesto que no puedes comprenderme?
—¡Oh, sí!, le comprendo a usted, Víctor Alejandrovich.
—¡Ja, ja, miren eso!
Akulina se puso seria. Y bajando la vista: —Antes usted era más cariñoso y no me hablaba con tanta dureza.
Repitió él aquella palabra "antes", con un gesto de mal humor. Ambos callaron, hasta que él, apoyándose en el codo, declaró: —Ahora debo irme.
—¡Todavía no! —le rogó Akulina—. Quédese un rato más.
—¿Para qué?
—¡Un momento más!
Volvió él a tenderse en el suelo y se puso a silbar. Akulina no dejaba de contemplarle; su seno se agitaba, le temblaron los labios, sus mejillas se colorearon y palidecieron enseguida. De pronto le salió un grito: – Víctor Alejandrovich! ¡Usted hace mal! Ante Dios lo digo, ¡usted hace mal!
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó él.
—¡Ah, sí! ¡Está mal! Usted no me dice ni siquiera una palabra amistosa antes de abandonarme durante mucho tiempo, de abandonarme a mi triste suerte. ¡A mi, pobrecita!
—¿Y qué debo decirte?
—Lo sabe usted mejor que yo, pero usted no quiere decirlo. Yo no merezco que me traten así.
—Eres una muchacha rara.
—Ni siquiera una palabra...
—¡En fin, estás divagando!
Se levantó impaciente. Ella lo retuvo, tomándole por las manos y a punto de llorar.
—No estoy enojado. Pero te repito que nada puedo hacer. No pretenderás que me case contigo. ¿Qué quieres, pues?
Y se inclinó hacia ella para escuchar su respuesta.
—No pido nada. Pero usted hubiera podido despedirse de otro modo y decirme alguna palabra afable...
No pudo continuar, balbuceaba; tendió sus manos temblando, y vencida por la emoción rompió en sollozos. Muy tranquilo, el hermoso Víctor murmuró —¡Bueno, ya empezamos! Akulina seguía llorando.
—No, nada quiero. Pero ¿qué vendré a ser en casa de mis padres? Me despreciarán y me obligarán a casarme con un hombre a quien yo no querré.
—Sigue, sigue, no te canses —dijo él con tono de burla.
Ni siquiera me dice una palabra buena. Nada, nada. Si me dijera al menos: Akulina, ya...
La pobre criatura, dominada por la pena, cayó hacia adelante, mientras los sollozos convulsivos la sacudían por completo. Se abandonó a la desesperación.
Alejandrovich la miró durante algunos momentos, después se alzó de hombros y se fue a grandes zancadas.
Aliviada algo, Akulina se levantó. Al verse sola se puso en pie.y vio a Víctor que huía. Quiso correr tras él, pero sus piernas flaquearon y cayó de rodillas juntando las manos.
Fue más poderosa que mi voluntad la simpatía que me inspiraba esta pobre niña. Salí de mi escondite para prestarle ayuda. Pero apenas me vio le volvieron las fuerzas. Lanzó un grito y escapó entre los árboles.
Cuando hubo desaparecido fui a recoger las flores caídas de su falda y seguí el camino a la llanura. El sol se ponía, su claridad iba cediendo. Pronto el crepúsculo tendería sus velos a mi alrededor. Soplaba un ligero viento que hacía zumbar los barbechos agostados y arrastraba las hojas secas que cubrían el camino y la orilla del bosque. Los grandes árboles gemían dulcemente. Al extremo de las ramas, en los setos y sobre las más finas ramas deshojadas se tendían esos blancos hilos de tela de araña que en el otoño vuelan y relucen como luciérnagas.
Me invadió una gran tristeza, y me detuve. La vegetación estaba húmeda, fresca. Pero aquella última sonrisa de la naturaleza me hacía presentir los horrores próximos del invierno. Un cuervo voló por encima de mi cabeza, muy alto. Entró en el bosque con graznidos lúgubres y repetidos. Oí el rumor de un carro que rodaba vacío hacia una barraca solitaria.
