Текст книги "Los ojos del perro siberiano"
Автор книги: Antonio Santa ana
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qué hacen tanto escándalo. Si vos te pelearas con tus padres, yo te seguiría queriendo
igual, es algo totalmente lógico. Es hasta tonto tener que explicarlo. ¿Lo vas a seguir
visitando?
–No... no creo.
–Es una pena, me puse tan contenta cuando me enteré de tu visita... Ezequiel también,
claro. Aunque sé que terminó de una manera un poco, cómo decirlo, abrupta. Fue un
buen gesto de tu parte ir. Yo pensé que todo iba a ser como antes, después de todo él te
enseñó a caminar y me acuerdo de que vos sólo te dormías si Ezequiel te cantaba una
canción...
–Basta con eso, por favor —no grité pero mi voz salió de una manera rara, tal vez fue
por la angustia de todos esos días o no sé por qué, pero mi voz sonó distinta, como si
fuera otro.
Pude ver la cara de sorpresa de mi abuela. Eso me armó de valor para continuar.
–Basta con eso, por favor —esta vez con mi voz normal—, la semana que viene
cumplo once años y todo lo que me podés decir de Ezequiel es que me enseñó a caminar
y que me cantaba una canción cuando yo tenía tres años. Una canción que ni siquiera sé
cuál es. Lo único que tenemos en común los dos son nuestros padres, después nada más,
abuela. Nada más. Nos separa un abismo.—Tal vez lo bueno de los abismos sea —concluyó la abuela– que se pueden hacer
puentes para cruzarlos.
XIII
Después de que se fue la abuela, me quedé dando vueltas y vueltas en mi cuarto. No
sabía qué hacer, pero sí sabía lo que no quería hacer: pensar.
En mi cabeza se agolpaban Ezequiel y mi padre; puentes y abismos, y a pesar de no
haber sido mencionado en nuestra charla, el SIDA y el ave de rapiña.
En la televisión daban El Mundo de Disney. Nada lograba deprimirme más. Esos
brillos, fuegos artificiales y sonrisas de la presentación me producían dolor de
estomago.
Busqué, entonces, un libro; todos los que me interesaban ya los había leído, algunos
releído. Los que quedaban eran esos libros, típicos regalos de cumpleaños, que el abuelo
de alguien leyó a los ocho años y le gustó, entonces a los ocho años del padre de ese
alguien le regalan también ese mismo libro, y obviamente el pobre alguien a los ocho
recibe también ese mismo libro acompañado de una frase de este estilo: "Seguramente
lo disfrutarás mucho, pequeño alguien, tu abuelo y yo, (o tu padre y yo depende), lo
hemos disfrutado mucho también". A nadie le importa que hayan pasado al menos 50
años y que no todos los libros resistan el paso del tiempo.
De esa lógica, a regalarlo en el primer cumpleaños, hay un paso muy corto que se da
habitualmente.
Decidí ir a comprarme un libro a la librería del Shopping. No lo sabía en esos años y no
estoy seguro de estar en lo cierto ahora, pero sospecho que uno se hace lector para
completar lo inacabado. Para completarse.
Y así conforme van pasando los años van cambiando los gustos y nos parece mentira
que hayamos disfrutado ciertos textos, que después creemos execrables.
Seguramente no pensaba en esto cuando caminaba por San Isidro para ir a buscar un
libro que me liberase de la angustia.
Sí recuerdo mi desazón cuando llegué a la librería, pregunté por Clara y me contestaron
que tenía franco. Habitualmente las embarazadas nos inspiran dulzura, la embarazada
que me informó que Clara no estaba y agregó con su mejor sonrisa Mac Donald's: "¿Te
ayudo en algo, tesoro?", me inspiró repugnancia. Supongo, a la luz de los años, que la
buena mujer tal vez no era tan desagradable, pero yo a Clara le debía el haberme hecho
lector. Ella siempre me había recomendado buenos libros y sabía cuáles darme según mi
ánimo.Gracias a ella descubrí autores que mis amigos, aun los más lectores, ni siquiera
rozaron.
