Текст книги "Relatos De Un Cazador"
Автор книги: Иван Тургенев
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El día se puso hermosísimo, aunque con calor sofocante. En el cielo algunas nubes ligeramente amarillas, semejantes a nieve de primavera, recortaban sus bordes de encaje.
Kaciano y yo anduvimos mucho por la espesura. Arbolillos nuevos, que apenas alcanzaban un metro de altura, circundaban viejos troncos de árboles secos y les formaban un velo de verdura.
Nuestros pies se enredaban a cada momento en las lianas henchidas por el sol; las hojitas nuevas de los arbustos tenían un brillo de cobre, las flores cubrían el suelo. Había campánulas, pequeños cálices amarillos de glaucios, pétalos rosados de celidonia. Acá y allá, en espacios aislados, pilas de madera cortada proyectaban sombras oblicuas.
Por momentos se alzaba un vientecillo que enseguida cesaba, después de acariciarme la cara. Todo se agitaba alegremente, animándose a mi alrededor. Las hojas de los helechos se balanceaban con gracia durante un instante y luego permanecían inmóviles. En la tranquilidad y el silencio, sólo el canto de los brillos continuaba sin parar, agudo, penetrante, como acompañando el calor tórrido del día y emanado también de la tierra quemante.
Después de haber caminado mucho sin cazar ni una perdiz, pasamos al corte vecino. Allí los álamos cortados yacían en el suelo sobre ramas y gramillas aplastadas. Algunos tenían todavía algún follaje verde, otros sólo extendían ramas resecas y muertas. Los hachazos resonaban sordamente, con lentitud. Se hubiera dicho que estos grandes seres tenían miedo a, la muerte.
Después de andar mucho sin encontrar caza posible, vi un rascón que levantaba vuelo desde la espesura. Disparé un tiro, el ave dio una vuelta un rato y cayó. En el momento de la detonación. Kaciano se tapó los ojos con las manos, inmóvil, mientras yo buscaba la presa. Luego examinó el sitio donde había caído el rascón y dijo: – ¡Qué pecado! ¡Es un verdadero pecado!
Nos obligó el excesivo calor a buscar sombra. Me instalé bajo un ramaje de castaño, junto al cual un joven plátano extendía sus ramitas ligeras. Kaciano se sentó en el tronco caído de un abedul. Me puse a observarle. Las cimas de los árboles proyectaban sombras verdosas sobre su cara y su cuerpecillo mísero. Fastidiado de su silencio, me tendí de espaldas y me divertí en contemplar el juego de las hojas al entrecruzarse y combinarse con movimiento suave sobre el fondo inmóvil del cielo azul.
Es un espectáculo encantador. Se puede imaginar que tenemos delante el océano, con plantas fantásticas, de hojas que cambian su verde diáfano por otro verde opaco. Islas flotantes son las nubes que pasan. De pronto, el éter radiante se agita y murmura, y hace un ruido semejante al de las olas que van a morir en la playa.
Este espectáculo llena el alma, todo ese azul hace reír de contento. En las brillantes nubes que pasan y huyen pueden imaginarse los años de felicidad, y parece que el pensamiento os llevase más y más hacia regiones donde uno quisiera quedarse.
—¡Barin, barin! —gritó súbitamente Kaciano. Me levanté sorprendido. Ahora me dirigía la palabra, este hombre que hasta entonces apenas si había respondido a mis preguntas. Y mirándome a los ojos, dijo: —¿Por qué ha matado este pájaro?
—El rascón —le respondí– es un ave de caza: se come.
—Tú no le mataste para comer, lo mataste para divertirte.
—También tú comes patos y gallinas.
—Son aves que Dios ha hecho para el hombre, y, en cambio, el rascón es un pájaro libre, un pájaro de los bosques. Hay muchos pájaros como éste y no debemos hacerles daño. Dios puso para el hombre otros alimentos, el trigo nutritivo, los animales domésticos, como tenemos también el agua del cielo.
Examiné con curiosidad a este hombre original que me predicaba así. Las palabras le salían fácilmente y tenía un aire de gran convicción.
—¿De suerte que sería asimismo un pecado matar un pez?
—Un pez tiene la sangre fría —replicó—. Es una bestia muda que nada siente, ni ve nada.