Llegué, por fin, a mi casa y descansé con placer. Pero veía los grandes ojos tristes de Akulina. Su recuerdo no se ha borrado de mi espíritu como s han secado sus flores, que conservaré siempre.
IX UNA CACERÍA DE PATOS SILVESTRES
—¿Queréis que vayamos a Lyove, señor? —me propuso un día Jermolai—. Allí vamos á encontrar muchos patos.
Accedí, a pesar de que no me atraía mucho tal clase de caza.
Lyove es una importante aldea de la estepa, dominada por la cúpula de su vieja iglesia, y tiene dos molinos a la orilla del Rossola, riachuelo que corre no lejos del camino y atraviesa grandes pantanos.
A cierta distancia de la aldea, este riachuelo forma un estanque, en medio del cual hay islotes formados por junqueras. Viven y se multiplican allí patos salvajes de todas las especies. Vuelan en pequeñas bandas por encima de sus abrigos vegetales, y el cazador más perezoso no resiste las ganas de dispararles un tiro al vuelo.
Como el pato, en su prudencia, no se aproxima a la orilla y los perros no se arriesgan a meterse en las aguas cenagosas y llenas de vegetación, fuimos a proveernos de un bote. Volvíamos a la aldea, cuando en un rodeo del camino hallamos un perro de aspecto bastante mísero. Le seguía un cazador que llevaba su escopeta en bandolera.
Se olieron los perros, como acostumbran, y el hombre nos saludó cortésmente. Tenía unos veinticinco años. Largos cabellos alisados con "kwass" pendían en mechas tiesas alrededor de su cara y llevaba atada una pañoleta, como si tuviese dolor de muelas. Con un tono muy insinuante me dijo: —¿Queréis aceptar mis servicios? Me llamo Vladimiro y soy cazador en estos parajes. Supe vuestra llegada y me apresuré a venir.
—Aceptado. Venga usted con nosotros.
Me refirió su historia enseguida. Había sido "dworoin", pero obtuvo su libertad. Sirvió como camarero, sabía leer y escribir y hasta había leído algunas novelas. Desgraciadamente, lo mismo que muchos en su caso, no trabajaba y no tenía un "kopeck". Aunque se hubiese visto obligado a contar solamente con el maná del desierto, no habría sido más pobre. Se escuchaba y quería tener un continente distinguido, lo que dejaba suponer que procuraba gustar al bello sexo y que sus conquistas eran fáciles, porque las muchachas rusas adoran a los que hablan bien.
Me hizo entender, afectando que no tenía tal intención, que le recibían muchos propietarios de los alrededores, que solía jugar a los naipes en casas de su ciudad y que conocía a personas de la capital.
Tenía varias sonrisas a su disposición. Cuando me escuchaba, aclaraba sus labios una sonrisa modesta y contenida. No me contradecía, pero su actitud expresaba que él también comprendía las cosas, aunque a su manera. Jermolai le tuteaba, pero Vladimiro le respondía con tan graciosa política, sin tutearle, que cualquier otro hubiera advertido la lección de urbanidad.
—¿Le duelen a usted las muelas? —pregunté a Vladimiro.
—No. Un accidente de caza. Un amigo, cazador novicio, vino a pedirme que le llevase a cazar, porque deseaba vivamente conocer esta diversión. Por no desairarle accedí, le llevé conmigo, le presté una escopeta. Después de caminar algo, me senté bajo un árbol, y él se entretenía en apuntarme, a pesar de mis observaciones. Salió el tiro y me llevó una parte del mentón y el índice de la mano derecha.
Ya estábamos en Lyove. Jermolai y Vladimiro se echaron en busca de un hombre llamado Sutchok, que poseía un bote chato.