Creo que ella fue mi primer amor. Yo suponía que esos libros eran sólo para mí, que no
tendría otros clientes a quienes recomendárselos. Tal vez no fue tan bueno que yo me
hiciera lector a su imagen y semejanza, y que ella me ahorrase los dolores de cabeza.
Nunca lo sentí así. Siempre creí que tenía una especial percepción para saber lo que yo
iba a disfrutar, y estoy seguro de que ella disfrutaba recomendándome.
Ese domingo en que ella no estaba, no encontraba qué leer. Tal vez por mi estado de
ánimo, tal vez por mi dependencia.
Revisaba todos los estantes aún los de los chicos más pequeños. Me entretuve buscando
a Wally, o algo parecido, a pesar de que nunca me gustaron esos libros. Y de repente me
encontré con una pila de María Elena Walsh.
Los abrí, los hojeé. En uno de ellos, no recuerdo en cuál, me encontré leyendo o
cantando o no sé: "Mírenme soy feliz/ entre las hojas que caen/ cuando atraviesa el
jardín/el viento en monopatín". La canción del jardinero. La canción con la que me
acunaba Ezequiel.
Sentía su voz en mi cabeza. "Yo no soy un bailarín/ pero me gusta quedarme/ quieto en
la tierra y sentir/ que mis pies tienen raíz". Ezequiel.
Y otra vez la sombra del ave de rapiña, cada vez más cerca.
Creo que me mareé, o no sé bien que pasó. Lo que recuerdo es la pila de los libros en el
piso. Toda la obra de María Elena Walsh tirada. La cara de espanto de la embarazada y
yo corriendo como alma que lleva el diablo. Supongo que todos pensaron que me había
robado algo.
Sé que no paré de correr hasta el río. Lloraba. No me podía sacar de la cabeza la cara de
la gorda, el ave de rapiña, los libros en el piso.
Y la voz de Ezequiel cantando: "Aprendí que una nuez/ es arrugada y viejita/ pero que
puede ofrecer/ mucha mucha mucha miel".
XIV
Mirando a lo lejos parece que el río y el horizonte fuesen uno. No faltaba mucho para
que acabara la tarde. El gris plomizo de las nubes se fundía en el marrón claro del agua.
Todo estaba en calma.
Ni el agua se movía en la orilla, donde el río se hace barro.
Algunos años atrás, cuando las aguas no estaban tan contaminadas, a esta hora las
familias se demoraban en irse luego del pic-nic del domingo.
Es increíble cómo cambia todo.
La última vez era tan distinto; el río, los árboles, las piedras.
Me senté en una piedra a un par de metros del agua. Desde ahí con la vista en el río
parece que no hubiera nada más en el mundo, sólo la extensión marrón interminable y
yo.
Hay muchos que piensan que nuestro destino ya está escrito, que ninguna de nuestras
acciones es fruto del azar, que nada de lo que hagamos puede modificar nada. Me cuesta
creerlo.
Me cuesta creer que toda esta confusión es sólo producto del destino.
Me gustaría que mi todo volviera a estar en orden, tranquilo como hoy está el río.
No sentirme tironeado por obligaciones y deberes que no sé si son correctos.
Pero ¿qué es lo correcto? Indudablemente obedecer a mis padres. Ellos hacen lo mejor
por mí.
Aunque también habrán hecho lo mejor por Ezequiel, y ahora no están conformes con
él.
Ezequiel.
¿Por qué sentirme obligado a verlo? Siempre fue una referencia lejana, nunca estuvo
presente en mi vida, al menos la de los últimos años.El viento se levanta con fuerza, el río, antes quieto, ahora se agita y me moja los pies.
Vuelan hojas y ramas. Tengo que irme antes que llueva si no quiero empaparme.
Tal vez así sea mi destino. Calmas y tormentas.
XV
Toda esa semana, la anterior a mi cumpleaños, estuve ocupado con los preparativos de
la fiesta. Mariano me ayudó. Chequeó los invitados, nos acompañó a mi madre y a mí a
hacer las compras, se ofreció para ayudarnos a acomodar cuando se fueran todos, etc.
Su compañía en todo momento me alivió mucho, estaba con él en el colegio, en el club,
y en mi casa en mis ratos libres. Durante esa semana, entre la ansiedad del cumpleaños
y Mariano, logré sacarme de la cabeza a Ezequiel.