Guardó silencio un rato y luego prosiguió: —La sangre es un elemento sagrado. Por eso se esconde y no ve la luz. El santo sol de Dios nunca la baña con su luz. Es un gran pecado ponerla a la claridad del día. ¡Es algo atroz!
Suspiró y se quedó callado. Confieso que me intrigaba. Difería su lenguaje del que yo estaba acostumbrado a oír a los campesinos rusos, y hasta sobrepasaba en elegancia el de aquellos que en nuestro trato urbano consideran que hablan bien.
—Dime, Kaciano —le interrogué con actitud suplicante—, ¿en qué te ocupas?
Se turbó algo: —Vivo como Dios ordena; pero, en lo de tener un oficio, no tengo ninguno. Bien quisiera trabajar, pero no puedo. Mis manos son torpes. Durante la primavera atrapo ruiseñores en sus nidos.
—¡Cómo! ¿Cazas ruiseñores? ¿No acabas de decirme que no se debe pecar contra ningún huésped de los bosques, de los prados o de las montañas?
—No se los ha de matar, es cierto; demasiado a prisa viene la muerte a reclamar lo que se le debe, y por eso vivió poco tiempo el carpintero Martín, y su mujer llora... Contra la muerte, los hombres ni los animales nada pueden. Yo no mato los ruiseñores; solamente los apreso para el placer del hombre, para que se deleite con sus cantos, para que los ame.
—Sin duda los buscas en los alrededores de Kusk.
—Sí, aunque a veces más lejos. Paso la noche en los pantanos, duermo solo en el boscaje, junto a las espesuras del follaje. Allí escucho el canto de los pájaros, el ganguear de los patos salvajes. Observo, y al alba pongo mis trampas. Hay ruiseñores que cantan con tal dulzura, tan finamente, que me duele cazarlos.
—¿Y vendes tus cautivos?
—Los doy, barin, a gente buena.
—Además de eso, ¿qué haces?
—Y... nada, por desgracia. Soy mal obrero, y, sin embargo, sé leer y escribir.
—¿De veras?
—Sí, personas de buena voluntad, socorridas por Dios, me han enseñado lo poco que sé.
—¿Tienes familia?
—No, soy solo.
—¿Cómo es posible?
—Me faltó suerte en la vida; pero como mis desdichas agradan a Dios, no debo quejarme.
—¿No tienes ningún pariente?
—Sí..., sí y no.
—Dime, te lo ruego, ¿por qué el cochero te echó en cara que no hubieses curado a Martín? ¿Te asiste el poder de aliviar a los enfermos?
—Tu cochero es un hombre justo, pero no impecable. ¿Quién, fuera de Dios, tiene poder para sanar enfermos? Hay, es verdad, hierbas salutíferas que amenguan el mal; por ejemplo, la pimienta de agua y el llantén. De ellas se puede hablar, porque son plantas del buen Dios; otras hay, útiles también, pero no se puede decir el nombre que llevan, porque sería pecar. Además, hay palabras que se necesitan decir, y entonces...
Se contuvo, y luego añadió en voz baja: —Lo necesario, sobre todo, es la esperanza.
—¿Nada le suministraste a Martín?
—No, me previnieron demasiado tarde. De todos modos, lo que está escrito debe suceder, los marcados por la muerte deben perecer: ya el sol no les manda su calor, hasta el pan deja de servirles. ¡Que Dios tenga piedad del pobre hombre!
—¿Hace tiempo que os han traído aquí?
—Unos cuatro años —repuso Kaciano con cierta agitación—. En tiempo de nuestro difunto señor, vivíamos sin previsión ninguna. Pero la tutoría nos trajo aquí. No incurrió en falta, estaba escrito.
—¿Dónde estabais antes?
—Vivíamos en la hermosa Mecha.
—¿Lejos de aquí?
—Cien "verstas".
—¿Y allí estabais mejor?
—Sí, mucho mejor. Allí hay campaña abierta, grandes ríos, y era nuestro país. Aquí estamos en la estrechez y somos huérfanos. En la hermosa Mecha, cuando se asciende la colina, se tiene delante un paisaje espléndido. ¡Dios mío! ¡Ah, cuánta hermosura! Podían contemplarse ríos, ribazos, praderas, una iglesia. Se veía hasta lejos, hasta muy lejos. Sin duda, aquí la tierra es mejor, más gorda y arcillosa, y produce mucho; pero en todas partes se da trigo suficiente para mí.