Les esperé en el cementerio que rodea la iglesia. Mientras me paseaba, llamó mi atención un fragmento de columna ennegrecido por el tiempo. Me acerqué. Tenía cuatro inscripciones. Una decía, en francés: "Aquí yace Theóphile Henri, conde de Blangy." Otra en ruso: "Aquí reposa el cuerpo del conde de Blangy, súbdito francés, nacido en 1737, muerto en 1799, a la edad de 62 años." Una tercera: "Paz a sus restos." La última ostentaba frases pomposas para recordar que el conde de Blangy, expulsado de su país por los tiranos, había venido a refugiarse en Rusia y se había consagrado a la educación de la juventud.
Hacía rato que meditaba junto a la tumba, cuando Jermolai y Vladimiro volvieron acompañados de Sutchok.
Tendría sesenta años por lo menos, y me dio la impresión de ser un "dvorovi" jubilado. Venía descalzo; su traje denunciaba mucha miseria.
—¿Tienes un bote? —le pregunté.
—Sí, pero no es gran cosa —me respondió en voz baja y fatigada.
—¿Cómo es eso?
—Está lleno de agujeros y se han caído Ion tapones de estopa que tenía.
—Volveremos a ponerlos —interrumpió Jermolai.
—Como quieras —repuso Sutchok.
—¿En qué te ocupas?
—Soy pescador señorial.
—Si es así, ¿por qué tienes tu bote en mal estado?
—Porque no hay peces en el estanque.
—A los peces no les gusta el agua de los pantanos —dijo Jermolai con acento de hombre entendido. Yo le dije: —Busca sebo y estopa. Sin esta precaución tendríamos que zambullirnos luego a luego.
—La misericordia divina es grande —respondió Vladimiro, de cuyo coraje no estaba seguro—. Pero el estanque no ha de ser muy hondo.
—No —repuso Sutchok—, pero hay en el agua una vegetación tupida y un lodo espeso, y también agujeros.
—En tal caso no podremos remar —sugirió Vladimiro.
—No se rema con un bote chato; se le va empujando. Yo iré con vosotros, tengo una percha y, además, puede llevarse una pala.
—Pero con una pala no se tocará el fondo en algunos sitios —observó Vladimiro.
—La verdad que no sería cómodo —consintió Sutchok.
Me senté a esperar sobre una tumba. También se sentó Vladimiro, pero con muestras de respeto, a poca distancia de mí. Sutchok permaneció en pie, la cabeza inclinada hacia adelante y las manos a la espalda, como acostumbran los sirvientes rusos. Le pregunté —¿Desde cuándo eres pescador?
—Desde hace siete años —repuso con satisfacción.
—¿De qué te ocupabas anteriormente?
—Era cochero.
—¿Preferiste dejar ese empleo?
—Fue la señora quien me hizo cambiar.
—¿Quién es la señora?
—Se llama Elena Timoferivna. Nos compró hace poco; es una dama gruesa, ya no joven.
—¿Y cómo te hiciste pescador?
—Mi señora vive ordinariamente en Tambof; llegó un día aquí y ordenó que se reunieran todos los "dvorovi" en el patio. Nos pasó revista. Uno le besó la mano y, como eso pareció gustarle, todos hicieron lo mismo. A cada uno le preguntó su nombre y el trabajo que tenía en la propiedad. Cuando me llegó el turno me preguntó: "-Y tú, ¿qué hacías?" "Soy cochero." "¡Oh, qué cochero tan feo! —exclamó riendo—. Tienes mala traza para cochero. Serás pescador y me suministrarás el pescado cuando esté aquí. Cuida bien el estanque." Y se alejó. ¿Cómo queréis que haga lo que me pidió, si no hay peces?
—¿Dónde estabas antes?
—Con el propietario Serguei Sergueich Peckteref. Le habíamos tocado en herencia. Pero sólo nos conservó diez años. Allí era cochero en el campo.
—¿Eras cochero desde niño?
—No, lo fui con Serguei Sergueich. Anteriormente era cocinero, pero no en la ciudad; en la campaña siempre.
—¿Cuándo te hiciste cocinero?
—Cuando estuve en casa del tío de Serguei Sergueich, Atanasio Nefedich, que había comprado Lyove y se lo había dejado en herencia.