Llegó el sábado y con él la fiesta. Todo en orden.
–Hay comida como para un regimiento —dijo mi abuela al entrar en casa antes del
mediodía.
Ella siempre llegaba temprano a mis cumpleaños, se quedaba a dormir y se volvía al
campo temprano, la mañana siguiente.
La comida consistía en sandwiches de miga, salchichitas, empanadas, calentitos, chips,
dips; todo hecho por mi madre al igual que una enorme torta de chocolate, rellena con
dulce de leche, crema y merengue, decorada con frutillas.
El regimiento, que no era tal sino mis cuarenta invitados de todos los años, entre
compañeros del colegio y del club, además de los parientes de rigor, arrasó con todo.
Antes de la fiesta mi madre, al igual que en todas las reuniones anteriores que yo había
hecho, se deshizo en pedidos de cuidados fundamentalmente por sus plantas. Ella quería
que uno a uno, cuando llegaran les pidiera que tuvieran especial atención en no pisar
ninguna planta ni romperle las ramas al rosal, "se pueden lastimar con las espinas",
trataba de convencerme y de convencerse por su repentino interés por la salud de mis
amigos.
Obviamente que no hice ninguna indicación a nadie, el noventa por ciento de los
invitados vivían en casas con jardines y tenían madres. Sabían que un pétalo caído es
sinónimo de desmayo maternal.
La fiesta transcurrió sin ningún inconveniente, el parque resultó ileso, salvo que al
gordo Fernando, un compañero de rugby, se le cayó un vaso de coca-cola sobre el
parquet, lo que es sólo sinónimo de suspiro profundo.
Cuando se estaban yendo los primeros invitados llegó Ezequiel, que nunca había venido
a ninguno de mis cumpleaños anteriores, y caminó despacio entre las miradas deasombro de los parientes y las de curiosidad de mis amigos. Sólo la abuela lo miraba
divertida.
–Te... te perdiste la torta —le dije
–No importa. Feliz cumpleaños —me dijo—. Toma, es para vos.
Y me dio un paquete, lo abrí. Era un compact disc. De Dire Straits, "Brothers in arms".
–¿Hermanos en armas? —pregunté.
Me miró de arriba abajo y sonrió.
–No, Hermanos abrazados.
XVI
Cuando sólo quedaban los mayores y Mariano, puse el compact. Yo no sabía quiénes
eran los Dire Straits, nunca los había escuchado, Mariano sí. Mientras charlábamos de
otros temas que tenían y esas cosas, se acercó mi padre.
–Música moderna, je, je —dijo, para luego agregar—: ¿Qué buen regalo, no?
Mi padre no escuchaba jamás música cuyo compositor no hubiera muerto hacía por lo
menos cien años.
En casa no había rastros de otro tipo de música, ni jazz, ni tango, nada.
–A mí, creo que me gusta —le respondí.
–A mí también —agregó Mariano apoyándome.
–Ya se les va a pasar —afirmó mi padre dando por terminada la conversación.
No sé, no recuerdo qué otras cosas me regalaron aquel año, sólo recuerdo el compact.
No creo que eso sea importante. La memoria suele tender muchas trampas. Lo que sí es
seguro es que mi padre no quería que yo me acercara a Ezequiel.
Su nombre había sido tantas veces susurrado, tantas otras callado, que se había
convertido en un enigma, en un misterio. Eso siempre es atrayente.
El misterio. Desde los orígenes de nuestra cultura nos alimentamos del misterio, las
religiones de Occidente se basan en él. Están llenas de misterio, de cosas que son
inaccesibles a la razón y deben ser objetos de fe.
En un libro que leí a los diecisiete, pero que me hubiese gustado leer a los doce, dice
algo así como que el hombre necesita del misterio como del pan y el aire, necesita de las
casas embrujadas, de las personas innombrables, de las calles sin retorno que hay que
esquivar.
El misterio.
Ezequiel se acercó.
–¿Seguís siendo hincha de Racing?
–Sí.—Te invito a la cancha el próximo domingo.
* * *
Pasé todo el resto del domingo escuchando Dire Straits, pensando si ir o no a la cancha.