—¿Quisieras volver a ver tu país, buen hombre? —Sí, lo deseo. Sin embargo, en cualquier parte se está bien. Soy hombre sin familia, a quien le gusta andar a la ventura. Además, ¿qué se gana con quedarse en la propia tierra? Al menos, cuando uno anda se siente más liviano, el sol os calienta más y estamos más bajo los ojos del Señor. Se ven crecer las plantas alrededor, se recogen algunas. Luego se encuentra un manantial, sale agua santa, se la bebe, se contempla el sitio. Los pájaros gorjean y cantan. ¡Ah!, sobre todo en Kursk..., las estepas. ¡Qué estepas! He ahí lugares para la admiración y la alegría del hombre. Allí el alma se eleva en alabanzas al Creador. Se dice que las estepas se extienden hasta los mares calientes, donde vive el "gamaium" de canto dulce, y donde las manzanas de oro cuelgan de ramas de plata. Todo hombre puede allí vivir y pasar sus días en la alegría y la justicia. Allí llevaría yo de buena gana mi hogar. ¿Dónde no estuve ya? He visto a Limbirsk, a Romen, a Moscú, la ciudad de las cúpulas de oro. He visto a Oka, esa fértil nodriza, a Isna, la paloma, el Volga, la buena madre. He visto muchas ciudades, con mucha buena gente. Hubiera podido vivir por allá... y entonces... ya... Yo no soy el único pecador; hay muchos campesinos que, como yo, vagan a través del mundo... Sí... ¿Y qué gana uno quedándose en su lugar?... No hay justicia en el hombre.
Kaciano pronunció estas últimas palabras en voz muy baja, casi ininteligible. Murmuró todavía algunas palabras; en su semblante hubo una expresión tan extraña, que involuntariamente el mote de "inocente" me volvió a la memoria. Meneó la cabeza y pareció volver a sí mismo.
—¡Qué sol! —exclamó—. ¡Qué bien se está en los bosques.
Movió los hombros, miró a su alrededor y canturreó una canción, de la cual sólo entendí estas palabras Por mi nombre soy Kaciano, pero me llaman la Pulga.
—¡Ah!, compone versos —dije para mí.
Pero él me oyó y se puso a mirar atentamente hacia el fondo del bosque.
En esto vi a una niña de unos ochos años. Estaba vestida de azul y graciosamente tocada con un pañuelo rayado. Probablemente no esperaba encontrar a nadie, porque al vernos se quedó inmóvil en medio del bosquecillo de avellanos, sin animarse a avanzar ni acertar a retroceder. Nos miraba temerosamente, con sus grandes ojos almendrados. Apenas tuve tiempo de examinarla. Se escondió detrás de un árbol.
—Anucka, Anucka, ven —dijo el enano con dulzura.
—Tengo miedo —dijo ella.
—No..., ven conmigo.
Anucka salió silenciosamente de su escondite, haciendo un rodeo. Se oía apenas el rumor de sus piececillos sobre el césped.. Llegó junto a él. No era, como yo había pensado, una criatura de ocho años, sino una encantadora niña de catorce a quince. Aunque algo delgada, era bien proporcionada y muy ágil. Su diminuta figura tenía alguna vaga semejanza con el aspecto de Kaciano, aunque éste era feo. Ambos tenían los mismos rasgos agudos, la misma mirada extraña y espiritual. Kaciano la miró con mucha atención.
—¿Recogías hongos?
—Sí —dijo con una sonrisa tímida.
—¿Encontraste muchos?
—Sí, bastantes.
—¿Los encontraste blancos? Muéstranos tu coseche.
Puso en el suelo su canasta; y destapándola, nos mostró lo que había recogido. Kaciano exclamó: —¡Son lindos! ¡Muy bien, Anucka!
—¿Es tu hija? —pregunté a Kaciano. Anucka se sonrojó.
—No —dijo Kaciano—, una parienta... Vamos, Anucka, vete.
—Podemos llevarla —me aventuré a decir.
—No, no, puede ir igualmente a pie.
Anucka se fue. Los ojos de Kaciano la siguieron durante largo rato, con mirada que tenía algo de dulce y delicado. Luego sonrió, levantó la cabeza y se frotó la cara.