—¡Ah!, ¿de suerte que Atanasio Nefedich os compró?
—A Tatiana Vassilevna.
—¿Cuál es tu verdadero nombre?
—Kusma.
—¿Has sido cocinero mucho tiempo?
—No, también he sido actor.
—¡Imposible!
—De verdad, sí. Nuestra ama había organizado un teatro. Se me hacía vestir hermosos trajes, caminaba o me sentaba y repetía lo que me enseñaban a decir. En cierta ocasión hice de ciego; me habían metido no sé qué bajo los párpados, para que los tuviese cerrados. Me volvieron a apandar a la cocina, después, porque mi hermano se había escapado. Cuando estaba con el padre de Tatiana Vassilevna, también fui picador.
—¡Vaya! ¿Llevabas los perros en la cacería? —Sí. Ahora bien: un día me caí del caballo, el animal quedó herido y como castigo a mi torpeza me colocaron en casa de un zapatero.
—¿De aprendiz? Tú ya no serías un niño.
—Tenía veinte años, creo.
—¿Cuándo aprendiste a cocinar?
—Eso no se aprende; por eso todas las mujeres saben cocinar.
Al decir esto levantó hacia mí su cara chica, amarilla y arrugada.
—¡Pobre Kusma! ¡Cuántas cosas has visto en tu vida!
—No puedo quejarme. Andrés Pupir, viejo como yo, tiene que fabricar papel.
—¿Eres casado?
—No, nunca fui casado. Tatiana Vassilevna no quería casamientos. Cuando se le pedía permiso para contraer matrimonio, respondía: "Dios me guarde; soltera me he quedado yo. ¿Qué les impide hacer lo que yo?"
—Me imagino que tienes algún salario.
—No, señor; se me da una ración. Pero yo no me quejo.
Volvió Jermolai en ese momento, y declaró con brusquedad: —El bote está listo. —Y dirigiéndose al viejo: "Y tú, trae una percha."
Durante el anterior diálogo, Vladimiro no había dejado de mirar a Sutchok con expresión de lástima.
—¡Qué idiota! —me dijo luego—. Todo lo que nos dice es falso. ¿Cómo queréis que haya sido "dvorovi" semejante palurdo? ¡Qué jactancia! No es digno de la bondad que le habéis demostrado.
Dejamos los perros al cochero, que los encerró en una "isba” y nos embarcamos. Íbamos algo apretados, pero cuando se va de caza no se exigen comodidades. Sutchok, atrás, hacía andar el bote, yo estaba sentado en una tabla, hacia el medio, al lado de Vladimiro, y Jermolai iba en la proa.
Apenas nos habíamos alejado de la orilla, ya teníamos agua hasta los tobillos. Con poca fortuna hizo Jermolai el carenaje. Pero como el tiempo era bueno y el estanque estaba tranquilo, no nos inquietamos por ello. Según dijera Sutchok, el fondo del estanque estaba lleno de variada vegetación y la pértiga salía a la superficie con toda clase de plantas. Las raíces de los nenúfares y de los lirios de agua estorbaban el avance del bote; formaban como una malla alrededor de nosotros. Finalmente llegamos a los islotes y comenzó la caza.
Pánico general entre los patos. Nuestra brusca aparición los hizo volar ruidosamente. Cada tiro dejaba una víctima. El ave herida paraba su vuelo, daba en los aires una voltereta y caía en el agua. Perdimos muchas piezas, porque los patos apenas heridos se sumergían y escapaban, y otros iban a morir en medio de los juncos tupidos, donde el ojo ejercitado de mi cazador no conseguía señalarlos.
De todos modos nuestra caza fue abundante y al cabo de algunas horas el bote se iba hundiendo bajo el peso del botín. Jermolai observó con alegría que Vladimiro era un mal tirador. Cada vez que fallaba su disparo, hacía un gesto de sorpresa, miraba su escopeta, soplaba en el caño y siempre hallaba motivo que pudiese explicar lo que no era sino torpeza.