Me moría de ganas, pero ir significaba asumir de una vez por todas que éramos
hermanos para bien o para mal. Significaba que tal vez la confusión volvería. Mi abuela,
antes de irse, me había dicho que tenía que ir, que la pasaría bien, que mi padre no
pondría reparos. Yo no estaba tan seguro.
El lunes en el colegio Mariano estuvo toda la mañana repasando la fiesta como si
hubiese sido la suya, tal vez él la sentía así. Estábamos tanto tiempo juntos desde tantos
años atrás que algunos nos decían los mellizos. Y ante los demás mi cumpleaños era tan
importante como el suyo.Mariano trató por todos los medios de convencerme para ir conmigo a la cancha, pero
afortunadamente no lo logró.
A la tarde, en casa, mi padre me llamó para jugar al ajedrez. Esta vez logré hacerle un
poco más de fuerza y la partida fue más larga.
Al terminar llegó lo que yo estaba esperando.
–Me enteré de que tu hermano te invitó a ver un partido de fútbol —me dijo.
–Si, papá —contesté con mi habitual facilidad de palabra.
–Y vos querés ir —prosiguió.
–Me gustaría mucho.
–Vos sos un chico inteligente, no se te escapará que a esos lugares va cualquier clase
de gente —e hizo una especial entonación en las palabras "cualquier clase"—. Que
además suele haber peleas y mucha violencia.
–Pero, el domingo Racing juega con Platense, no va a pasar nada.
–Noto que ahora sos un especialista en fútbol, yo creí que tanto no te interesaba.
Bajé la vista. No sabía qué responder, nuestras discusiones siempre terminaban así, yo
hacía silencio y bajaba la vista, mi padre no volvía a hablar, luego de unos instantes se
levantaba y daba por acabada la cuestión, siempre a favor suyo.
Pasó un rato más y en el momento que se paró me armé de valor y le dije:
–Pero me va a llevar Ezequiel, él me va a cuidar, no va a dejar que me pase nada.
–Ezequiel...
Y fue él esta vez que hizo silencio y bajó la vista.
–Vos sabes muy bien —dijo luego de un instante—que nosotros no estamos muy de
acuerdo con algunos aspectos de la vida de tu hermano, que estamos... cómo decirlo, un
poco distanciados. Así y todo querés que te deje ir a ver un partido de fútbol con él.
–Si papá, por favor —Y mis ojos se llenaron de lágrimas.
Me miró un buen rato y dijo:—Está bien, te dejo ir. Pero no pienses que esto termina acá, después del domingo
vamos a tener una larga charla nosotros dos.
Se levantó, empezó a caminar para irse, se dio vuelta y me dijo:
–No te olvides de esto; los hombres son como los vinos, en algunos la juventud es una
virtud, pero en otros es un pecado.
XVII
Ese domingo mi padre me llevó en auto hasta Palermo, donde nos encontramos con
Ezequiel.
No dijo ni una palabra en todo el viaje, pero se deshizo en advertencias cuando llegamos
y ofreció darle plata a Ezequiel para pagarme la entrada.
Una vez que logramos despegarnos de mi padre, que me miraba como si estuviera a
punto de cruzar el océano en bote a remos y sin salvavidas, nos tomamos un colectivo,
el 93, hasta Avellaneda.
Yo no sabía de qué podría hablar con mi hermano, nunca desde que tuve memoria había
estado tanto tiempo a solas con él. La conversación fluyó naturalmente, hablamos del
colegio, de San Isidro y, fundamentalmente, de la abuela y del campo. Ezequiel sabía
cómo manejar la conversación encaminándola naturalmente hacia los temas en los que
yo me sentía cómodo y evitar los que a mí me molestaba tratar.
Cuando nos bajamos del colectivo y empezamos a caminar al estadio, me temblaban las
rodillas de la emoción. Cantidad de personas con banderas, gorros y camisetas, iban en
nuestra misma dirección.
Una vez adentro, superado el impacto de encontrarme de frente con esa mole de
cemento, me impresionó la salida de los equipos con todo lo que trae consigo; los
colores de las camisetas, las medias y los pantalones sobre el verde del césped; los
papeles por el aire; los petardos; y fundamentalmente, el canto de miles y miles de
personas, increíblemente afinado.