—¿Por qué la hiciste irse tan pronto? Yo le hubiese comprado hongos. ¡Qué encantadora criatura! —Si queréis hongos, hay muchos en mi casa —repuso Kaciano con fastidio.
Comprendí que nada le haría confesar y volví al lugar del corte. Había disminuido el calor; escrito estaba que mi cacería no sería afortunada. Volví con un buen eje de rueda, pero sólo con un rascón en el morral.
—Tal vez yo tengo la culpa de tu poca suerte. Ahuyenté la caza.
—¿Y cómo?
En vano procuré persuadir a Kaciano que si yo volvía sin caza no se debía a tales o cuales palabras que hubiese pronunciado al arrancar ciertas hierbas. Llegamos a su casa. Anucka no estaba allí. Pero había vuelto ya y dejado su canasta.
Mi cochero examinó el eje y le encontró pasable. Al irme dejé algún dinero a Kaciano, que no le aceptó sino después de haberle reflexionado largamente. Como siempre, permaneció apoyado en la puerta, insensible a los sarcasmos de Jerofé y a mi amable despedida.
Al volver a la casa de Kaciano pude observar que mi cochero estaba de muy mal humor. No había encontrado nada para comer en la aldea y el abrevadero de los caballos estaba seco. Su descontento se le veía en la cara. Aguardó que yo iniciara la conversación y se limitó luego a articular algunos monosílabos.
—¡Linda aldea! —dijo—. ¡Llamar a esto una aldea! Ni siquiera hay "kwass"...
La tomó con los caballos. Al de la derecha le dijo, pegándole – ¡Te conozco, hipócrita! Finges que tiras. Antes eras un buen animal, ahora eres un pícaro. ¡Lah... lah... lah!...
—Jerofé —le interpelé– ¿quién es este Kaciano? Como hombre reflexivo y prudente, no respondió enseguida. Pero advertí que mi pregunta le agradaba.
—¿La Pulga? Es un hombre extraño, un inocente que no tiene igual. Dejó el trabajo. Verdad que con semejante cuerpo... En otro tiempo se ocupaba, con sus tíos, de coches y caballos. Pero un buen día lo plantó todo. Desde entonces siempre anda y se remueve. Bien merece su mote de Pulga. Más libre que las cabras, va, viene, habla, tan pronto hace un largo discurso como se queda callado durante horas. Es un hombre extraordinario, desigual. Pero canta bien. ¡Oh, sí, canta muy bien!
—¿Y es médico?
—¿Semejante individuo médico? ¡Vamos, vamos! Sin embargo, me curó de lamparones. Es un hombre sin ingenio y no es médico.
—¿Lo conoces desde hace tiempo?
—Sí.
—Y la pequeñuela Anucka, ¿quién es? ¿Parienta suya?
Me miró el cochero de soslayo.
—¿Su parienta?... Es huérfana... No se conoce a su madre. Pero el enano parece quererla mucho. Por otra parte, es una chica lista, inteligente, y Kaciano la instruye.
Se interrumpió bruscamente, y luego dijo: —¡Caramba! Olor a quemado. Comprendo, es el eje nuevo... El eje se quema... Voy a buscar agua a ese estanque.
Bajó lentamente de su asiento, fue a traer agua y pareció sentir un placer inmenso cuando se oyó un silbo en el eje empapado de golpe.
Repitió diez veces la misma operación en el recorrido de ocho "verstas'". Caía la noche cuando llegamos a mi casa.
VII EL MIEDO
—Debo advertiros, barias, que se nos acabó el plomo —dijo Jermolai entrando en la "isba".
—¿Cómo? —exclamé saltando de la cama—. Habíamos traído más de treinta libras, más de una bolsa.
—Es verdad, señor. La bolsa es grande, pero no sé si se habrá agujereado. Lo cierto es que apenas queda para diez tiros.
—¿Qué hacer? No hemos recorrido aún los lugares mejores, y mañana nos cruzaremos por lo menos con diez bandadas.
—Si queréis voy enseguida a Tula. No está lejos, treinta y cinco "verstas" cuando más; voy en un relámpago y os traigo pronto cuarenta libras.
—¿Cuándo irás?
—En seguida. Sólo que han de alquilarse caballos.
—¿Por qué si los tenemos?
—No podemos servirnos de ellos, uno cojea horriblemente.
—¿Qué le ha ocurrido?