Jermolai fue hábil, como de costumbre, y yo me porté bastante bien. Sutchok nos miraba con la impasibilidad de un servidor habituado a los amos. A veces gritaba, viendo caer un ave: "¡Otro patito más!" Y muy contento se rascaba los omóplatos con ese modo peculiar de los campesinos rusos.
Se hizo tarde y fue necesario volver a la orilla y poner fin a nuestras hazañas. Pero esta partida de placer terminó con una mala ventura.
Desde que advertimos que el bote hacía agua, Vladimiro la echaba afuera con una escudilla. Eso anduvo bien durante cierto tiempo. Pero al caer la tarde, los patos, como si hubieran querido desazonarnos, volaban por encima de nuestro bote en tal número, que olvidamos nuestra situación. Nos costó caro. Al querer atrapar un pato herido, Jermolai se inclinó de tal modo que su peso hizo zozobrar la embarcación, que se fue a fondo. En dos segundos nos vimos sumergidos en el agua hasta el pescuezo, circundados por los patos que con tanto trabajo habíamos cazado.
No puedo dejar de reírme cuando recuerdo las caras deplorablemente cómicas que tenían mis compañeros de infortunio. Sin duda, también mi facha era lamentable. Sin embargo, cuando ocurrió el accidente, no estaba para bromas. Cada uno había dado un grito de espanto y alzado la escopeta, instintivamente, por encima de su cabeza. Sutchok, habituado a imitar a todo el mundo, también alzaba su pértiga.
Jermolai fue el primero en romper el silencio.
—¡Maldición! —gritó escupiendo al agua, como hacen los rusos de clase inferior como expresión de despecho y desprecio. Y mirando a Sutchok, añadió: "¡Tú, viejo diablo, tienes la culpa!"
Luego, furioso, encarándose con Vladimiro: —Y tú, animal, ¿qué dices ahora? Debías haber sacado toda el agua, tú, tú, tú...
Vladimiro había perdido su elocuencia. Temblaba, daba diente con diente, parecía loco. No sólo había olvidado su facundia, sino también su dignidad. Yo tocaba con los pies el bote.
En el momento de nuestra zambullida el agua me pareció muy fría, pero a la larga dejé de notarlo. Cuando me repuse algo, miré a mi alrededor; cerca de nosotros la masa de juncos ligeros, y más allá, lejos, la aldea.
—¿Qué haremos ahora? —pregunté a Jermolai.
—Vamos a verlo. No es cosa de pasar aquí la noche.
Y dirigiéndose con dureza a Vladimiro: —Tú, toma mi escopeta.
Vladimiro, sin decir una palabra, obedeció humildemente. Jermolai continuó: —Voy a buscar un vado, si lo hay.
Y convencido de que sí lo había, y tanteando con la pértiga de Sutchok, caminó resueltamente en dirección a la orilla. Yo le grité: —¿Sabes nadar?
—Ni por asomo —repuso, mientras desaparecía entre los juntos.
—Se ahogará —dijo fríamente Sutchok.
Éste se había repuesto completamente del susto. Y ahora, al ver que no estábamos enojados contra él, había recobrado su impasibilidad. Y sólo de cuando en cuando soltaba alguna exclamación.
Vladimiro, entonces, me dijo que a su juicio mi cazador se exponía inútilmente.
Jermolai, al cabo de algunos minutos, ya no respondía a los gritos que le dábamos de vez en cuando. O habíamos dejado de oírle.
Sonó el toque de oración en la aldea. Después el silencio a nuestro alrededor se hizo absoluto. Evitábamos mirarnos.
A cada instante volaban patos salvajes por encima de nosotros. Buscaban un sitio donde posarse. Pero al vernos, remontaban otra vez el vuelo, lanzando roncos gritos. Nos entumecíamos. Una hora transcurrió después de la partida de Jermolai. A Sutchok se le cerraban los ojos, cómo si tuviese sueño. Yo había perdido las esperanzas, cuando reapareció Jermolai.