En un momento cerré los ojos para poder sentirlo todo sólo con el cuerpo, sin la mirada
que siempre influye en las sensaciones. Los gritos y el cemento vibrando bajo mis pies.
No sé cuánto tiempo estuve así. Cuando los abrí los tenía llenos de lágrimas. Mire a
Ezequiel y le dije:
–Gracias. Es fantástico.
Y él me abrazó. Qué bien se sentía. Era la primera vez, que yo recuerde, que nos
abrazábamos.
Empezó el partido, que era por lo que en definitiva estábamos ahí.
Fue lamentable.Parecía que la pelota quemaba, cada jugador al que se le acercaba la pateaba lo más
lejos posible, nadie nunca la puso contra el piso y levantó la cabeza buscando a un
compañero. Todo el tiempo la pelota lejos y arriba. Un espanto.
Terminó 0 a 0.
Nos alejamos del estadio caminando despacio por calles angostas. El sol se ocultaba.
Yo estaba feliz. A pesar del partido, la tarde había sido maravillosa. Íbamos afónicos y
sudorosos.
–Si Racing sigue jugando así, me voy a morir sin verlo salir campeón —dijo Ezequiel.
La muerte. Otra vez el ave de rapiña volando en círculos. La tarde se deshizo en
pedazos. Me pareció que los papelitos que habían saludado la salida de los equipos eran
negros. Y que los gritos de las hinchadas habían sido cantos fúnebres.
La muerte.
Ezequiel me revolvió el pelo con su mano. Debe haber visto mi expresión y se rió a
carcajadas.
–No tenés que ser tan literal. Si Racing sigue jugando así, vos también te vas a morir
sin verlo salir campeón.
Entonces nos reímos juntos.
* * *
Ezequiel me acompañó hasta la puerta de casa y no quiso pasar, argumentó que tenía
que levantarse temprano al día siguiente. En ese momento, me di cuenta de que yo no
sabía nada de su vida, qué hacía, de qué vivía, si trabajaba o no. Mentalmente me lo
agendé para la próxima vez.
Quería que me contara de él.
Cuando entré me recibieron como si efectivamente hubiese cruzado el océano en bote a
remos. Mi madre me preguntó si me había pasado algo, si estaba bien y si tenía hambre.No, si y no fueron mis respuestas respectivas. Mi padre no me preguntó nada. Esperó
que me bañara y luego me invitó a "dialogar".
No podría transcribir aquí ese "diálogo", que no fue tal, sino un monólogo largo, que yo
sólo interrumpí con suplicas y sollozos.
Lo que dijo mi padre ese domingo, que hasta ese momento para mí había sido mágico
fue más o menos lo siguiente. Primero: No dejaba de sorprenderlo mi repentino interés
por el fútbol, eso demostraba que él me había descuidado, cosa que no volvería a pasar.
Pero bueno, él me había inculcado el amor por los deportes y no se opondría a mi
pasión, desde ese momento iríamos juntos a la cancha cada vez que yo quisiera,
obviamente a platea, que es donde va la gente decente y no a la tribuna popular, como
habíamos ido Ezequiel y yo, que es a dónde van los vándalos.
Segundo: Mi relación con Ezequiel. Dado que yo nunca había manifestado interés en
relacionarme con mi hermano, mi padre sostuvo que era mejor continuar así. Como
regalo de cumpleaños era bastante simpático "un compact-disc de música moderna y un
viaje en colectivo hasta Avellaneda para ver fútbol", pero que nuestra relación
terminaba allí. Que no era "sano" para un niño de 11 años andar por ahí con un adulto
de 24, por más que éste fuera su hermano.
Tercero: Él entendía que yo estaba por ingresar a la pubertad, que mi cuerpo estaba
empezando a cambiar, y tal vez tenía alguna duda o pregunta que hacer. Si era por eso,
tenía que confiar en él, después de todo era mi padre, me había dado la vida, me había
educado.
Yo tenía que confiar en él.
Y cuarto: En cuanto a Ezequiel, me prohibía volver a verlo fuera del ámbito familiar.