—El cochero lo llevó a que lo herrasen. Pero volvió y no podía tener la pata en el suelo. Un asno, el herrador.
—¿Le han quitado la herradura, por lo menos?
—No creo, pero será preciso hacerlo, porque se le metió un clavo en lo vivo.
Hice llamar al cochero, quien confirmó las palabras de Jermolai.
Ordené que quitaran al caballo la herradura, y se le puso la pata envuelta en greda húmeda. —Bien, voy a alquilar caballos para ir a Tula.
—No me parece probable que encuentres caballos en semejante lugarejo.
La zona donde estábamos era de lo más miserable. Sus habitantes parecían haber soportado una larga carestía. Las casas eran sucias y nos costó un trabajo enorme encontrar una "isba", si no blanca, siquiera no del todo mugrienta.
—Espero que habrá caballos —dijo Jermolai—. Habláis con burla y desprecio de esta aldea. Sin embargo, en otro tiempo hubo aquí un rico granjero que tenía nueve caballos y gran número de sirvientes. Hoy está su hijo: un bestia entre las bestias. No ha derrochado todavía todos los bienes que le dejó su padre, pero no tardará en hacerlo. Le quedan algunos caballos y podría prestármelos. Tiene hermanos que son algo mejores, pero deben someterse al mayor. Os le traeré aquí.
Mientras Jermolai se iba, medité la conveniencia de ir yo mismo a Tula. Mi confianza en él no era grande. En curta ocasión le había enviado a la ciudad para hacer algunas compras. Debía ir y venir en el mismo día. Durante ocho días estuve aguardándole, y al final regresó sin haber cumplido con los encargos. Se había bebido el dinero en la taberna. Tampoco trajo mi carro. Por otra parte yo conocía a un chalán que podría venderme un caballo para reemplazar al herido. Cuando lo había decidido, llegó Jermolai: —¡Aquí está! —exclamó entrando en la "isba". Junto a la puerta había un campesino alto, con camisa blanca y pantalones de tela azul. Con su barba rojiza, su nariz gruesa y fofa, su boca entreabierta, tenía un aire de inocencia y de estupidez.
—Tiene caballos —dijo Jermolai– y está dispuesto a todo.
—Eso según sea —murmuró el granjero con voz vacilante, dando vueltas al gorro—. Yo... quiero...
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—¿Que cómo me llamo?
Pareció reflexionar profundamente. Y al fin: —Me llamo Filofei.
—Está bien. Ocurre lo siguiente. Queremos caballos; los tienes. Préstalos para engancharlos a nuestra "telega". Vamos a Tula. El tiempo está fresco. ¿Te parece que tendremos buen camino?
—Creo que sí. Por otra parte, no dista mucho de aquí. Veinte "verstas". Solamente hay un sitio trabajoso. Un vado.
—Pero ¿vos mismo iréis a Tula, señor? —me preguntó Jermolai sorprendido.
—Sí.
—¡Vaya! —exclamó él golpeando la puerta con despecho.
Para él ya no tenía interés el viaje a Tula, puesto que iría yo.
—¿Conoces el camino? —pregunté a Filofei.
—¿Cómo no he de conocerlo?... Que vuestra voluntad se cumpla. Sin embargo, no puedo, así no más...
Jermolai sólo le había dicho: "Se te pagará bien, no tengas miedo."
Por más imbécil que fuese Filofei, no se conformó con dicha promesa. Me pidió cincuenta rublos; le ofrecí diez. Discutimos.
—No conoce el valor del dinero —dijo Jermolai. Y me recordó que una casa de huéspedes; establecida por su madre, se había hundido porque uno de sus dependientes no conocía el valor real de las monedas.
—Eres un verdadero "filofei" —le dijo mi compañero de cacería.
Algo ofendido por esta chanza, el campesino no respondió, pero interiormente acaso maldijo al pope que le había puesto el maldito nombre.
El precio se fijó en veinte rublos, el campesino me suministró cinco caballos. Eran buenos animales, aunque tuviesen cola y crines enmarañadas y vientres hinchados como globos. Volvió Filofei, acompañado de sus dos hermanos, que no se le parecían en nada. Tenían los hombros cuadrados y la nariz puntiaguda. Charlaban, discutían, pero se sometían a la opinión del mayor. Querían enganchar en la lanza el caballo gris.
—No —dijo Filofei—, ha de atarse el negro—. Y ataron el negro.
Llevamos provisión de heno y el arnés de mi caballo enfermo, para probarle en el que comprase en Tula. Corrió Filofei a su casa y volvió con una hopalanda heredada de su padre, un bonete y un buen par de botas. En seguida se instaló en el asiento. Me senté asimismo y miré mi reloj. Marcaba las diez y cuarto.
Jermolai, furioso, no se dignó despedirme. Se desahogó castigando a su perro. Filofei sacudió las riendas como quien sacude las cuerdas de las campanas. Y gritaba con voz aguda: "¡Adelante, hijos!" El vehículo arrancó y salimos del patio. En la calle 1e dio a uno de los caballos por tirar coces. Le reprendió el cochero y pronto estuvimos en un camino liso, bordeado de fresca arboleda.
La noche era serena y dulce, una verdadera noche de verano. Las ramas se mecían de cuando en cuando, al soplo de una brisa ligera. Nubecillas plateadas cruzaban el cielo, y la luna llena alumbraba todo plácidamente.
Me tendí a lo largo, dispuesto a dormir, cuando me acordé del vado.
—¿Qué distancia hay desde aquí al vado? —pregunté a Filofei.
—Unas ocho "verstas”, por lo menos.
Supuse que no llegaríamos a dicho sitio antes de una hora, y pregunté a mi compañero: —¿Estás seguro de no equivocar el camino?: —No es la primera vez que le corro.
Rezongó algunas palabras más, que no alcancé a entender, porque ya me adormecía.
Desperté al cabo de una hora por un ruido insólito que llegó a mis oídos. Un ligero ruido de agua que golpea. Alcé la cabeza. ¿Qué ocurría? Estaba acostado en la "telega". Alrededor se extendía una capa de agua que cabrilleaba a la claridad de la luna. Miré al asiento. Filofei estaba inmóvil, la cabeza gacha, arqueado el cuerpo, como una estatua. Lejos, más allá del agua, se distinguía la línea oblicua de la "douga". Todo estaba en calma y silencio, todo me producía cierta sensación de cuento de hadas. Me volví a mirar detrás de nosotros. Estábamos en medio de la corriente, la orilla más cercana a treinta pasos. Grité: – ¡Filofei!
—¿Qué queréis? —me preguntó.
—¿Dónde estamos?
—En el río.
—¡Demasiado bien lo veo! ¿Así pasas el vado? ¡Responde, pues!
—Me equivoqué por poco. Ahora habrá que aguardar.
—¿Aguardar qué?
—El caballo se orientará, nos dejaremos llevar por él.
La cabeza del caballo enganchado asomaba apenas en la superficie del agua. Una de sus orejas se movía hacia adelante y hacia atrás. Solamente rumor de agua había en el silencio profundo. La luna y el río tenían aspecto lúgubre. Terminé por inmovilizarme. Oí de pronto algo como silbidos.
—¿Oyes ese ruido? —pregunté alarmado a Filofei.
—Son ánades o culebras.
En el mismo instante la cabeza del caballo enganchado se removió: paró las orejas y resopló violentamente. Y Filofei empezó, a grito pelados "¡Hué, hué, hué!"
Se inclinó hacia adelante y describió círculos, suavemente, con la cuerda de su látigo. El vehículo arrancó violentamente, y pareció como lanzado a través del agua. Luego avanzó tropezando a derecha e izquierda, con ímpetu. Tuve la impresión de que nos hundíamos más. Luego de algunas sacudidas y de sumergirnos pavorosamente, la capa de agua descendió como por ensalmo, y el vehículo se fue destacando fuera del agua.
Esto duró algunos momentos. Luego vimos las colas de los caballos y también las ruedas, que alzaban grandes hierbas chorreantes. Y las gotas de agua, saltando, parecían zafiros a la claridad azulada de la luna. Los caballos nos arrastraron hasta la orilla arenosa.