Todo esto por supuesto "era por mi propio bien" y "más adelante se lo agradecería".
Mi padre como siempre dio por terminada nuestra conversación levantándose y
yéndose.
Yo me quedé sentado en su despacho llorando en silencio un largo rato.
Cuando salí, todos se habían acostado. Eran miles las cosas que no podía entender, lo
único que sentía era que había algo que no encajaba con el mundo.
Y que ese algo era yo.
XVIII
No volví a ver a Ezequiel por meses. Durante ese lapso su figura crecía dentro de mí,
rodeada de un halo de misterio. Misterio que me apasionaba develar. Nunca supe si la
atracción que ejercía sobre mí correspondía al hecho de haber disfrutado su compañía, o
a que mi padre me hubiese prohibido verle.
Lo seguro es, que durante esos meses, no pude tolerar a mi padre.
Nuestra vida circulaba por los caminos habituales, jugábamos al ajedrez, escuchábamos
música clásica, es decir, lo de siempre, pero yo no podía soportar la sola idea de
permanecer en una habitación a solas con él.
No lo odiaba, pero era un sentimiento sumamente confuso. Supongo que hay un
momento de la vida en que nuestros padres se nos revelan tal cual son. Sin secretos. Yo
no podía entender su actitud con Ezequiel, me parecía terriblemente injusto, pero jamás
tuve el valor para preguntarle nada.
Hoy, tantos años después, creo que si le hubiese manifestado lo que me pasaba, la
situación hubiera sido distinta. Pero yo tenía 11 años, él era el adulto, a él le
correspondía dar ese paso. El paso que hay de la autoridad a la confianza.
XIX
Estuve angustiado, sin saber con quién hablar, ni qué hacer. Una tarde vi a mi madre en
el jardín y me acerqué. Cortaba hierbas.
–¿Te ayudo? —le dije.
–Si, claro —contestó, alcanzándome unas tijeras—, corta el tomillo.
Nos quedamos un rato en silencio, envueltos en el perfume de las hierbas. Hasta que le
pregunté.
–¿Por qué nunca hablamos de Ezequiel?
Apoyó las cosas en el piso con mucha calma. Estiró su mano como para acariciarme.
Me miró. Bajó la mano. Luego la vista y dijo en un susurro.
–Hay cosas de las que es mejor no hablar.
XX
Un domingo de diciembre antes de las fiestas, Ezequiel vino sorpresivamente, al menos
para mí, a almorzar a casa.
Lo recuerdo bien. Ese mismo domingo a la tarde Mariano iba a venir a despedirse antes
de las vacaciones. Su familia tiene una casa en Punta del Este y todos los años viajan
antes de la Navidad y pasan allí todo el verano.
En algunos veranos anteriores nosotros pasábamos todo enero con ellos en Punta del
Este, este año sería distinto, mi padre había decidido pasar las vacaciones con la abuela.
–Tengo muchas cosas que hacer en Buenos Aires —dijo—, no puedo darme el lujo de
irme tan lejos. Desde el campo puedo viajar y volver en el día y no descuidar los
negocios. Así que, familia, este año nada de mar.
No sé qué opinaba mi madre al respecto, yo estaba feliz con la posibilidad de pasar todo
el verano en el campo con la abuela.
Así estaban las cosas ese domingo cuando abrí la puerta y me encontré con la figura de
Ezequiel. Nos dimos un abrazo largo, profundo.
–Tenía ganas de verte —le dije en un susurro—, pero papá no me deja.
Me miró y sonrió.
–Después de comer hablamos. —Y entró a casa con un paso seguro.
Yo lo interpreté como una señal de desinterés. No sé qué estaba esperando que hiciera,
tal vez que me rescatara de esa casa donde me sentía profundamente infeliz. Después,
pensándolo bien, me sentí como un imbécil por eso.