No supe si reprender o no a mi conductor. Decidí no hacerlo, y tumbándome de nuevo en el carro procuré volver a dormirme. Imposible. No porque la aventura me hubiese espantado, sino por la belleza de aquellos parajes. No cansaba contemplarlos. Praderas de singular magnificencia se extienden, con vegetación tupida, salpicada de pequeños lagos y ríos. Son las praderas de que nos hablan las viejas leyendas sobre el gran Vladimiro y los valientes del ciclo de Kief. Venían aquí a cazar los cisnes blancos y los patos grises. El aplanado camino se desarrollaba en onduladas cintas, corrían alegremente los caballos, y yo miraba a mi alrededor con un sentimiento de dicha. Todo se deslizaba blandamente, armoniosamente, y la luna llena alumbraba con su luz clara el grandioso cuadro.
Filofei se volvió hacia mí: —Son las praderas de San Jorge. Más allá comienza la tierra de los grandes duques. No hay nada más hermoso en toda Rusia. Ahora se aproxima la cosecha. ¡Cuánto trigo se va a moler! ¡Cuántos peces en todos estos lagos! ¡Hay sargos soberbios! Solamente que el hombre que vive aquí no debiera morir nunca. ¡Mirad, Barin, allí sobre el agua! Creo que es una garza real. ¿Hasta de noche busca peces para alimentarse? ¡Qué tonto soy! Era un gajo de planta. ¡Cómo engaña la luna!
Después de viajar durante horas a través de las praderas, cruzamos bosques y tierras de cultivo. Sólo faltaban cinco "verstas" para llegar al gran camino. Nuevamente procuré dormir.
Y otra vez me desperté. Filofei me gritaba: —¡Barin! ¡Barin!
Nuestro coche se había detenido en medio de una vasta llanura.
Filofei, con los ojos dilatados, exclamó con estupefacción: —¡Qué ruido! ¡Qué ruido!
—¿Qué dices tú?
—Digo, Barin, que hay un ruido. Escuchad, es un ruido.
Me incorporé. Lejos, muy lejos, un ruido de ruedas.
—¿Habéis oído? —me preguntó el cochero.
—Sí, algún carro.
—¿No escucháis también cencerros y silbidos? Quitaos el bonete, Barin, y podréis oír mejor.
Sin destocarme escuché con atención y percibí distintamente un lejano ruido.
—Después de todo —dije—, ¿qué nos importa?
—Es un carro con las llantas de hierros; mala gente, sin duda. Se cometen muchos crímenes en los alrededores de Tula.
—¡Vaya, vaya! ¿Por qué hacer semejantes suposiciones?
—No me equivoco. Una "telega" con las ruedas herradas, y esos silbidos, todo es sospechoso.
—¿Estamos todavía lejos de Tula?
—Quince "verstas", y no se ve una casa.
—Pues anda rápido, déjate de remolonear. Aunque yo no daba crédito a lo dicho por Filofei, no pude volver a dormirme.
Me tuvo despierto una sensación desagradable. ¿Y si fuese verdad aquello? Miré a derecha y a izquierda. Una nebulosidad vaga se había extendido, no sobre la tierra, sino en el cielo, y la luna en medio parecía suspensa, como una mancha blancuzca. Su claridad, en el suelo, comunicaba a todas las cosas un aspecto descolorido, todo parecía empañado. Atravesábamos parajes tristes, campos inmensos con barrancos y matorrales, luego campos cubiertos de maleza; todo triste, muerto, no se oía ni el grito perdido de una codorniz.
No cambiábamos una sola palabra el cochero y yo. En lo alto de una colina paró los caballos, bruscamente, y dijo: —Barin, hay ruido, hay ruido.
Me asomé fuera del vehículo a escuchar, aunque ahora el rumor llegaba sonoramente. Pude distinguir el chirrido de las ruedas, el galope de los caballos, oí cantos y risas. El viento lo traía todo, era fácil comprender que nuestros perseguidores habían descontado dos "verstas".
Luego de mirarnos, Filofei se acomodó bien, castigó a los caballos y arrancamos en carrera violenta. Pero los pobres animales no pudieron sostener esta rapidez, y aflojaron, a pesar de las amonestaciones y latigazos de Filofei.
Ahora también yo tenía los recelos del cochero. Aquel ruido de hierros, aquellos silbidos, cantos y carcajadas nada bueno anunciaban. ¡Mala gente, sin duda!
Transcurrió un cuarto de hora, y a pesar del ruido que metía nuestro vehículo se oía perfectamente la carrera del que iba acercándose. Quise saber a qué atenerme: —¡Para, Filofei, y entendámonos!