El almuerzo transcurrió lentamente, casi sin hablar, o hablando sólo de las vacaciones y
de las fiestas. Ezequiel contó que quería pasar fin de año con nosotros en el campo,
pensaba irse de vacaciones en febrero, con unos amigos, a Villa Gesell. Sé muy bien
que la mesa familiar no es el ámbito más indicado para hablar ciertos temas, pero mi
familia me parecía tremendamente hipócrita. Nunca se mencionaba a Ezequiel y cuando
se lo hacía, lo he dicho, la mención de su nombre producía chispas. Algunos meses atrás
mi madre lloraba por él, mi padre estaba indignado. Y lo peor de todo, al menos para
mí, era que me habían prohibido terminantemente verlo.
Y ahí estábamos los cuatro charlando de banalidades. De las fiestas y de las vacaciones.
* * *
—No te creí tan falso —le dije con sorpresa para él y para mí, un rato después del café,
cuando nos encontrábamos sentados bajo los pinos en el parque de casa.
–No te entiendo, ¿por qué lo decís?
–Por todo eso —dije señalando la casa—. Deliciosa la comida, mamá. Pasemos las
fiestas juntos, papá —le contesté, parodiando su voz.
–Creo que estás confundido —hizo un largo silencio y prosiguió—. La comida de
mamá siempre es deliciosa. Y sí, quiero pasar las fiestas con ustedes —y se rió. Se rió
muy fuerte, a mí me indignó.
–Pero a mí no me dejan verte, nunca te nombran y si lo hacen no es para nada bueno.
¿Me vas a decir que no te das cuenta de eso?
–Sí, claro que lo sé, no me subestimes. Pero eso no significa que yo no los quiera ni
que ellos no me quieran a mí. Eso no significa que yo no disfrute de su compañía, claro
que no todos los días, pero me agrada verlos de vez en cuando. Son mis padres, viví con
ellos dieciocho años después de todo ¿no? Entiendo lo que vos querés decir, pero me
gustaría que vos me entendieras a mí.
Hizo una pausa y suspiró.
–Mira, yo no puedo vivir con ellos. Ya no. Pero mientras viví con ellos, salvo los
últimos tiempos, estuvo bien. Tal vez esto sea un poco confuso para vos, pero es así.
Y me contó que él entendía los miedos de nuestros padres, y también de cuando vivía en
casa, y secretos de familia, y mucho más.
Yo estaba como en trance, fascinado por descubrir a otra persona, a Ezequiel, mi
hermano. Sé que todo esto puede sonar extraño, pero era exactamente eso, un
descubrimiento. Con el agregado de que hablábamos de cosas relacionadas con mi
familia, que yo ni siquiera me animaba a pensar. Repasándolo, a la luz de los años,
como lo he hecho tantas veces desde que Ezequiel murió, cada momento desde que fui a
su casa a pedirle explicaciones hasta la última vez que lo vi, me doy cuenta de que
muchas de las cosas de las que hablamos eran tan simples, que tal vez no merecieran
mayores comentarios. Pero para mí eran algo así como la verdad revelada. Como pensarel mundo por primera vez. Así lo viví yo. Así lo vivía esa tarde de diciembre hasta que
llegó Mariano.
* * *
Era el primer verano de nuestras vidas que no pasaríamos juntos. No sabíamos que el
del año anterior había sido el último.
Supongo que una mezcla de la felicidad que tenía después de la tarde con Ezequiel y la
excitación de Mariano ante la proximidad de sus vacaciones generaron una química
extraña.
Pusimos el compact-disc de Dire Straits y nos sentamos en el piso de mi cuarto
apoyados en la cama. Pasamos toda la tarde charlando, con una intimidad que nunca
habíamos tenido.
El me contó cosas de su familia, de su hermana. Yo le conté cosas de la mía y algunas
de las cosas de las que hablamos con Ezequiel. Y también nos reímos, nos reímos
mucho, nunca la había pasado tan bien con él.
Atardeció, el reflejo anaranjado del sol bañaba la habitación, el equipo de audio ya
estaba apagado. Estuvimos un rato en silencio, y Mariano me contó que estaba
enamorado de María Eugenia, una compañera nuestra desde el jardín de infantes, algo
que jamás hubiera sospechado, ni que estuviera enamorado de María Eugenia, ni de
nadie.
Mariano estaba eufórico porque ella también viajaba a Punta del Este y él pensaba
declarársele. Supongo que fue el resultado de todo, la charla con Ezequiel, la confesión
de Mariano, lo que me animó a contárselo a pesar de haberme jurado no decírselo a
nadie.