Los caballos relincharon, aliviados por el descanso. Ruidosamente llegaron los silbidos y las risotadas. ¡Dios mío! ¡Estábamos perdidos!
—¡Qué desgracia! —murmuró Filofei.
Cuando habíamos arrancado de nuevo, nos alcanzó con estrépito una gran "telega" tirada por tres caballos. Pasó casi rozándonos, como un turbión.
—Así suelen hacer los bandidos —dijo en voz baja Filofei.
Confieso que la sangre se me enfrió en las venas. La "telega" llevaba seis hombres con camisas coloradas y el "armiak" echado a la espalda. Gritaban y cantaban desordenadamente. Estaban ebrios. En el asiento delantero había una especie de gigante. Contuvieron la marcha, pero fingían no preocuparse de nosotros.
¿Qué hacer? No había más remedio que seguirlos. Y así lo hicimos durante un kilómetro. Me asaltaron toda clase de negros pensamientos. Recordó los versos del poeta Jeukovski: "El hacha de un vil bandido." O bien: "Te pasan por la garganta una vieja cuerda enlodada, y te arrojan a una zanja."
¡Horror! ¡Avanzaban siempre y nosotros los seguíamos!
—Procura pasarlos —dije a Filofei– y seguir por la derecha.
Me obedeció. Pero enseguida su carro nos alcanzó, nos pasó a su vez. Mi cochero siguió por la izquierda, y se repitió el juego. Filofei razono: —¡Verdaderos bandidos! Pero ¿qué aguardan? ¡Ah, sí! Ved allá un puentecillo sobre el arroyo. Ese es el sitio donde piensan concluir el asunto. Nos matarán a los dos, porque no ha de quedar un gallo que cante. Lo que siento es que matarán también los caballos y mis hermanos se quedarán sin ellos.
A esta reflexión repuse: —No nos asesinarán, porque les daré todo lo que tengo.
No estaba lejos el puente. El carro enemigo se detuvo, algo fuera del camino. Yo dije a Filofei: —Estamos perdidos, hermano; perdóname que te haya traído a morir.
—¿Qué falta he de perdonaros, señor? Nadie puede esquivar la suerte fatal. Vamos, pues, y sea lo que Dios quiera.
Puso los caballos al trote y un momento después estuvimos junto a la terrible "telega" que nos aguardaba. Todos sus ocupantes estaban mudos. Ya no había cantos, ni risas. Todo en tranquilidad sombría, como cuando el halcón o el águila van a caer sobre la presa.
El hombre gigantesco bajó de su asiento y vino hacia nosotros. Filofei, instintivamente, paró los caballos. El gigante, afectando un tono cortés, pero con voz chocarrera y aflautada, pronunció este discursito: —Respetable señor: venimos de un honesto festín, de una modesta boda. Acabamos de casar a uno de nuestros muchachos, y le hemos dado tanto de beber, que ya no se puede tener en pie. Buena gente, buenos trabajadores. Hoy hemos bebido bastante, pero para mañana no nos queda ni un "kopeck" para una copita. ¿Tendríais la gentileza de darnos algunas monedas? Quisiéramos nada más que una botella por hocico, nos la beberíamos a vuestra salud. Si no os agrada hacerlo..., ¡caramba!..., no debe sorprenderos lo que pueda ocurrir.
Yo no sabía qué pensar. El gigante no se movía. Un oblicuo rayo de luna iluminaba su cara. Todo era sonrisa en su rostro, los ojos vivos, la boca maliciosa; los dientes finos y largos parecían aguardar algo.
—Con mucho gusto —dije sacando mi bolso. Y le di dos rublos.
—Muchas gracias. —Y yendo a su carro gritaba—: Hijos, bendecid a este viajero; nos regala dos rublos.
Sus camaradas respondieron con un ¡hurra!
—¡Hasta la vista! —me saludó el gigante—. ¡Hasta la vista!
Eso fue todo. El carro se alejó, subió una cuesta, desapareció. Ya no hubo más ruido, ni gritos, ni cascabeles.
Pasó un buen rato antes de que pudiéramos recobrarnos.
—¡Qué hombre más raro! —dijo por fin Filofei. Y repetidas veces se santiguó—. Verdaderamente un hombre extraño, con una cara tan alegre. Ha de ser un buen tipo. Sin embargo, no nos dejaba pasar. En fin, todo salió bien.