–Ya sé por qué están enojados con Ezequiel.
Mariano me dedicó una mirada invitando a seguir.
–Porque tiene SIDA.
Se quedó en silencio, no preguntó nada. Yo lo imité.
–Supongo que no lo vas a ver más —dijo al rato, como en un susurro.—Claro que lo voy a seguir viendo. Es mi hermano.
Su cara se transfiguró, se puso roja.
–No seas ridículo. Nunca fue tu hermano, durante años no te importó. No lo veas más,
¿no te das cuenta de que te podés contagiar?
–Vos sos el ridículo, es imposible que me contagie.
Mariano me miró indignado. —Es tarde —dijo, y se fue.
La magia se había perdido. Nunca más volvió a mi casa.
XXI
Un par de días antes de Navidad nos fuimos al campo.
Pasamos Nochebuena solos con la abuela. Para fin de año llegaron algunos de mis tíos y
Ezequiel.
Yo estaba feliz, al haber tanta gente era mucho más fácil poder pasar el tiempo
charlando con Ezequiel. Ya no tenía dudas, me sentía bien con él. Disfrutaba de su
compañía.
Esos cuatro días caminamos por el campo, cabalgamos, hablamos sentados a la sombra
de un sauce llorón.
Una de esas tardes lo estaba ayudando a preparar café, cuando se rompió una taza que le
cortó la mano. Me quedé inmóvil y Ezequiel también. Miraba la sangre y la taza, y en
ese momento pensé en Mariano y si tendría razón. Creo que Ezequiel percibió mi
miedo, pero nunca me hizo ningún comentario al respecto.
Ese fin de año fue la primera vez que me dejaron tomar alcohol, una copa de
champagne en el brindis de las doce.
Recuerdo esos días con sumo placer.
Cuando se fue Ezequiel y nos quedamos solos mis padres, la abuela y yo, ya había
tomado la determinación de hacer algo para verlo más, no sabía qué, ni cómo. Lo que sí
sabía es que fuera lo que fuera que me acercaba a Ezequiel, el misterio, la curiosidad o
lo que fuera, era un vínculo auténtico, verdadero.
Y tenía que encontrar la forma de que no se rompiera.
XXII
Pasó todo el verano sin que se me ocurriera nada.
En marzo tendría la respuesta.
Nosotros volvimos del campo una semana antes de las clases, lo primero que hice al
llegar fue llamar a Mariano. Quería que me contara cómo le había ido en sus vacaciones
y con María Eugenia. Llamé varias veces a su casa y nunca pude dar con él, tampoco
contestó a mis llamados. Eso me extrañó muchísimo. Habitualmente, después del
colegio, nos hablábamos por teléfono, rara vez no lo hacíamos. Y esa vez que hacía tres
meses que no nos veíamos, no me contestaba.
No encontraba explicación, pero esa semana mi madre me pidió que la ayudara con la
casa, y con el jardín, su obsesión, que después de tanta ausencia suya estaba bastante
deteriorado, y creí que a Mariano podía sucederle algo similar.
Esperaba el primer día de clases con ansia, eran tantas las cosas que tenía para contarle.
Llegué muy temprano al colegio y me quedé en la puerta esperándolo. Lo vi llegar,
desde lejos, de la mano de María Eugenia, y me alegré por él. Cuando llegó a mi lado
me saludó con un "hola" frío e impersonal. Pasó caminando casi sin mirarme y fue a
buscar un lugar al lado de María Eugenia.
Todos mis compañeros estaban extrañados, nos habíamos sentados juntos todos los años
anteriores y ahora yo me sentaba solo, a tres bancos de distancia. Me evitó en todos los
recreos. Yo no salía de mi asombro. Hasta que me di cuenta de que me estaba haciendo
pagar "mi culpa".
Yo era el hermano del sidoso.
* * *
Al volver a mi casa me encerré en mi cuarto a llorar toda la tarde. Esa iba a ser la
primera de las muchas muestras de intolerancia que recibiría durante lo que le quedaba
de vida a Ezequiel.No podía entender la actitud de Mariano, y no tenía el valor de ir a pedirle